A veces se nos atraganta la vida, los problemas, sobre todo cuando tenemos que tomar una decisión que nos parece importante y que tiene varias alternativas, y claro, queremos tomar la mejor. Hay muchas técnicas para decidirnos, como una muy utilizada llamada ‘árbol de decisiones’, donde tú vas siguiendo las posibles consecuencias de cada decisión, de cada alternativa, y otras más frikis, como acostarte en una azotea con los brazos abiertos, relajarte lo más posible, hacer la pregunta y esperar que te llegue una inspiración, o programarte antes de dormir para que la solución te llegue en el sueño. Bueno, y las de siempre, el sicólogo, el astrólogo, el confesor, el asesor fiscal, la junta de cuñados, la Virgen de las Nieves, etc. Todas funcionan a veces y a veces no. En el fondo se trata de encontrar un soporte para una solución que suele estar dentro de nosotros mismos. Consulté a un amigo que tiene fama de sabio sobre una decisión peliaguda que tenía que tomar y me dijo que lo que él hacía en esos casos es preguntarle al bogavante, un crustáceo antiguo y profundo, ya que suele reposar en fondos marinos hasta de cincuenta metros, un ser milenario cuya sabiduría se la daba el inmenso e insondable mar, y que de algún modo el bogavante le clarificaba el tema. Y viendo mi estupor añadía que los otros métodos estaban demasiado concurridos, saturados y, en cambio, ¿quién le preguntaba algo a un bogavante?, por lo que este sabroso marisco tenía todo el tiempo para ti, claro, si no era devorado antes en algún restaurante gallego, y remataba que el destino de este bogavante no era peor que el de muchos sabios que en el mundo han sido, a menudo presos, torturados o condenados al ostracismo por sus ideas. Le he preguntado al bogavante y comienzo a ver la luz al final del túnel. Hagan la prueba, cierren los ojos y pregúntenle al bogavante, no falla.