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Los domingos de Juan Viña

Era tan desprendido que no había sillas suficientes para tanto invitado, para tantos hijos, para tantos amigos. Era tan espléndido que no había domingos suficientes para llenarlos con esas comidas que él montaba en el patio de su casa. Es más, si la semana hubiera estado hecha de domingos él hubiera comprado mesas y manteles para cubrirlas con el amor que le caracterizaba y para hacer las comidas necesarias para tanto estómago feliz. Porque Juan Viña organizaba las comidas todos los domingos que alcanzo a recordar. Hacía grandes cantidades de arroz, de garbanzas con bacalao, de macarrones con almejas. ¡Y cómo revolvía los calderos del fuego y cómo rodaba el vino de La Palma en aquella mesa bordada de cariño y alegrías! Era una fiesta de las de antes, de aquellas del campo y la vendimia, de aquellas de recogida de almendras cuando el padre aparecía al mediodía la camisa doblada sobre el codo, el sudor en la frente y los pantalones cubiertos de polvo dispuesto a volcar sobre el plato los grandes cucharones de potaje de trigo y los comensales, en silencio, sin oponerse ante tanta generosidad, ante tanto poderío.

Así eran las comidas de Juan Viña. Todos sentados alrededor de la mesa. Sin rechistar ante el patriarca que mandaba a la hora de servir y en el amor a entregarlo todo, fuera carne o pescado, fueran palabras o gestos. Era el ritual de los días señalados en el calendario de su corazón. Y lo recuerdo, allí, de pie, la voz fuerte cubriendo el patio, las aceras de Villa Hilaria, los árboles del jardín y de la pequeña plaza que había al bajar hacia la ermita de San Cristóbal. Una voz tan sonora que cuando uno traspasaba La Higuerita camino de la guagua para volver a La Laguna, se seguía escuchando como un eco. Porque Juan Viña tenía una voz atronadora, una voz grande, un cuerpo grande y unos brazos grandes que te cubrían por entero cuando llegabas a su casa. Era tan espléndido, tan ancho de pecho y de corazón, tan delicado en sus abrazos, tan frágil en su altura, que nadie podía escapar de su lado.

Y eligió para morir un domingo. A la misma hora de colocar manteles, mesas y sillas para que se sentaran aquellos invitados al festín de su cariño y así alimentar el cuerpo y el alma de todos los que lo amaban. Era tal su grandeza que antes de morir y quedar suspendida la comida de ese domingo 6 de noviembre, rodeado de sus hijos y acariciado por su esposa, fue capaz de decir cuánto la amaba. “Tú has sido el amor de mi vida”. Le dijo. “Qué suerte haberte conocido”. Yo añadiría, aunque ya no pueda oírme: “Suerte la nuestra, Juan Viña, por haberte tenido aunque solo fuera un domingo de nuestras vidas”.

Elsa López

9 de noviembre de 2016

Era tan desprendido que no había sillas suficientes para tanto invitado, para tantos hijos, para tantos amigos. Era tan espléndido que no había domingos suficientes para llenarlos con esas comidas que él montaba en el patio de su casa. Es más, si la semana hubiera estado hecha de domingos él hubiera comprado mesas y manteles para cubrirlas con el amor que le caracterizaba y para hacer las comidas necesarias para tanto estómago feliz. Porque Juan Viña organizaba las comidas todos los domingos que alcanzo a recordar. Hacía grandes cantidades de arroz, de garbanzas con bacalao, de macarrones con almejas. ¡Y cómo revolvía los calderos del fuego y cómo rodaba el vino de La Palma en aquella mesa bordada de cariño y alegrías! Era una fiesta de las de antes, de aquellas del campo y la vendimia, de aquellas de recogida de almendras cuando el padre aparecía al mediodía la camisa doblada sobre el codo, el sudor en la frente y los pantalones cubiertos de polvo dispuesto a volcar sobre el plato los grandes cucharones de potaje de trigo y los comensales, en silencio, sin oponerse ante tanta generosidad, ante tanto poderío.

Así eran las comidas de Juan Viña. Todos sentados alrededor de la mesa. Sin rechistar ante el patriarca que mandaba a la hora de servir y en el amor a entregarlo todo, fuera carne o pescado, fueran palabras o gestos. Era el ritual de los días señalados en el calendario de su corazón. Y lo recuerdo, allí, de pie, la voz fuerte cubriendo el patio, las aceras de Villa Hilaria, los árboles del jardín y de la pequeña plaza que había al bajar hacia la ermita de San Cristóbal. Una voz tan sonora que cuando uno traspasaba La Higuerita camino de la guagua para volver a La Laguna, se seguía escuchando como un eco. Porque Juan Viña tenía una voz atronadora, una voz grande, un cuerpo grande y unos brazos grandes que te cubrían por entero cuando llegabas a su casa. Era tan espléndido, tan ancho de pecho y de corazón, tan delicado en sus abrazos, tan frágil en su altura, que nadie podía escapar de su lado.