El mundo está cambiando, los límites culturales y territoriales se encuentran desdibujados, los flujos migratorios se han vuelto una realidad en muchos hogares, el avance tecnológico y la digitalización nos ha permitido conectarnos virtualmente con rostros diversos, la globalización ha contribuido a que personas de distinta índole se encuentren más unidas que en ningún otro momento histórico. El mundo está cambiando, pero a pesar de estas circunstancias, las fronteras entre unos y otros se alzan cada día más fuertes y altas, las olas de racismo y discriminación avanzan por diversos territorios del planeta, alimentados por ideologías que nos bañan con su discurso de odio a su paso, la violencia está en las calles. El mundo está cambiando y, aun así, seguimos reproduciendo el dolor del ayer.
En el mes de julio en Murcia, un hombre asesina a otro de origen marroquí, entre el sonido de los disparos, las palabras “no quiero moros” resuenan alto y claro. El pasado sábado, muere un joven linchado al grito de “maricón” en A Coruña. En diversos medios de comunicación podemos ver cómo los delitos de odio han ido aumentando a lo largo de los últimos años en España, mostrándonos que estos hechos no son aislados. Estas dos pérdidas injustificadas, nos llevan a pensar en las cientos de personas que serán enterradas en otros lugares del planeta por el simple hecho de ser quienes son y no poder ni querer ocultarlo. Personas que, la gran mayoría ni nos enteraremos y que si lo hacemos, en un par de semanas, habremos no solo visto morir sino también olvidado. Perdiendo su nombre y apellidos, borrando sus historias de nuestra mente porque son tantas las muertes que nos hemos acostumbrado a vivir con la tragedia y cada noche la arropamos al otro lado de nuestra cama.
Desde nuestra cama, nuestra casa, nuestras calles, empieza a avanzar la palabra odio cogida de la mano del miedo a mostrarnos tal y como somos, ocultándonos y hablando cada vez más bajito para que el resto del mundo no llegue a escucharnos. Mientras, vamos incorporando como propios aquellos mensajes que nos legitima una cultura arcaica que solo recoge a algunos pocos, considerados como válidos y suficientes, y que marca un límite infranqueable entre lo normalizado y lo diferente, ya sea por razones de raza, etnia, género, ideología u orientación sexual. Una cultura del miedo y del rechazo que se apoya en algunas propagandas políticas y en la información sesgada procedente de diversos medios audiovisuales y de difusión, guiados por el discurso occidental.
El odio no se genera solo, igual que el miedo no se activa en nuestro subconsciente de manera irracional. La supuesta diversidad cultural que debería enriquecernos, nos muestra la terrible realidad detrás de muchas caras, las caras de aquellos que se creen con el derecho sobre los demás, las caras de aquellos que se ocultan bajo la fuerza y la rabia, combatiendo la igualdad desde el terror de sus manos. A mayor desigualdad, mayor violencia.
Esto es sólo un doloroso aviso de que la amenaza sigue ahí y de que, si no te mueves dentro de los patrones establecidos, dejarás de ser en libertad. Porque si eres demasiado femenino o demasiado efusivo, no eres lo suficientemente blanco o tu acento no entona como el del resto, no eres lo bastante callado a la hora de expresar tus ideas o piensas en voz alta, o simplemente, eres tú en el lugar equivocado, dejarás de ser demasiado, suficiente y bastante, dejarás de ser. Y entonces, el silencio de ser se perderá entre tus labios, junto con la ansiada libertad.