Yo sigo con los refranes a tumbo y lo hago porque creo en la sabiduría que guardan las palabras. Hoy me ha venido este proverbio árabe a la cabeza cuando oigo tanto ladrido alrededor, tantas voces disonantes y fuera de lugar. Ladran los perros, lo sé. Ladran por todas partes, pero las caravanas siguen su camino en busca de la sal y de la vida. Son gente llena de humanidad y buenos deseos que aparecen cuando hay una desgracia, cuando llega la derrota o la enfermedad; son los voluntarios que corren sin pensarlo dos veces a retirar el barro, acunar a los niños, consolar a los ancianos; son aquellos que van con uniforme o sin él a recoger cadáveres, comida, ropa y agua para apagarnos la sed y no sólo lo hacen ahora cuando las riadas se llevan vidas y pueblos, lo hacen siempre. Y los conocemos. Están ahí, como ángeles guardianes echando una mano en los conflictos, en las pestes, en las hambrunas.
Y están donde los vemos y donde no los vemos, en África, en Ucrania, en Gaza, en Panamá o en un pequeño barrio de Nueva York o Madrid, allá donde no llegan nunca los que se fotografían en el lugar en el momento en que ha sucedido la catástrofe y que son esos que siempre salen en las fotos con sentimientos o empatía por las víctimas, no vamos a dudarlo, pero que no me valen, porque ellos se vuelven a casa y se quedan observando las largas caravanas y hacen cábalas y deducciones sobre sus dimensiones o sus comportamientos y se atreven, incluso, a sentir compasión por aquellos que aún cabalgan junto a ellas. Y mientras unos se reúnen y hablan de estadísticas, de dinero a emplear, de reconstrucciones por hacer, de caridades por repartir, esos que nunca vemos siguen arrastrando los pies por el fango buscando algún resto de muebles o de hijos.
No me valen reyes ni reinas ni presidentes, ni cardenales. No me valen masas con piedras, banderas o monumentos a los desaparecidos, no me valen fiestas ni coronas de flores “en memoria de”. A mí sólo me vale esa buena gente que sale corriendo para intentar coger con los brazos al que se ahoga, que se tira al mar para salvarlo, que reparte alimentos en una bocacalle o que, sencillamente, se sienta a hablar con los abandonados en el mismo banco donde ellos reposan la desolación. Esa es la buena gente que será la encargada de llevar a cabo la verdadera revolución, esa que se inicia desde la infancia a base de educación y crece, poco a poco, a base de ternura. Creo en ella, y no sólo creo, sino que tengo los datos suficientes para reconocerla.
Porque buena gente hay en todas partes, en todas las tierras, razas y culturas posibles. Yo las conozco y las encuentro allá por donde paso. Y ustedes también, aunque no se hayan dado cuenta. Estoy hablando de esa clase de ser humano capaz de sobrevivir por su cuenta sin necesidad de pisotear a los demás, sin necesidad de escalar puestos a base de chupar la sangre de los que le rodean; estoy hablando de los que caminan ligeros de equipaje con la carga imprescindible sin necesidad de nutrirse de lo ajeno. Estoy hablando de mucha gente. Estoy hablando de ti que eres capaz de estar horas y horas ocupándote de los otros en un hospital, en la oficina o en el mercado, en la calle o en tu propia casa. Estoy hablando de ti, sí, de ti, de aquel a quien ni le alteran ni le preocupan los ladridos y continúa caminando. Los demás no me interesan.
Elsa López
13 de noviembre de 2024