El papel de la mujer en la sociedad, en general, y en el arte, en concreto, durante demasiado tiempo, ha estado marcado por la imagen categorizada del género. Si hacemos un rápido recorrido por las grandes obras “más reconocidas” podemos apreciar su lugar como: madre, musa, esposa, hija u objeto de deseo sexual masculino…, pero, tristemente, casi nunca, como persona independiente, sin ningún título atributivo más que el de su propia identidad.
En 1971, Linda Nochlin se preguntaba por la inexistencia de grandes mujeres artistas durante la historia del arte y nos explicaba cómo, la gran mayoría de las veces, tratamos de responder a la pregunta tal y como se ha planteado, lanzando al aire todos aquellos nombres invisibilizados, rescatando del olvido algunos como: Judith Leyster, Élisabeth Vigée Le Brun, Mary Cassatt, Artemisia Gentileschi o más de actualidad, Maruja Mallo, Ana Mendieta, Frida Kahlo, Marina Abramovic, Annie Leibovitz…, mostrándonos algunas que están, pero que ni de lejos son todas las que son.
Dibujándonos una figura de la mujer silenciada por la historiografía dominante y construyéndonos una concepción de la historia del arte parcial que ha sido marcada por el hombre blanco europeo. Pero lo cierto es y, coincidiendo con esta historiadora y escritora estadounidense, que no ha habido equivalentes femeninos a los grandes artistas como Miguel Ángel o Rembrandt, del mismo modo que no existen equivalentes afroamericanos o musulmanes. Porque el arte, como el deporte, la política, la ciencia o la literatura, ha estado marcado por aquellos que han tenido la suerte de nacer hombres, blancos y, preferentemente, de clase media alta.
Deberíamos realizar un análisis proporcional de todos aquellos pintores y escultores considerados como genios, que son, de la misma manera, provenientes de familias pudientes o incluso, con parientes cercanos a esas ramas artísticas. Por supuesto que no se puede negar la existencia de perfiles que escapan de este sesgo, pero generalmente, la solución al problema no se encuentra únicamente en el género, que también, sino en la raza, etnia y clase social. Conocemos a Jean-Michel Basquiat, Abanindranath Tagore, Katsushika Hokusai, Aida Muluneh…, pero desconocemos cuántos más artistas de esta índole existieron en el mundo, ignoramos el posible potencial artístico que se encuentra en la India o Vietnam, o bajo las arrugas de innumerables personas.
En 1929, Virginia Woolf escribía: “durante la mayor parte de la historia, Anónimo era una mujer”, una mujer que firmaba bajo seudónimo o bajo el yugo de su marido, una mujer, pero también, un hombre, un hombre encerrado en cuerpo de mujer, un hombre de color o pobre…, una sombra de todos aquellos a los que se les permitía firmar bajo su verdadero nombre. A día de hoy, en muchos casos, Anónimo sigue en pie, sigue luchando por salir a la luz en muchas ramas del conocimiento con corte machista, sigue avanzando a pasos de tortuga entre aquellos que se consideran dignos por el simple hecho de haber nacido en el lugar correcto, sigue aferrando el lápiz entre sus manos y garabateando con fuerza su nombre y apellidos, hasta que la marca sea lo suficientemente fuerte para que el resto del mundo la vea.
Las preguntas que nos hacemos sin cesar, con reproche y vehemencia, de: ¿por qué no ha habido grandes mujeres artistas? O, ¿por qué los genios en el arte se enuncian bajo un corte eurocéntrico? Es solo la sombra de la verdadera cuestión: ¿por qué se consideran a estos grupos minoritarios como responsables de dar respuesta a tales cuestiones? Y más rotundamente, ¿qué entendemos por grandeza en la actualidad y quién dicta los límites de esa palabra?