Espacio de opinión de La Palma Ahora
Enterrado en los ojos que un día besó (27)
Sor Ácrata, que no necesita dormir, solo adquirir la postura horizontal en la cama durante un par de horas mirando sus fotos en las paredes u olisqueándolas en sus incontables álbumes, colocó las fotos, que hacía un momento le entregó el fotógrafo, en los pocos espacios libres que quedaban en la casa para ello. Se sentó en su despacho, y le escribió una carta, que más tarde le haría llegar, a su vecino.
En ella, le comenta que su casa se le ha quedado pequeña, porque ya no le caben más fotos de ella que colocar, y que estaría, -en función del precio que pida-, interesada en comprarle vacía la de él. Puso la cuartilla dentro de un sobre, lo cerró con los labios, y lo dejó sobre una pequeña mesa al lado de la puerta de entrada de la casa para no olvidarse de ponerla en el buzón, o pasarla por debajo de la puerta de su vecino. Todavía no sabía cómo hacer.
Cogió sus innumerables álbumes de fotos y se fue con todos ellos al dormitorio. Notó una cierta intranquilidad mientras pasaba páginas y páginas de los álbumes, mientras miraba fotos y fotos suyas. No se había quitado el vestido negro con el que inició a Fernando, no lo puede hacer hasta que pasen veinticuatro horas justas de la muerte de Fernando.
Su intranquilidad la llevó a levantarse, sentarse en la cama, llamar por teléfono a un amigo suyo escultor, quedar en pasarlo a buscar por la acera de su casa, ir al baño a maquillarse, coger la carta que le había escrito a su vecino, pasarla por debajo de la puerta, bajar a la calle a coger su seiscientos rojo, recoger a su amigo escultor, e irse a dar una paseo a la Casa Campo con él. El escultor, que esperaba de pie en la acera de su casa entró al coche. “¡Pero estás vestida de negro otra vez! ¿A quién le tocó ahora?” Ella sonrió diciendo que a Fernando. ¡Dios mío, Dios mío! ¡Pero cuántos van ya!- dijo él. Sor Ácrata volvió a sonreír, escondiendo su respuesta, no dijo cuántos iban ya, no dijo cuántos trajes negros llevaba quemados y enterradas sus cenizas en luna llena.
De camino hacia la Casa de Campo le fue comentando al escultor que ella ya tenía una calle en Madrid, la que se llamaba anteriormente Augusto Figueroa, en donde está El Comunista, que iba a poner una estatua de sí misma en la Plaza de Chueca, compositor y revoltoso madrileño, y cambiarle el nombre a la plaza por el de Sor Ácrata, porque ella también era revoltosa y pronto empezaría a aprender a tocar el piano.
Le preguntó a su amigo por el tiempo que podría tardar él en hacer la escultura cuando varios coches de la policía mandaban a circular despacio y parar a los vehículos que transitaban. Había también varias ambulancias y dos cadáveres que habían descubierto un par de prostitutas con sus dos chorlitos intentando estar ocultos de miradas pasajeras, de rendijas. Los cadáveres eran los de la pareja, mexicana ella, palmero él, que Billy había trasladado desde la DGS unas horas antes.
Las prostitutas y los chorlitos le decían a los policías que esos dos cadáveres los había dejado un coche de policía hacía unas pocas horas y que creyeron entrever a Billy el Niño, sacándolos de una lechera policial. Los policías dijeron que en aquella zona existía un asesino múltiple, que ya tenía el nombre del Asesino del Manzanares. Las prostitutas y los chorlitos siguieron diciendo lo mismo, rectificando a aquellos dos policías. Los policías llamaron a uno de sus superiores que se encargó de llevárselos a la DGS y convencerlos de que a quién habían visto era al Terrible Asesino Múltiple del Manzanares, con pelos y señales.
Sor Ácrata resopló dentro del coche que le daba la impresión de que Billy había tenido que ver algo en todo aquello, y luego le volvió a repetir la misma pregunta a su amigo escultor. El escultor le respondió que tres meses trabajando a toda máquina y que esperaba no tener ningún accidente mortal como Fernando colocando el último cartel sobre la última placa de la calle cerca al Comunista.
