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Opinión - Un tercio de los españoles no entienden lo que leen. Por Rosa María Artal

Historias posibles: El boleto

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El ruido producido por la llave al girar en la cerradura de la puerta de acceso a la vivienda, la invade de temor y angustia. “¡Ay, virgencita, que venga muy borracho, muy borracho, y se acueste!”, suplica María con voz trémula, al tiempo que se apresura a sacar de la cuna a su bebé y lo estrecha contra su pecho, depositando en ese gesto toda su esperanza de clemencia.

María está convencida de que la crisis económica que atenaza al país es la causa de todos sus males. Si al menos él pudiera conseguir un trabajo, un trabajo digno; no como ese último que le ofrecieron: ¡talar y picar monte para producir estiércol en una granja de vacas!

Tiene sus esperanzas puestas en poder conseguir una plaza para el bebé en la guardería municipal en los próximos meses, y entonces ella podrá dedicarse a trabajar por horas en la limpieza de algunas casas de la vecindad. Que él se quede en casa con el niño mientras ella trabaja, ni se lo plantea. Además de que él de eso no entiende, ambos están de acuerdo en que esa es una tarea impropia de un hombre. Aparte de que la relación de él con el niño es ambivalente, tan pronto se cree el mejor padre del mundo, prometiendo un futuro de fábula para el bebé, como este pasa a ser la causa principal de todos los males que lo aquejan. Ambos sentimientos van aparejados al nivel de toxicidad de su sangre. Su desbordamiento paternal se manifiesta con palabras grandilocuentes, desgranadas con voz monocorde y cansina y con la mirada perdida de unos ojos rojos y aguados. Y siempre reitera: “Tú y el niño son lo más grande que me ha pasado. Son mi riqueza, y por ustedes estoy dispuesto a dar la vida. ¡Ven aquí, amor mío, ven aquí!”.

María, sumisa, se deja hacer, y hasta es posible que ella abandone la cama y él siga dormido. “¡Que siga dormido, virgencita, que siga dormido!”.

El golpe se expande por toda la cabeza y el dolor va paralelo al sentimiento de culpa por su incapacidad. Luego, una bofetada y el sabor de la sangre caliente que llega a la boca por un hilo que mana de la nariz. Hoy la virgen no atendió sus súplicas: “¡Que venga borracho, virgencita, que venga borracho!”. No puede ni intenta protegerse: sus brazos aferran el cuerpecito de su bebé contra su pecho. El llanto del niño ahuyenta los golpes.

?Una sopa de sobre y una ensalada. La nevera vacía, sin una puta cerveza. Y mi mujer todo el día con el niño en brazos, como si fuera una niña con su muñeca. A ver si aprendes a ser una mujer de una puta vez.

Al cese del ruido de la llave en la cerradura le siguió el sonido agudo de unas bisagras mal engrasadas. “¡Ay, virgencita, que venga muy borracho, muy borracho y se acueste!”.

Su andar decidido, dirigiéndose a la nevera en busca de una cerveza, su mirada furtiva y el ceño grave fueron señales que ella captó de inmediato, y su cuerpo comenzó a estremecerse a intervalos, cada vez más breves. En silencio y cabizbaja, se dispuso a preparar unos canapés de chorizo para que le sirvieran de acompañamiento a la cerveza.

Sentado en el sofá y con los pies apoyados sobre la pequeña mesa que se sitúa delante, hace zapping en el televisor con una mano, mientras que con la otra apura tragos de la botella. Un canal local inicia una noticia que atrae su interés: al parecer, uno de los únicos tres acertantes del máximo premio del último sorteo de la primitiva ha recaído en un boleto sellado en la localidad, aunque no se sabe quién ha sido el afortunado. Instintivamente, sus manos se desprenden del mando y la botella, y con avidez busca en la cartera el resguardo que el día anterior adquirió. Por más que mira en todos los recovecos de la misma, en todos los bolsillos de su pantalón y camisa, no lo encuentra.

