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Las prospecciones arqueológicas son trabajosas, difíciles y, a veces, peligrosas

La arqueología está revestida de un halo romántico y misterioso que la convierten en muy atractiva al gran público. Sin embargo, se trata de apreciaciones poco realistas, fundamentadas en una visión cinematográfica, que muy poco tiene que ver con la realidad.

Las investigaciones científicas, en la inmensa mayoría de los casos, son lentas, metódicas y, por ende, tediosas. La confirmación de teorías e hipótesis deben estar suficientemente contrastadas y avaladas por datos y evidencias que tengan visos de realidad y certeza. Los hallazgos realmente espectaculares, que cambien el rumbo de la arqueología, son esporádicos y, en la mayoría de las ocasiones, fruto de la suerte o la casualidad. Así, por ejemplo, para extraer toda la información de una excavación arqueológica, se requiere muchísimo tiempo y dedicación para, tras el análisis de restos ínfimos, poder extraer unas conclusiones científicas. Así mismo, debemos tener presente, que el trabajo de campo es la parte más atractiva, puesto que todos esos materiales extraídos requieren de un estudio de laboratorio ingente, minucioso y, en ocasiones, exasperante.

Las prospecciones arqueológicas son trabajosas, de incierto resultado, difíciles y, a veces, peligrosas. Si es verdad que, a día de hoy, tras 34 años dedicados a este maravilloso trabajo, y después del hallazgo de cientos de estaciones de grabados rupestres, seguimos maravillándonos con el descubrimiento de nuevos petroglifos, por muy pequeño y feo que sea el motivo. Todavía recordamos, como si hubiese sido ayer, y se nos ponen los pelos de punta, al recordar el primero grabado que localizamos, allá por 1986, en el Llano de Las Jaras (La Cancelita. El Paso), sobre el borde de la margen izquierda del Barranco de Las Angustias. Los rastreos, en muchas ocasiones, se convierten en un auténtico calvario por la frondosidad de la vegetación o la ausencia de senderos que entorpecen el acceso a los lugares y hacen necesario invertir horas en recorrer apenas unos cientos de metros. Sin olvidar, además, que al llegar al sitio comprobemos que todo ese esfuerzo no ha servido para nada porque la sombra que creíamos una cueva no es más que cejo estrecho e inhabitable. Pero no pasa nada, esa frustración solo se supera con el próximo hallazgo, que puede estar detrás de una vinagrera, en el andén superior o en el siguiente morro. También es verdad que la riqueza arqueológica de Benahoare es tan importante que no ha habido ni un solo día de prospección en el que no hayamos localizado un nuevo yacimiento.

El calor y el sol son unos de los principales enemigos de los arqueólogos, ya que se pueden convertir en un auténtico tormento del que es difícil abstraerse. Así, por ejemplo, en los bordes de la Caldera de Taburiente es casi imposible encontrar una sombra más que el precario refugio que ofrecen algunos diques y morros. Cuando acaba la jornada, generalmente desde el amanecer al atardecer, tienes la sensación de que te has ido asando lentamente en un horno gigantesco y no dejas de pensar que el día siguiente será exactamente igual de tórrido. Cuestiones laborales y climáticas convierten a la época estival en la ideal para llevar a cabo este tipo de prospecciones superficiales.

Jamás olvidaremos una serie de días estivales en los que lo pasamos realmente mal, si bien buena parte de la culpa fue nuestra por ponernos a “inventar”. De la decena de veces que hemos estado en Tajodeque (Caldera de Taburiente. El Paso), nunca nos olvidaremos de la de finales de julio de 1997 durante la cual el regreso al Roque de Los Muchachos se convirtió en un auténtico calvario por diferentes razones. Por un lado, hacía un “solajero” y un calor terribles. Lo normal e ideal es bajar por Roque Palmero, llegar a la punta del Espigón Atravesado, bajar hacia el roque y la cueva de Tajodeque, seguir hasta la fuente y salir por Pinos Gachos. Pero ese día decidimos regresar por donde habíamos bajado, con lo cual todo el recorrido lo hicimos con el sol golpeándonos, in misericorde, todo el rato. Además, tuvimos la “feliz” idea de acortar camino por el “jabrusco” que queda entre el Morro de Tajodeque y la unión entre los precipicios de Roque Palmero y el Espigón Atravesado con lo cual, uno de nosotros, se quedó “envetado” y las pasamos canutas para conseguir destrabarlo del risco. Y es que, ya se sabe: “quien busca atajos busca trabajos”. Y, a todo esto, la tarde avanzando con el peligro de quedarnos atascados en mitad de las laderas cuando cayese la noche. Finalmente llegamos a la salvación (el coche), totalmente deshidratados, en cuentagotas, cabizbajos y “muertos” de cansancio, con la sensación de que habíamos vivido un día que, en nuestro caso, sigue rondándonos en la memoria.

Las prospecciones arqueológicas en las laderas de Amagar (Tijarafe), en el verano de 2001, fueron un auténtico suplicio pudiendo comprobar, tal y como señalan las estadísticas, que nos encontramos en una de las zonas más secas y áridas de La Palma. Estos riscos se convierten en un auténtico horno, puesto que el sol pega, y de qué manera, desde que sale hasta que se pone. Las prospecciones finalizaban cuando nos habíamos bebido toda el agua o, más frecuentemente, cuando ésta se calentaba tanto, que parecía caldo, aún resguardada dentro de la mochila. El final de los rastreos siempre era ladera arriba, en Las Cabezadas o El Time, que nos parecía una meta inalcanzable a la que costaba horrores acceder, sobre todo por el cansancio extremo. Varios años después, en agosto de 2003, durante la realización de la carta Arqueológica de Puntagorda, coincidiendo con una brutal ola de calor, algunos días eran tan tórridos que nos hubiésemos quedado a descansar y dormir en una de las cuevas, lo cual era imposible porque no podíamos comunicarnos con el resto del equipo y evitar falsas alarmas. Pero, a pesar de todo, y tras una dura, aunque maravillosa experiencia en el desierto del Sáhara, en noviembre del año pasado, podemos asegurarles que el sol y el calor de Canarias son bastante benévolos si lo comparamos con lo que sufrimos en entre Dakla y Aousserd.