Eladi Crehuet, que en aquel entonces, como hoy en día, estaba desposeído del miedo a los aviones que tuvo durante una larga temporada de su vida, al recordar a Literato aquella mañana hablando por teléfono con él, se le vinieron a la memoria las clases de boxeo con don Álvaro Rocha, Missipí, en Los Cancajos, y se durmió haciéndose la misma pregunta que cuando era adolescente: “¿Cómo es que mi padre quiere que yo y mi hermano aprendamos boxeo?” Eladi se quedó dormido nada más rozar las sabanas, y no encontró entre sus sueños la repuesta a aquella pregunta que tanto se ha hecho durante toda su vida. Eladi soñó con La ciudad soñada, su libro que iba a escribir algún día, y del que ya corría por la calle un ejemplar.
En La Carmencita, Hiperión y Fernando hablaban como nunca habían hablado durante lo poco que duró sus vidas, dieciséis años. De la edad temprana, junto con Ernesto, en la que se hicieron amigos inseparables en la escuela, cómo continuaron su amistad en el instituto, de la buena química que existió siempre entre ellos, y cómo aquella buena sintonía se fue perdiendo, se perdió, en menos de un trimestre, con el empezar del curso y con aquella nueva profesora que llegó al instituto. Todo aquello se perdió con Sor Ácrata y las iniciaciones con ella en el tantra negro.
Fernando le comentó a Hiperión que quería estar un rato con sus padres en el Hospital, donde aún la funeraria estaba preparando su pijama de madera, y que cuando llegase su cuerpo muerto al tanatorio le gustaría que Hiperión lo acompañase, y hablasen de cómo podían impedir que Sor Acatra se pusiera el traje negro con el que inició a Ernesto.
Todo el salón comedor de La Carmencita quedó recogido, mientras, bebían Cava Integral Brut Nature de Llopart. Los camareros dispusieron las sillas para dar la iniciación sobre el Agua Sagrada de Ruanda. Los comensales de las mesas de alrededor quisieron estar presentes. El Chivato, Ninnette y Lissette dijeron que no había ningún problema, pero que antes había que hacer un juramento, que se lo pensaran bien, por favor, pues si tenía que haber un paso atrás, tenía que ser en ese mismo momento.
Y como las iniciaciones son cosas sagradas: colorín colorado, este cuento se ha acabado por hoy. Lo retomaremos al término de estas iniciaciones, cuando las prostitutas de la Casa de Campo llegaron a la DGS, cuando Billy El Niño cruzó la frontera de España con Portugal, cuando Sor Ácrata fue a posar en casa de su amigo escultor, cuando le sonó el despertador a Eladi Crehuet para volar hacia Madrid, cuando los viejos libertarios tenían pesadillas con los campos de concentración nazis y el del Valle de Los Caídos, cuando los Muchachos paseando como milicianos y bebiendo Licor Cacao Pico no querían dejar entrar la claridad del día que se aproximaba de la misma manera que los milicianos del treinta y seis no querían dejar pasar a los fascistas en Madrid, cuando Fernando e Hiperión se encontraron en el tanatorio para hablar de cómo ayudar a Ernesto para que no perdiese su vida y Sor Ácrata no se pusiese poner el traje negro con él que lo inició, cuando El Charro y su mariachi cantaron la siguiente canción con Maguisa, cuando los padres de Hiperión, Mónica, Amparo y Paloma hablaban con la directora del instituto sobre Sor Ácrata y una vez comenzadas las clases después de Reyes qué medidas tomar con ella en el instituto, cuando la Cofradía del Porro de Hierba lio porros para todos hasta para Hiperión y Fernando, o cuando Carmencita escuchaba a Constantine y a Mikell Norell hablar de sus películas rodadas en Roma.
Sor Ácrata, que no necesita dormir, solo adquirir la postura horizontal en la cama durante un par de horas mirando sus fotos en las paredes u olisqueándolas en sus incontables álbumes, colocó las fotos, que hacía un momento le entregó el fotógrafo, en los pocos espacios libres que quedaban en la casa para ello. Se sentó en su despacho, y le escribió una carta, que más tarde le haría llegar, a su vecino.
En ella, le comenta que su casa se le ha quedado pequeña, porque ya no le caben más fotos de ella que colocar, y que estaría, -en función del precio que pida-, interesada en comprarle vacía la de él. Puso la cuartilla dentro de un sobre, lo cerró con los labios, y lo dejó sobre una pequeña mesa al lado de la puerta de entrada de la casa para no olvidarse de ponerla en el buzón, o pasarla por debajo de la puerta de su vecino. Todavía no sabía cómo hacer.