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OPINIÓN | Días de ruido y furia, por Enric González

Días de ‘finado’ / y 3

Los Llanos de Aridane —

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En 1837 se construye el Cementerio Católico de la hoy ciudad de Los Llanos de Aridane, con anterioridad los enterramientos tenían lugar dentro del templo de Nuestra Señora de los Remedios. Durante décadas fue el único Campo Santo del Valle de Aridane y en consecuencia, en él fueron enterrados vecinos de los actuales municipios de El Paso, de Tazacorte, antes de segregarse del municipio matriz, y de Los Llanos de Aridane.

Las distancias, por caminos de herradura, eran considerables hasta llegar a la calle Despedida –actual calle Conrado Hernández- llamada así por ser la que conducía al cementerio. El barrio aridanense de La Laguna está a unos cuatro kilómetros del cementerio, en el casco urbano del municipio. Al terminar el entierro, antes de regresar a La Laguna y para recuperar las fuerzas, los familiares del difunto ofrecían, a los cargadores de la caja y a los acompañantes, un refrigerio de queso, pan y vino en la tienda de doña María, en la plaza Elías Santos Abreu. Ayer y hoy al escuchar el murmullo del cortejo de un entierro las puertas de viviendas y comercios se “entornan”, en señal de respeto.

Hasta 1960, las mujeres no acompañaban al difunto al funeral, sólo los hombres. Sin embargo, en 1935 en el entierro de la recordada Dolores Martín González, sus compañeras y compañeros del Orfeón de Los Llanos, al que perteneció, y amigas de La Laguna la acompañaron durante todo el recorrido, con ramos de flores e incluso cargando el féretro.

Aunque en los medios de comunicación social ocupa un destacado espacio las esquelas en La Palma se sigue imprimiendo la tradicional esquela volandera. En cada municipio ya está elegido el lugar donde depositarla, con una piedra encima. Hasta hace pocos años, hasta que no se impuso las ventajas del ordenador, transitar un domingo por la calle Real, de Los Llanos de Aridane, y escuchar la rítmica marcha de la imprenta Alcover, propiedad de Manuel Acosta, era señal inequívoca de que había ocurrido una muerte. El empresario estaba imprimiendo las esquelas volanderas y después había que salir a “repartir”. En San Andrés y Sauces las esquelas se han sustituido por un vehículo con megafonía.

Los familiares del difunto permanecían ocho días sin salir de la casa. En este tiempo los vecinos se encargaban de las ocupaciones habituales de los dolientes, atendían a los animales, realizaban las labores más urgentes del campo y les llevaban comida para el “sustento de los dolientes”. Tampoco utilizaban el almirez, por el sonido escandaloso y señal que preparaban comidas, durante largo tiempo. En la casa de los familiares del difunto no se podía cocinar; no debía salir humo por la chimenea por el mismo motivo que lo anterior. El disgusto por el fallecimiento se expresaba comiendo ligeros caldos de gallina o pichón.

En el octavo día se celebraba la “misa de salida”, clara referencia a que los dolientes –hombres y mujeres- podían salir, por primera vez desde el fallecimiento, de sus casas a la iglesia de Nuestra Señora de los Remedios “a gozar misa por el sufragio del alma del familiar”. Para esta ocasión las mujeres vestían rigurosamente de negro, velo, guantes y camisa o traje de manga larga.

Los dolientes varones, hasta el día de la misa de salida, no se podían afeitar personalmente. Un vecino acudía a la casa para asearlos pues desde la muerte del familiar no se habían afeitado. Si hicieran lo contrario, es decir, afeitarse personalmente, se podía entender que su dolor no era profundo y que estaba más pendiente de su aspecto personal que de su desgracia.

Llegado el momento de la misa de salida las familias, poco acostumbradas al ritual litúrgico, se ponían todos juntos en los primeros bancos de la iglesia. Ante la evidencia de que no conocían el ceremonial religioso, “contrataban a un guía”, con gratificación en ocasiones, que les iba indicando cuando se debían levantar, arrodillar, sentar o santiguarse. Se recuerda la anécdota que a “la persona guía”, como se le veía sentado junto a los familiares, “también se le daba un afectuoso y sentido pésame. Más valía que sobrara que faltara”. Al terminar la misa, se les daba un refrigerio a los vecinos y parientes que asistieron a la misa. 

Los tiempos iban cambiando y la modernidad traía mayores comodidades, pero no todos tenían coche. En el entierro de Juana Simón Cruz en los años cincuenta del siglo pasado se contrató, por primera vez, una guagua para los dolientes y acompañantes a su entierro, desde La Laguna al casco de Los Llanos de Aridane. Todo un lujo.

La viuda no se volvía a cortar el pelo y se vestía totalmente de negro por el resto de sus días. Su indumentaria era negra: medias, zapatos, guantes, falda, camisa o vestido, pañuelo rectangular sobre la cabeza –que podía ser de blonda tupida- con las puntas traseras sobre el pecho prendidas con un alfiler de cabeza negra sobre los senos. Se complementaba con un “sobretodo” de paño fino e incluso de encaje. Las faldas llevaban tres lienzos de tela. El luto lo podía llevar incluso una novia, el día de sus esponsales. En el enlace matrimonial de Clara Leal González con Vicente Cruz Simón ella llevó riguroso luto por el  fallecimiento del padre de su novio, José Máximo Cruz Gómez, en los años veinte del siglo XX.

