El gran Antonio Abdo supo compaginar como nadie la alegría de la bohemia con el rigor de quienes ponen los pies bien fijos en el suelo en busca de un equilibrio que parece imposible. Para alcanzar esa cima de la vida plena siguió al pie de la letra aquellos versos de José Martí que hablan del cultivo de una rosa blanca en junio como en enero para el amigo sincero que me da su mano franca, etc. Antonio cultivó esa rosa blanca, vaya que sí, porque disponía por derecho propio del don de la felicidad, sólo al alcance de unos pocos elegidos. Claro que lo tenía fácil viviendo al lado de Pilar Rey, ese prodigio de energía bondadosa. De hecho las arrugas en el rostro de Antonio fueron esculpidas por el gesto de la risa imborrable, de igual manera que las maravillas de su voz y su mirada, ambas diáfanas, venían desde lo más profundo, es decir, desde lo más alto. Por ello, el modo de afrontar la realidad como ciudadano comprometido con su tiempo no distaba del modo de afrontar la ficción como actor de primer nivel: en una y en otra dimensión, sin necesidad de confundirlas –peligro en el que incurren muchos artistas del teatro–se sentía en deuda con las fuerzas redentoras de algo que podríamos llamar verdad; no en vano las transmitía de la mejor manera posible, honestamente, en virtud de unos valores éticos en cuyos cimientos hoy debiéramos reconocernos todos cuantos tuvimos la fortuna de conocerlo y amarlo como lo que era, y como lo que es, un ser lleno de luz, alguien capaz de apostar a conciencia por todas y cada una de las cosas buenas de este mundo. Parece lógico que soliera pronunciar como una bendición el adjetivo “sensacional”. Lo recordaré siempre diciendo eso. Qué gozada, Antonio. Sensacional esa canción de Louis Armstrong. Sensacional esa obra de Sófocles. Sensacional ese gol del Atlético de Madrid en el último minuto. Sensacional.