Espacio de opinión de La Palma Ahora
Historias posibles: No hay brindis
El zumbido intermitente atrae la atención de la mujer, que está sentada en una vieja mecedora de cedro en el porche de su vivienda. Agudiza el oído y la mirada, en un intento por localizar al insecto que la ha sacado de su ensimismamiento. Busca en las ramas del naranjo del patio, se fija en la tela de araña tejida en el romero seco y en el pequeño muro que delimita el parterre. Nada, el zumbido ha cesado y el silencio no la orienta. Repasa una y otra vez toda la zona, y sigue sin ver nada. Cuando está casi segura de que el insecto levantó el vuelo y se dispone a sumirse en sus reiterados pensamientos, el zumbido, ahora más intenso, se oye de nuevo. Y allí está, en el suelo, apenas a unos pasos de su mecedora, moviéndose con gran dificultad. Se trata de un abejón, de un abejón que no tiene raya blanca en el dorso, lo que le confirma que se trata de un macho. Sus alas parecen tener dificultad para desplegarse, y con cada impulso, acompañado del zumbido, apenas si logra levantarse unos milímetros. Un nuevo intento lo deja ladeado y con la mitad de sus patas agitándose al aire desesperadamente. Después de un largo rato de lucha titánica, logra que una de sus patas se afiance en una pequeña ramita de romero que está en el suelo próxima a su cuerpo, y, con mucha dificultad, consigue ponerse de pie y se queda estático.
Ella lo interpreta como la necesaria recuperación de fuerzas, antes de que pruebe de nuevo a levantar el vuelo. Fija atentamente su mirada en el dorso del insecto y observa que sus alas están humedecidas. Seguramente, la débil lluvia de la tarde anterior lo sorprendió libando extasiado en alguna de las infinitas flores de azahar que blanquean el naranjo del patio y, con el cuerpo aterido por el frío de la noche húmeda, ha sido incapaz de levantar el vuelo.
La vida del abejón cuelga de un hilo. Su suerte depende de la posibilidad de levantar el vuelo y, por ahora, no lo logra. A ella le parece que con cada intento sus fuerzas irán disminuyendo. Sonríe melancólicamente cuando compara su situación con la del insecto, y concluye que ambas son de emergencia. No es que haya perdido el trabajo, la pensión o la vivienda; no es que se haya separado recientemente de su pareja y no encuentre calor en las frías sábanas, no. Nunca tuvo trabajo ni le preocupó tenerlo; sólo cobra una pequeña pensión no contributiva; tiene por vivienda una decadente y destartalada casa, herencia de sus progenitores; y no se ha separado recientemente de ninguna pareja porque nunca la tuvo estable, ni la deseó. Lo que la tiene sumida en el desasosiego es el poder comer a diario. La pensión no alcanza para sus mínimos gastos y la situación está pintando de tal manera que ahora resulta extraño ver una inauguración de cualquier forma de arte y, si alguna logra abrirse paso, no hay brindis que la remate. Ella, que tenía la cumplida relación de todos los actos inaugurales, era la primera en vararse a la mesa de los canapés, y sabía como nadie elogiar la obra apenas vista, cuyos catálogos se agenciaba con antelación. Recorría las salas de la ciudad degustando vinos y tapas y granjeándose la amistad de los autores. “Maldita crisis ?se lamenta?. Ahora las instituciones no pagan brindis porque no son tiempos para patrocinar cultura”.
El abejón emite un zumbido prolongado mientras logra avanzar penosamente hacia la parte soleada del patio, donde las sombras de las ramas del naranjo no llegan. Apenas alcanza la frontera entre las sombras y la luz, se para y vuelve a quedarse quieto. “Pobre animalito, está haciendo esfuerzos ímprobos por sobrevivir” ?musita ella en voz baja, volviendo de nuevo su atención al insecto?. Transcurridos unos minutos, el abejón consigue extender sus alas y sacude múltiples gotitas de su dorso, liberándose de peso y humedad.
Ella nunca ha cultivado amistades permanentes que pudieran terminar conociendo demasiados detalles de su vida. Siempre ha intentado transmitir la imagen de una mujer culta, celosa de su privacidad y solvente en lo económico. Un estatus de pura apariencia que realmente oculta una vida de restricciones y carencias. Ahora, sin inauguraciones con brindis, su situación es muy preocupante. Está convencida de que los políticos también echan en falta ese tipo de actos tanto como ella, porque es un medio para pavonearse, para simular su gran preocupación por la cultura y, sobre todo, para recibir lisonjas; pero no se lleva inaugurar actos culturales en época de crisis. Ellos pueden seguir comiendo, pero a ella la asfixia la precariedad. Si hace tiempo hubiera reflexionado que ante cualquier crisis la cultura es la primera afectada, ahora, quizás, estaría en disposición de una alternativa para su modo de vivir, pero, así de pronto y angustiada, su mente no encuentra ninguna que sea digna de su estatus social.