Era un dicho popular que a la muerte del marido “la mujer se enterraba en vida”. Perdía su vida social e incluso se veía mal que se riera en público. La duración de los lutos en la mujer se establecía de la siguiente manera: viuda, el resto de su vida. Padre y suegro, tres años. Hermanos y cuñados, dos años. Abuelos, un año. Tíos carnales, seis meses. Tíos políticos, tres meses

Para el hombre el tiempo del luto era diferente al de la mujer. La distinción de luto en la indumentaria del varón consistía: en los primeros días, riguroso traje negro, o al menos corbata y calcetines negros. Pasada la misa de salida llevaban, incluso en el trabajo del campo, calcetines, un pañuelo, botón, una faja en el brazo cocida, -llamada popularmente “casiano”, y una cinta ladeada en la solapa de la chaqueta, siempre de color negro. El distintivo más llamativo de luto, en el hombre, era el sombrero de paño con una cinta negra de raso, conocida esta cinta con el nombre de “toquilla”, sin la que ningún hombre que tuviera luto salía a la calle. No se salía a la calle sin ir tocado de sombrero negro de ala, que después de una muerte muy sentida se convirtió, para muchos, en llevarlo hasta su propia muerte. Cuando un viudo se disponía a buscar una segunda esposa, “al salir a la calle se subía un ala de la montera, enseñando el forro”. Era el indicador que ya había “aliviado la pena de la muerte de su mujer”. Cuando el sombrero de paño dejó en desuso a la tradicional montera palmera, la señal era elevar el vuelo del ala del sombrero. 

La muerte de un niño no llevaba luto. Se entendía que era un ángel que estaba disfrutando de la Gloria de Dios. Llevarlo se consideraba pecado. Cuando el niño ya había recibido la primera comunión y moría, entonces sí se le ponía luto. El tiempo de duración de este último luto era mayor que el que se llevaba por el fallecimiento de un padre. 

La costumbre del luto era tan importante y respetada por los dolientes que hasta hace relativamente pocos años la representación de los Cuadros Plásticos o Alusivos de la Santa Cruz, en las fiestas del barrio, se repetían el lunes más próximo a la finalización del programa de actos, con el fin que las personas que tuvieran lutos pudieran admirarlos, aún siendo siempre temas bíblicos o sobre la vida de los santos.

Los testamentos de vecinos de La Laguna, como en otros lugares, disponían los “deseos de las honras fúnebres”. Ejemplo de ello valga el otorgado en mayo de 1898 que dice que en la villa de Los Llanos y su pago de Tajuya de la isla de La Palma a las siete de la tarde, ante Manuel Calero Rodríguez otorgó testamento Jesús María Yanes Hernández, a la edad de 70 años, y manifiesta su voluntad de la siguiente manera: “Dejar a elección de sus hijos y herederos todo lo concerniente a su entierro, honras fúnebres y bien de su alma, queriendo que le mande pedir cinco misas rezadas y las de San Gregorio, siempre que nos las mande a aplicar mientras viva y que se entreguen las cantidades para la conservación de los Santos Lugares de Jerusalén”. 

El 30 de octubre, víspera de Todos los Santos –“finado” es la denominación popular en La Palma-, las niñas de La Laguna recorrían el barrio pidiendo limosna por las almas del purgatorio. Este dato nos lo facilitó Ángela Cruz Fernández, nacida en 1913, quien recuerda que muy niña, a la puesta del sol, salían pidiendo por las casas próximas. Aún se recuerda que la víspera del día 1 de noviembre, día de Todos los Santos, las casas de La Laguna permanecían con sus puertas abiertas “a la espera de que entraran las almas de los familiares fallecidos”. Para ello se preparaba una rebosante caja de higos pasados con la tapa abierta, para que “las almas se alimentaran”. En el suelo de las viviendas se preparaba una tabla donde se encendía una vela de cera por cada familiar y otra por las “ánimas benditas”. Se creía que la vela, personalizada, que más rápido se consumía era señal de que el familiar difunto necesitaba más misas u oraciones en su memoria.  

Otra manera de recordar a los seres queridos era encender una luz de fuego, formada con una estopita de algodón, en un plato con aceite. Cada familiar fallecido tenía la suya. En esa noche, al encender las velas por el alma de los familiares difuntos, el matrimonio se daba la mano y a continuación iban pasando los hijos pidiendo la bendición, para más tarde rezar juntos en santo rosario.

El rezo del rosario acompañaba a las familias. Elena Brito Simón (1883-1973) en vez de las clásicas letanías, terminaba con la siguiente bella oración: “En el monte murió Cristo Dios y hombre verdadero, no murió por sus pecados, que murió por los ajenos, en la cruz está clavado con fuertes clavos de hierro. Ni aún la tierra que piso, padre mío la merezco. Algunas veces visito vuestro Santo sacramento. A la hostia consagrada, que se consagra en el templo, ofrezco virgen pura, este rosario te ofrezco. Yo tengo un alma y no mas, a mi Dios se la encomiendo, para que descanse y goce en los reinos de los cielos. Adoremos a Jesús, a María y a José, pidamos misericordia, dígame Señor pequé, suspende Señor tu ira, tu justicia y tu rigor, dulce Jesús de mi vida, misericordia Señor”.

 ...y ayer y hoy, nacimiento, vida y muerte siguen siendo viejas costumbres en nuestro moderno mundo.

 *María Victoria Hernández es cronista oficial de la ciudad de Los Llanos de Aridane (2002), miembro de la Academia Canaria de la Lengua (2009) y de la Real Academia Canaria de Bellas Artes San Miguel Arcángel (2009)