Espacio de opinión de La Palma Ahora
Máscaras y disfraces
“Nuestro mundo civilizado no es más que una mascarada donde se encuentran caballeros, curas, soldados, doctores, abogados, sacerdotes, filósofos, políticos, pero no son lo que representan, sino solo la máscara, bajo la cual, por regla general, se esconden especuladores de dinero”.
Traer a colación el pensamiento de Schopenhauer en tiempos de carnaval, me lleva a esta reflexión: ¡Ay, si las fiestas de carnaval pudieran acabar con el otro carnaval? El carnaval de los políticos, cubierto más que nunca por un manto de secretismo y ambigüedad! El lamentable aspecto teatral de la política acentuado por la profunda crisis económica que nos angustia, nos obliga a compararlo con el carnaval, tiempo de máscaras y disfraces. No es bueno generalizar, pero hemos de reconocer que, entre los muchos dirigentes honestos que tenemos, hay políticos que no saben hacer otra cosa, que ponerse el disfraz cada mañana ante el espejo del verdadero “yo” e, incapaces de definir quienes son, invierten su energía en justificar actos y palabras poco afines con sus pensamientos. Sería bueno que, pasado el carnaval, el miércoles de ceniza que dicta “el propósito de enmienda”, se quitaran la careta, abandonaran la falsedad y dejaran claras sus verdaderas intenciones, esas que empañan el espíritu democrático heredado de la Constitución del 78. Hasta el Código Penal contempla que cometer un delito con disfraz es una agravante que aumenta la pena. Por eso, queremos políticos que hablen y actúen a cara descubierta, es decir que defiendan y propaguen sus ideas sin cubrirse con la máscara del disimulo o del engaño.
Me viene a la memoria aquel aserto de J.F. Kennedy, “se puede engañar a todos poco tiempo, se puede engañar a algunos todo el tiempo, pero no se puede engañar a todos todo el tiempo”. Es difícil que esto lo asimile un político identificado con su disfraz, por mucho que tengamos la necesidad de arrancarle palabras sinceras que pongan solución a nuestros problemas, palabras francas que nos permitan confiar, palabras sentidas que hagan caer su máscara y aparecer el rostro del hombre y la mujer verdaderos. Algunos no aprenden? Encubren su manera de ser y, en ese ocultamiento artero, esconden de paso las verdaderas intenciones que indefectiblemente conducen a la confusión, hasta el punto de no ser conscientes de que una cosa es lo que representa el disfraz y otra bien distinta quien lo lleva.
Algunos políticos, atrapados en su retórica, con problemas para interpretar muchas veces su propia partitura, nos cantan notas de mesiánica esperanza, que no concuerdan con la realidad, se disfrazan de seres humanos comprometidos con la sociedad y con los derechos fundamentales de todo individuo, se ponen el ropaje de pueblo y exteriorizan el descontento y la rabia, a la hora de mostrarse indignados contra los corruptos, que han nacido en el sistema que ellos mismos han creado. Luego, se quitan el antifaz, vuelven a su “poltrona” y siguen despachando prebendas y favores entre los parientes y amigos, sin analizar, vía cerebro o sentido común, que ya no se puede vivir de la exhausta ubre de este entrampado país. Y es que, tal y como señalara Pío Baroja, “cuando el hombre se mira demasiado a sí mismo, llega a no saber diferenciar su propia cara de la careta.”
He llegado a pensar, sobre todo ahora que aprieta la realidad de una crisis económica y de valores, que el capital político de la transición, que todos llamamos de consenso, se nos acabó demasiado pronto. Es verdad que la democracia no es un régimen político perfecto, porque la perfección, difícil en todo, lo es más en política donde, se diga lo que se diga, se juega con dos cartas muy peligrosas: la del poder y la del dinero. De la mezcla fraudulenta de esas dos cartas nacen los casos de corrupción. Esa disparatada espiral que nos envuelve con tendencia al descontento general, un laberinto que engulle la poca confianza política existente y, con ella, nuestra arquitectura institucional es arrastrada hacia un peligroso estado de colapso. Los cimientos se hunden. El edificio se tambalea. Y todo debido a unos personajillos propios del mundo irreverente del carnaval, unos “pillos de siete suelas” para los que es un ínfimo castigo ser el objetivo de letristas “cabreados” que, seguro, redoblarán sus epítetos a la hora de retratarlos en el universo metafórico de las chirigotas o en el cancionero ocurrente de nuestras murgas. Unos sujetos a los que como dice un amigo mío, y no le falta razón, “los preferíamos con máscara? pues una vez que se la han sacado, nos han dejado ver su siniestra cara dura”. Llegado a este punto, hago mía la frase de Diógenes de Sínope: “Cuanto más conozco a la gente más quiero a mi perro.”
“Nuestro mundo civilizado no es más que una mascarada donde se encuentran caballeros, curas, soldados, doctores, abogados, sacerdotes, filósofos, políticos, pero no son lo que representan, sino solo la máscara, bajo la cual, por regla general, se esconden especuladores de dinero”.
Traer a colación el pensamiento de Schopenhauer en tiempos de carnaval, me lleva a esta reflexión: ¡Ay, si las fiestas de carnaval pudieran acabar con el otro carnaval? El carnaval de los políticos, cubierto más que nunca por un manto de secretismo y ambigüedad! El lamentable aspecto teatral de la política acentuado por la profunda crisis económica que nos angustia, nos obliga a compararlo con el carnaval, tiempo de máscaras y disfraces. No es bueno generalizar, pero hemos de reconocer que, entre los muchos dirigentes honestos que tenemos, hay políticos que no saben hacer otra cosa, que ponerse el disfraz cada mañana ante el espejo del verdadero “yo” e, incapaces de definir quienes son, invierten su energía en justificar actos y palabras poco afines con sus pensamientos. Sería bueno que, pasado el carnaval, el miércoles de ceniza que dicta “el propósito de enmienda”, se quitaran la careta, abandonaran la falsedad y dejaran claras sus verdaderas intenciones, esas que empañan el espíritu democrático heredado de la Constitución del 78. Hasta el Código Penal contempla que cometer un delito con disfraz es una agravante que aumenta la pena. Por eso, queremos políticos que hablen y actúen a cara descubierta, es decir que defiendan y propaguen sus ideas sin cubrirse con la máscara del disimulo o del engaño.