Una y otra vez el zumbido se repite y de nuevo atrae su atención. Con cada zumbido el insecto se levanta unos centímetros del suelo y cae en equilibrio. No puede dejar de admirar el esfuerzo por sobrevivir de ese pequeño ser que, engolosinado por el néctar de una cautivadora flor, se dejó sorprender por la lluvia, que lo dejó al borde de la muerte, de la que aún no parece estar del todo libre. Con un nuevo impulso, el abejón logra realizar un corto vuelo, hasta una de las ramas del romero seco, muy cerca de la peligrosa telaraña. Abre y cierra sus alas como si comprobara su aptitud para volar. Luego, pasa alternativamente sus patas delanteras por sus ojos, tal vez limpiándolos de todo lo que nubla su visión. Así permanece un buen rato. Mientras, una araña acecha.
Ella podría, ayudándose de cualquier pequeña rama, evitar un mortal ataque de la araña: bien alejando al abejón, o bien rompiendo la telaraña. Pero no hace nada. Es como si quisiera ver hasta dónde es capaz de sobreponerse un ser que está inmerso en una tragedia. Si logra volar, podrá reponerse y comida no le faltará, porque la Naturaleza es generosa. Así que está decidida a ver cuál es el final del drama, representado en el pequeño teatro del que ella es espectadora de primera fila.
La araña se mueve sigilosa, mientras el abejón continúa con su acicalamiento, ajeno al nuevo peligro. Los rayos de sol reflejan en los hilos de araña rosarios de cuentitas de gotas que se van deshaciendo con el paso de la araña. Una de las gotas cae justo delante de los ojos del abejón, que, escarmentado y horrorizado en su sensibilidad animal, reúne todas las energías que su debilitado cuerpo le permite y levanta vuelo en el preciso instante en que la araña se dispone a realizar su ponzoñoso ataque.
Ella no puede reprimir una exclamación de júbilo y un sentido aplauso con sus dos dedos índices. La salvación del abejón la siente como propia. Contempla, con la respiración contenida, el vuelo del minúsculo animal, que describe una trayectoria en espiral a baja distancia del suelo, hasta que, poco a poco, se va elevando emitiendo un zumbido armónico y continuado. Sobrevuela dos veces la copa del naranjo, como si quisiera extasiarse del aroma de azahar y, luego, se acerca a la cabeza de ella y gira varias veces a su alrededor, hasta que se eleva con rapidez y se pierde en la claridad del día.
“¡Lo consiguió! ?exclama ella?. Este insecto me acaba de dar una lección. Yo también sobreviviré a esta dichosa crisis. Mi madre decía que cuando un abejón gira alrededor de la cabeza de una persona, le trae buena suerte”.
El cuerpo de la mujer comienza a relajarse tanto física como psíquicamente, porque a su mente acuden ideas que le parecen salvadoras. Se levanta de la mecedora, cierra la puerta de la casa y se aleja con decisión. Se siente segura de su plan.
?Su compromiso es admirable. Propio de corazones virtuosos ?dice el cura, cuando ella termina de hacerle su propuesta?. Usted, que lo tiene todo y que puede vivir tranquilamente en la opulencia, se sacrifica por los más necesitados ofreciéndose a servir en el comedor de la beneficencia y compartir con ellos unos humildes alimentos. Ojalá hubiera muchas personas como usted. ¡Qué Dios la bendiga!
El zumbido intermitente atrae la atención de la mujer, que está sentada en una vieja mecedora de cedro en el porche de su vivienda. Agudiza el oído y la mirada, en un intento por localizar al insecto que la ha sacado de su ensimismamiento. Busca en las ramas del naranjo del patio, se fija en la tela de araña tejida en el romero seco y en el pequeño muro que delimita el parterre. Nada, el zumbido ha cesado y el silencio no la orienta. Repasa una y otra vez toda la zona, y sigue sin ver nada. Cuando está casi segura de que el insecto levantó el vuelo y se dispone a sumirse en sus reiterados pensamientos, el zumbido, ahora más intenso, se oye de nuevo. Y allí está, en el suelo, apenas a unos pasos de su mecedora, moviéndose con gran dificultad. Se trata de un abejón, de un abejón que no tiene raya blanca en el dorso, lo que le confirma que se trata de un macho. Sus alas parecen tener dificultad para desplegarse, y con cada impulso, acompañado del zumbido, apenas si logra levantarse unos milímetros. Un nuevo intento lo deja ladeado y con la mitad de sus patas agitándose al aire desesperadamente. Después de un largo rato de lucha titánica, logra que una de sus patas se afiance en una pequeña ramita de romero que está en el suelo próxima a su cuerpo, y, con mucha dificultad, consigue ponerse de pie y se queda estático.
Ella lo interpreta como la necesaria recuperación de fuerzas, antes de que pruebe de nuevo a levantar el vuelo. Fija atentamente su mirada en el dorso del insecto y observa que sus alas están humedecidas. Seguramente, la débil lluvia de la tarde anterior lo sorprendió libando extasiado en alguna de las infinitas flores de azahar que blanquean el naranjo del patio y, con el cuerpo aterido por el frío de la noche húmeda, ha sido incapaz de levantar el vuelo.