Ando de acá para allá y cruzo mares y espacios infinitos. Cruzo páramos y vergeles. Cruzo montes y llanuras. Vamos, que me paso la vida cruzando algo incluso carreteras inhumanas trazadas sin orientación alguna dentro de mi propia isla y confieso que hay algo que me lleva a confusiones múltiples cuando paso por ellas: ¿Son necesarias las rayas en las carreteras? ¿Realmente son necesarias “algunas” rayas en “algunas” carreteras de La Palma por las que no circulan personas ni animales decididos a relacionarse con otras especies? Creo que no. Pienso que no. Y para ser correcta y no caer en monólogos taciturnos o de desprecio, diré que puedo estar confundida en mis apreciaciones cargadas de nostalgia (tengan en cuenta que por algunos caminos he pasado incluso en burro). Echo de menos aquellas cuestas de piedra de mi barrio del Planto; añoro la tierra polvorienta de la bajada al Tablado en Garafía; extraño las vueltas de San Juanito y el mareo consiguiente en la infancia; la carga emocional de perder altura en alguna curva de Las Mimbreras; la oscuridad de los eucaliptos de Mazo a Fuencaliente y el pavor a darse uno de bruces con aquellos troncos hoy desvalidos o definitivamente muertos o quizá asesinados por alguien que odia su galanura y el olor que nos envuelve al desfilar debajo de sus ramas.
El caso es que ahora me fijo en detalles que antes no veía; calculo espacios, distingo monolitos, abro zanjas buscando cadáveres y planto flores en muchas esquinas. Pongo un ejemplo: hoy he pasado por la carretera que dice llevarnos a Fuencaliente. Asombrosa. Entre infinitas señales de tráfico y aceras que no sé para quién ni para qué sirven, ha transcurrido buena parte del viaje a ninguna parte. Porque antes sabías a dónde te dirigías según los árboles, según las huertas, según las casas y los colores de las casas. Ahora ya no puedes orientarte. Todas las carreteras son iguales. Rayas muy blancas, eso sí. Rayas y más rayas. Es increíble. Yo no sé esta isla qué pretende entre autopistas, rotondas y altares a lo desconocido; con qué nueva muestra de poder y modernidad quieren entretenernos mientras viajamos. Me imagino que más de uno estará encantado con estas nuevas travesías llenas de señales en el suelo pintadas de un blanco nupcial; las indicaciones de tráfico relucientes y todo tan brillante que no te da tiempo a mirar el bosque ni ver los pinos ni ver el mar porque vas pendiente de los muy encalados y bien intencionados mensajes. ¿Y las aceras? ¿Qué me dicen de las aceras? Dios mío, ¿pero es que estas aceras no acaban nunca? Cuántos kilómetros necesitan para llegar a alguna parte se preguntarán ustedes, porque la verdad es que han hecho una calzada tan inmensa que no sabemos realmente a dónde nos conduce ni hasta qué punto era necesaria. Todo un misterio por resolver.
Me imagino que todo esto nos arrastra a la construcción de grandes hoteles, grandes piscinas, y grandes monumentos al turismo que se nos viene encima. O a lo mejor es por los patines, porque igual piensan que en el futuro nos desplazaremos en patines para evitar contaminaciones acústicas. No creo que sea para las bicicletas, porque se van a tropezar las de ir a ninguna parte con las de volver, por fin, a casa. ¿Será para pasear? Puede ser, pero ¿quién pasea por aquí si esto es el borde del mundo? Bueno, me digo, a lo mejor hay terraplanistas en el lejano oeste de la isla y disfrutan desde aquí de la visión cosmológica de un mar y un paisaje infinitamente plano. Pero yo, la verdad, lo único claro que he visto en una hora es a un señor que iba por ahí, totalmente desorientado, y me imagino que era un extranjero perdido en el mundo buscando la paz de lo que una vez fue una isla.
Sólo me consuela pensar que llegaremos a un lugar, el de siempre, donde siguen dando café de verdad y almendrados recién hechos. Un lugar que aún no ha perdido la identidad de la que un día hicimos gala. Un lugar apacible donde te sonríen mientras te sirven un leche y leche que te obliga a regresar cada cierto tiempo. Esta vez he vuelto de un largo viaje y venía asustada pensando con qué nueva remodelación, reestructuración, modificación, etc., podía encontrarme. Venía con la idea de aquellos que intentan premiar las fachadas antiguas, las tiendas cuyos escaparates aún dicen algo distinto al resto, donde te venden lo que no existe en otro lugar, donde te quedas parada delante de una cristalera asombrada por todo lo que allí se encierra desde libros y corazones de papel, hasta macetas con geranios y azucarillos de diferentes colores. Venía pensando que mi isla todavía puede presumir de ser un lugar auténtico con todo lo que eso significa. Pero ya en el aeropuerto comenzaron las decepciones.
Debo asegurar que no había visto tanto cemento inútil, tanta gente desconcertada, tanta algarabía de maletas y tanto movimiento compulsivo en busca de la felicidad. Y me dije a mi misma que a cuántos de los allí reunidos les importaría nuestra agricultura, nuestro ganado o nuestras costumbres; que lo peor estaba por llegar porque aún les quedaba tiempo para inundar carreteras y aceras y quedarse extasiados siguiendo las líneas y las rutas marcadas por empresarios y demás organizadores de excursiones, visitas y asombros varios ante guanches, cuevas y demás asuntos de una isla que continúa en venta. En fin. Nuevas carreteras, una nueva Babel y un descalabro.
Elsa López
18 de marzo de 2024