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Historias posibles: La verdad oculta

José Antonio Martín Corujo

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El rostro de María reflejaba melancolía y un cierto aire de ausencia. El paso de los años no la había liberado de la pena vieja, que al poco tiempo de su desliz se instaló para siempre en su corazón. Estaba convencida de que, de haberse opuesto, no hubiese sido nunca forzada, ni siquiera chantajeada. Su juventud y su innegable belleza despertaron los ocultos deseos del patrón, veinticinco años mayor que ella, quien primero fue sembrando sutiles halagos alusivos a su diligencia laboral y, luego, a sus encantos femeninos, y que poquito a poco fueron siendo más explícitos y sostenidos. “María —le dijo un día—, me gustaría que me aconsejaras qué regalo podría hacerle a doña Faustina para su cumpleaños”. Con la excusa de los más peregrinos asuntos, el patrón solicitaba cada vez más su opinión, apresurándose a valorarla como determinante en la toma de sus decisiones. El concepto que María tenía de sí misma rozó las nubes cuando el patrón comenzó a compartir con ella confidencias que él se apresuraba a decirle que ni doña Faustina conocía. “Si tuviera tu edad, y no estuviera casado con doña Faustina, ten la certeza de que no cejaría hasta llevarte al altar”, le decía cada vez con más frecuencia.

La penuria era compañera inseparable de la familia de María. Tenía asumida la resignación divina de su estatus social, resultado del destino que Dios le había reservado. El trabajo en la casa de don Honorato y doña Faustina fue considerado, por ella y por sus padres, como el máximo privilegio al que una chica de su clase podía aspirar y, por eso, se prometió a sí misma desempeñarlo con toda eficiencia, con el fin de conservarlo y poder paliar las estrecheces de su familia. Pronto, sus virtudes de mujer hacendosa fueron reconocidas por doña Faustina, quien comentó con su marido el acierto que habían tenido al contratar a la joven.

Sentada en el viejo sofá frente al televisor, la mente de María viajaba constantemente al pasado, que revivía en soledad. No contaba nada a sus hijos y nietos, como a menudo ocurre con la gente de su edad. Taciturna, permanecía largas horas sentada frente al televisor, casi siempre sin ningún interés por lo que en la pantalla se mostraba, o bordando un mantel infinito, porque entre puntada y puntada evocaba una estación de su vida. “Nos faltaron palabras, mi amor, y nos sobraron silencios —musitaba con frecuencia, al recordar a su marido—. Nunca dejé de quererte”. La curiosidad por sentirse por unos instantes formando parte del mundo de los privilegiados, la complacencia de sentirse más deseada que la dueña del hogar para la que trabajaba y el no atreverse a decir no a quien diariamente la subía a un pedestal, la condujeron a esa estación de su vida, la que más escozor le producía.

María experimentó las tardías sensaciones del amor en silencio, porque cuando el cariño que sentía por Rubén abrió paso a la atracción de buena ley, el largo tiempo transcurrido convirtió en tabú el decir “te quiero”. María se casó con Rubén para ocultar una evidencia vergonzosa y él, sumido en el éxtasis de la felicidad, al ver cumplido su sueño de amor, nunca se lo reprochó. Rubén estaba perdidamente enamorado de María. Las palas de las tuneras eran testigos visibles de los corazones asaeteados, impresos en ellas con las iniciales de ambos, que él furtivamente dibujaba en el ocaso de las tardes, de regreso a la casa, después de una jornada de trabajo extenuante en las tierras de don Honorato.

Las gratificantes palabras que don Honorato le dedicaba, y la creciente confianza con que se iban tratando, hicieron invisible la red en la que él la iba envolviendo. Comenzó a creer que sólo el destiempo fue la causa real de que ella no fuera la señora del patrón, y comenzó a soñar despierta cómo habría sido su vida sin las estrecheces que la escasez le imponía. A menudo, cuando estaba junto a doña Faustina, saboreaba las mieles de la satisfacción que le proporcionaba el compartir secretos con el patrón, alguno de los cuales tenía que ver con ciertas intimidades inconfesables que implicaban a su propia esposa.

Después de cada encuentro pasional entre María y don Honorato, ella se sentía confusa e invadida por un sentimiento de culpa. La satisfacción que al principio sentía ante doña Faustina, por la cada vez más secreta intimidad que compartía con su marido, se convirtió en desprecio hacia sí misma, al traicionar la confianza que la patrona, desde el primer momento, había depositado en ella. También se fue convenciendo de que no era más que un objeto de uso para placer del señor, y que pretender retenerlo a su lado sería como intentar atrapar una nube amarrándola a una cuerda. La vergüenza, el miedo y el sentimiento de culpa pronto hicieron aborrecibles los encuentros con el patrón, al que, sin embargo, nada reprochaba.

