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La graja viajera

Daniel Delgado Arocha

Apenas el sol despunta, acicala su plumaje negro y brillante con su curvo pico rojizo y se alista para dar inicio a su recorrido por La Palma. Se asoma por la puerta de su nido, que ella misma armó en uno de los riscos de la Caldera de Taburiente, y despega feliz desde allí.

La graja lo hace todos los días, pero para ella no es rutina, lo considera un privilegio. Es algo liberador. Disfruta cada aleteo y cada vista panorámica que tiene de la Isla desde las alturas. Posee una bitácora repetida que cumple al pie de la letra. Siempre comienza desde el sur. Sale con el alba desde la gran Caldera hacia Fuencaliente, sobrevuela las salinas, los faros y el volcán Teneguía. Se conoce todos los senderos de ese sector, arma y une sus líneas como un rompecabezas. Ese es uno de sus juegos favoritos en solitario. El silencio que le regala el viento le permite concentrarse.

Bordea de nuevo la Caldera y sigue hacia Santa Cruz. Si hay cruceros en el muelle hace un vuelo rasante para saludar a los turistas que arriban a la capital para recorrer la Isla Bonita por tierra. No tienen su ventaja. Y si la tuvieran, se irían más enamorados de estas tierras.

San Andrés y Sauces, también Barlovento, siguen en su itinerario. Arrecia el viento, así que baja unos metros para resguardarse y aprovecha para admirar de cerca las aguas cristalinas del Charco Azul y de La Fajana. Asegura que si esas piscinas no fueran de agua salada se bañara allí con gusto. Es tan atrevida que quizás un día no aguante las ganas y pruebe un chapuzón en el mar.

Se acerca la hora del almuerzo, y qué mejor lugar para darse banquete que el Bosque de Los Tilos. En esa inmensidad verde la graja se deleita con la variedad de insectos y el agua abundante y fresca que le ofrece ese pulmón natural de La Palma. Uno que otro día cambia su restaurante a Marcos y Cordero, un poco más adelante. De cualquiera de los dos sale satisfecha.

Ya con las pilas recargadas, retoma su paseo aéreo. La próxima estación es Garafía, donde juguetea y muestra su agilidad zigzagueando entre las aspas de algunos de los viejos molinos que adornan esa localidad, y bromea con las cabras en los numerosos corrales de este pueblo productor del delicioso queso palmero. Pasa por los parques La Zarza y La Zarcita para ver si encuentra nuevos petroglifos de los benahoaritas. Dice que desde arriba siempre consigue algunos que los humanos no han visto aún.

Toma aire, estira sus alas al máximo y se concentra. Es la etapa más fuerte pero más hermosa de su travesía: el Roque de Los Muchachos. Aplica más potencia para tomar altura. Apenas divisa los gigantes calvos blancos, como llama a los observatorios, sabe que llegó sana y salva. Allí se toma otro descanso y comparte aperitivos con algunos cuervos que merodean por el lugar. Hablan de las estrellas, de la nevada de principios de año, del calorón de este verano, y también comentan tristes, todavía temerosos, el desastre que causó el demonio rojo, ese que volvió hace unos días para quemar su hogar. Tenían 7 años que no lo veían, y esperan que no vuelva nunca más.

La graja se despide y sigue su rumbo, esta vez hacia la costa de Tazacorte. Siempre procura pasar por allí cuando va cayendo el sol para contemplar sus atardeceres increíbles. A veces espera también en Puerto Naos, otro buen punto para deleitarse con el adiós del astro rey. Sobrevuela los platanales de Los Llanos de Aridane bañados por los rayos del sol, sigue y roza con sus patas la torre de la Iglesia de Nuestra Señora de Bonanza, en El Paso, para tomar impulso, llegar a toda velocidad a su hogar y poner punto final a otro divertido y gratificante recorrido por la Isla Bonita.

La graja se acurruca en su nido, y como todas las noches, antes de cerrar sus ojos se despide de su vecino, el líder indígena benahoarita Tanausú, quien, viendo hacia las estrellas, la arrulla en la Caldera con sus heroicas historias.

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