Si los objetos de Madrid hablasen hoy, si todas las telarañas de las ramas del Retiro y los suburbios atentos a la verdadera realidad hablasen hoy, estarían repitiendo al unísono “Pe Cas Cor”. Si la poesía trata de algo, es ese algo efímero que se mueve y con-mueve en su ficción y es capaz de describir una realidad tan pesada, en ocasiones, como el hormigón. Si hay algo que se acerque a las pocas y desconocidas certezas que tenemos y al amor, es la poesía. La poesía -pienso- como la inocencia a la que va unida, nuestra infancia y modo de ver por primera vez. ¿No es ver la primera “poiesis” humana? Somos rostro que duele en el espejo y agrada. Somos una flor entre la vía y los ceniceros que se llenan y vacían. Nos vaciamos y llenamos constantemente. Somos un campo fértil y encharcado de Jarandilla y somos su propia sequía de agosto. Pe Cas Cor, recoge hoy, porque todo artista real augura y se adelanta a su tiempo, la tragedia y la belleza que vivimos. Los elefantes voladores y soñadores, los castillos imposibles, las ardillas que ya no saltan de rama en rama en Madrid debido a la contaminación. Su poesía, como el conjunto de su imaginario, es vivo, eterno, de exquisita delicadeza. Hay algo en él que recuerda a los colores de Chagall y Matisse, y una profundidad en sus versos que hace que todos nos reconozcamos. Reconocerse es, precisamente, el primer síntoma de la buena poesía, de la poesía que traspasa su tiempo. Yo no conocí a Pe Cas Cor, pero me entretuve hablando con Pernambuco y compartí el significado de muchos de sus poemas. Nos unía puede, lo que nos une a muchos poetas que no nos hemos conocido jamás. No conocí a Pedro Casariego, a Pe Cas Cor…O tal vez sí. Tal vez se sentó un día a mi lado en un café, dejó su sombrero, y no me di cuenta. La vida (esa gran elipse que sin explicación nos une, des-encuentra y re-encuentra en otras islas), se encargó por sí sola de que yo acabase escribiendo estas palabras para un 21 de marzo cualquiera. Con mi admiración a Pe Cas Cor, Andrea Bernal