El pánico se apoderó de María cuando la duda dio paso a la evidencia: estaba embarazada. Decidió comunicárselo a don Honorato, no para que él asumiera responsabilidades, sino para que la aconsejara, porque se sentía totalmente desvalida. “Cásate de inmediato con Rubén —le dijo sin inmutarse, como si estuviera esperando la noticia—. Sí, sí, con ese chico que me tiene todas las palas de las tuneras garabateadas con declaraciones de amor por ti”.

María tuvo siempre grabada en su mente la foto fija de la cara de sorpresa y de incredulidad de Rubén, cuando le dijo que sí, que estaba decidida a complacer sus requerimientos matrimoniales, pero que tenía que ser inmediatamente.

Nunca se había sentido atraída por él y las conversaciones entre ellos apenas si habían llegado más allá de un lacónico saludo, que, sin embargo, él sentía como cercano a una declaración de amor. Cuando el cariño fue dando paso al amor tardío y no confesado, María se dolía de no encontrar las palabras ni de ser capaz de contarle a Rubén la verdad que, con amargura, ocultaba. Se emocionaba cada vez que recordaba el día, muchos años después de la boda, en que ya tenían su propia casa con un pequeño huerto. En ese huerto Rubén la encontró sollozando junto a la única pala de tunera, que él acababa de plantar en un rincón y en la que había grabado, como lo hacía en su juventud, un corazón atravesado por una flecha y con sus nombres completos. Fueron el abrazo y el beso más tiernos sentidos en toda su vida, y cuando quiso musitar, con palabras trémulas, cuánto lo amaba y decidió pedirle perdón por el engaño, él apoyó su dedo índice en sus labios y, con una sonrisa, le suplicó silencio.

María fue consciente de que su tiempo se estaba acabando. Hacía más de treinta años que don Honorato y doña Faustina habían dejado este mundo, legando a su único hijo una enorme fortuna, que él se encargó de acrecentar con una vida casi por completo dedicada al trabajo. Con algunos años más que María, el hijo de su patrón nunca mostró interés por el matrimonio. En el pueblo se le tuvo siempre por un recalcitrante misógino. También hacía cinco años que Rubén había fallecido, dejando en María un enorme vacío que acrecentaba su perenne estado de melancolía y su expresión ausente.

Frente a la pantalla del televisor, que habitualmente miraba pero no veía, María se sintió atraída por el titular de una noticia. De su rostro se borró la melancolía y la ausencia, y asomó la chispa de quien se siente fuertemente atraído por un tema que considera de vital importancia. Escuchó atentamente el desarrollo de la novedad y su viejo corazón se encabritó con lo que acababa de oír. Con la respiración jadeante y todo su cuerpo completamente temblando, llamó por teléfono a uno de sus nietos, que recientemente se había licenciado en derecho. A trompicones le expuso la noticia que acababa de oír, y le pidió que la confirmara para ver si lo que ella había sacado en claro era correcto. Días después, él le corroboró que, en líneas generales, sí era lo que ella había interpretado y, extrañado, no dudó en preguntarle cuál era el motivo de su interés. Pero no obtuvo respuesta. En las jornadas siguientes, María se mostró preocupada, como si estuviera frente a un problema de difícil resolución.

El día en que le comunicaron el fallecimiento del hijo de don Honorato, doña María decidió que era el momento. Llamó a su hijo mayor y le pidió que, en cuanto pudiera, pasara a verla, porque tenía algo importante que decirle. Cuando estuvo a solas con su vástago, le dijo que su mayor deseo era que él siempre se sintiera muy orgulloso del padre que había tenido, porque Rubén había sido un marido ejemplar y un padre no menos modélico. Él se sorprendió de que su madre pusiera ahora sus sentimientos en duda. ¡Claro que se sentía muy orgulloso de su padre! ¿A qué venían esas dudas? “La única culpable, si es que hubo alguien culpable, fui yo”, insistió ella con los ojos a punto de desbordarse por las lágrimas que afloraron. “Todo esto te lo digo porque tu padre no fue quien te engendró. El autor de tus días fue don Honorato”. El hijo, que no daba crédito a lo que oía, se dejó caer en el sillón y se tapó la cara con ambas manos, permaneciendo en ese estado unos instantes, que a ella se le antojaron eternos. Luego, poquito a poco, ella le fue desgranando esa estación de su vida, insistiendo, cuidadosamente, en que su concepción no fue el resultado de una situación forzada.

Cuando su hijo comenzó a digerir cuál era su origen, ella le comentó la noticia que había confirmado con su nieto: “Tú eres ahora el único heredero de don Honorato —le dijo con decisión—. Además de mi testimonio ante notario, tendrás que solicitar una prueba genética”.

María falleció antes de que su hijo fuera confirmado como único heredero de la inmensa fortuna de don Honorato y de la de su hijo legítimo, pero tuvo la satisfacción de ver demostrada la auténtica paternidad de su hijo, después de que, por orden judicial, el cadáver de su antiguo amo fuera exhumado.

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