En mi familia es de uso común referirnos a alguien que ya no puede con más problemas con la expresión “está desbordado”, es decir estás en ese punto en que el estrés y la depresión estrechan lazos contigo y es que ya hace tiempo que somos hijos del agobio, como se titulaba aquel disco de Triana. Estos últimos días hasta el mar está desbordado anegando casas imprudentemente asomadas a las olas, rompiendo lanchas pesqueras, poniendo en apuros a bañistas que se han salvado porque nuestro mar sabe perfectamente que los palmeros le tenemos veneración y que además ya sumamos demasiadas catastróficas desdichas. He visto olas gigantes blanqueando el Charco Azul, pasando por encima de coches con ínfulas de anfibios, bañando parejas que se hacían selfis letales con las olas, en fin, ya sabemos que somos seres ancestrales civilizados recientemente y las tormentas, los mares encrespados, los eclipses, incendios, etc., nos ponen, como esos niños que se acercan aterrorizados a perros de razas prohibidas, los tocan y luego se echan a correr gritando como posesos. Así somos, volveremos a ver nubes de cigarrones tapando el sol, cubas de agua llevando agua potable a los pueblos, turistas desesperados nadando aguas abajo por los barrancos, incluso puede que veamos pasar ante nuestras climáticas narices a la infranqueable Greta Thunberg agarrada a la punta de un iceberg, le haremos algunas fotos para Instagram y a otra cosa mariposa. Menos mal que la Santa Bonificación del sesenta por ciento ha vuelto a bajar de los cielos.