Toma de nuevo el mando y activa el teletexto y busca loterías y apuestas. Nervioso, apunta la serie de números que ha sido agraciada, y la cuantía, cuyo significado real no alcanza a comprender del todo bien, pero es muchísimo, muchísimo dinero. Se levanta y se afana en la búsqueda del resguardo, llevando consigo la serie de números recién anotada a la que mira una y otra vez. Mientras aumenta la desesperación en la búsqueda, en su cerebro ofuscado se va formando la idea de que esos números forman parte de su boleto desaparecido.

María lo observa en silencio, y el pánico la invade a medida que en él aumenta la agitación, pero no se atreve a preguntarle qué le ocurre. La experiencia le aconseja que es mejor callarse. Sumisa, se acerca con el niño en brazos y, en una mano, el pequeño plato con los canapés.

?¿Dónde está el pantalón que tenía ayer?

?Lo? lo lavé y está en la tendedera. Se? seguramente ya está seco. Si quieres? si quieres ponértelo te lo plancho ?dijo con voz quebrada.

La empujó bruscamente con su brazo derecho, que la hizo tambalear, y se lanzó frenético a la solana, en busca del pantalón. Sus ojos echaron fuego cuando de uno de los bolsillos extrajo un descolorido y desecho papel, del que nada se podía leer, pero que evidenciaba que era el resguardo perdido.

?Mira lo que has hecho. Me has arruinado la vida, inútil. Un boleto con el máximo premio y que tú has destruido como lo has hecho con mi vida.

?Yo? yo? ?solo acertó a decir María.

Un fuerte golpe impactó en su rostro, que la hizo retroceder varios pasos, hasta hacerla caer de espaldas al suelo, donde quedó inconsciente, con el niño llorando sobre su pecho. El ensañamiento posterior ya ella no lo sintió.

Aunque le parecía un mal sueño y no daba crédito al panorama que se representaba a su vista, poco a poco la enajenación fue dando paso al nerviosismo y a la evidencia. Acertó a marcar en su teléfono móvil el número 112, dio las señas y esperó.

Poco tiempo necesitó el juez para tomarle declaración al presunto culpable del doble crimen de una madre y su hijo, para el que decretó prisión incondicional.

Con las esposas puestas, el reo fue conducido por una pareja de guardias civiles a un coche celular para su traslado a la prisión, sin poder dejar de oír los insultos que le dirigía un grupo de ciudadanos, apostados a la puerta del juzgado, y que de no ser por los numerosos guardias urbanos, que en cumplimiento de su deber lo impedía, allí mismo hubiese sido linchado. El vehículo inició la marcha y, después de unos pocos cientos de metros, al pasar por uno de los barrios más populares de la localidad, los estampidos de fuegos de artificio evidenciaron que algo se estaba celebrando.

Uno de los guardias civiles que custodiaban al prisionero le preguntó al conductor si sabía la causa del improvisado festejo.

?¿No se han enterado? ?dijo el conductor?. Bueno, todo el mundo está como loco. Una peña del barrio ha ganado un boleto millonario en el sorteo de la primitiva.

?¡Caramba, menos mal que también hoy en esta ciudad hay alegría ?dijo uno de los guardias civiles.

?Risas y llantos. Así transcurre la vida ?comentó el otro guardia.

El presunto culpable con el rostro demudado y con la mirada fija en los guardias civiles, preguntó:

?Entonces?, ¿mi boleto no era el premiado?

Los guardias civiles tomaron la pregunta del reo como un delirio propio de una mente desquiciada por lo que acababa de hacer.

El ruido producido por la llave al girar en la cerradura de la puerta de acceso a la vivienda, la invade de temor y angustia. “¡Ay, virgencita, que venga muy borracho, muy borracho, y se acueste!”, suplica María con voz trémula, al tiempo que se apresura a sacar de la cuna a su bebé y lo estrecha contra su pecho, depositando en ese gesto toda su esperanza de clemencia.

María está convencida de que la crisis económica que atenaza al país es la causa de todos sus males. Si al menos él pudiera conseguir un trabajo, un trabajo digno; no como ese último que le ofrecieron: ¡talar y picar monte para producir estiércol en una granja de vacas!