También las hemos pasado canutas a cargo del frío en los bordes de La Caldera, con una experiencia especialmente grave, que no acabó en tragedia por pura casualidad, y que no olvidaremos mientras vivamos. Todo ocurrió durante las prospecciones para la Cuarta Campaña del “Inventario Arqueológico y Etnográfico del Parque y Preparque de la Caldera de Taburiente”. Los rastreos, entre 1991 y mayo de 1992, se centraron entre el Morro de La Crespa (Garafía) y Pinos Gachos (Tijarafe). Prácticamente todos los días subíamos, solos, a La Cumbre. En otoño e invierno hacía tanto frío que no teníamos ni fuerza para coger el bolígrafo y escribir. El 2 de enero de 1992, con un frío cortante, casi doloroso, llegamos a las faldas del Roque Palmero y nos cobijamos en una covacha hasta que la nube que salía del interior del Parque Nacional, como en días anteriores, se diluyese al igual que la brisa en la vertiente occidental de La Hilera (Cumbre Nueva). Sin embargo, una hora después, nos dimos cuenta de que algo iba mal y que el tiempo cada vez se cerraba más. Al final decidimos regresar al Roque de Los Muchachos (Garafía) en medio de una espesa neblina y una finísima y fría llovizna que, a apenas 15 minutos de comenzar a caminar, junto a Roque Chico (Puntagorda), se convirtió en espesa y cruel agua nieve. Aún no sabemos cómo llegamos al vehículo. Y, aunque pueda parecer un contrasentido, todo nuestro cuerpo, especialmente la cara, estaba ardiendo. Pero los problemas no habían hecho más que empezar. El agua nieve era tan densa que el limpia parabrisas no podía retirarla. Para rematarlo, la niebla era tan espesa, que la única forma de guiarnos con el coche era sacando la cabeza por fuera y seguir la línea medianera de la carretera. Y por si eso no fuera suficiente, seguramente porque el frío no nos dejaba pensar con claridad, en vez de bajar hacia Garafía, decidimos atravesar Los Andenes con el peligro de derrumbes que ello implicaba y donde, de hecho, hasta en tres ocasiones tuvimos que bajarnos del coche para retirar las rocas más grandes y poder pasar. Conforme descendíamos en altitud, la ropa empapada, a pesar del chubasquero, se nos pegaba al cuerpo y los temblores eran tan violentos que tuvimos que parar en la zona recreativa de Fuente Olén, rezando para que alguien se hubiese olvidado unos fósforos y poder encender una hoguera aunque, desgraciadamente, “nuestro gozo en un pozo” al no haber ni leña ni fuego. La salvación estaba un poco más abajo, en la parrilla de Los Braseros (Mirca. Santa Cruz de La Palma) donde, ante la atónita mirada del camarero, nos bebimos unos cuantos coñacs hasta que el cuerpo comenzó a reaccionar.

Salvo las tres primeras campañas (1986, 1987 y 1988) del Inventario de La Caldera de Taburiente, en las cuales Domingo Acosta Felipe se convirtió en nuestro compañero inseparable, en el resto de las prospecciones arqueológicas, hasta la fecha, las hemos realizado, en su gran mayoría, en solitario. Estos momentos de soledad, desde esa época, nos son especialmente queridos y satisfactorios, buscando una estrecha comunión entre el entorno natural y la huella de nuestros antepasados aborígenes. En esas salidas buscamos el disfrute y el conocimiento, sin prisas, sin agobios, aunque con rigurosidad y meticulosidad, a solas con nuestros pensamientos. Este tipo de rastreos, íntimos y personales, en la actualidad, siguen siendo una necesidad, especialmente cuando el trabajo nos agobia y necesitamos hacer una escapada a La Cumbre, donde siempre hemos encontrado el bálsamo, la paz y la tranquilidad más preciados.

Por todas las razones anteriormente expuestas, y siempre teniendo en cuenta que los yacimientos suelen estar situados en lugares de difícil acceso, hemos sido especialmente cuidadosos a la hora de llevar a cabo el trabajo de campo, tanto en grupo como individualmente. Quizás por ello, apenas si hemos sufrido algunos percances dignos de mención, con la única excepción de un esguince de rodilla junto a la Montaña del Azufre (Villa de Mazo) y, precisamente, en el sitio menos peligroso, ya que la caída fue en medio de un sendero, posiblemente porque bajamos la guardia. Las consecuencias pudieron ser mayores en los acantilados de Villa de Mazo y Fuencaliente, donde los riscos podridos cedieron y pudimos evitar daños mayores porque teníamos 20 años y pesábamos 20 kilos menos. También nos hemos visto envueltos en varias situaciones embarazosas y angustiosas como el “envetamiento” en riscos del Barranco del Espigón (Puntallana) y en los precipicios de Roque Chico (Caldera de Taburiente. El Paso), de dónde conseguimos salir gracias a la ayuda de nuestros acompañantes, tras no pocos sudores y temblores.

La arqueología está revestida de un halo romántico y misterioso que la convierten en muy atractiva al gran público. Sin embargo, se trata de apreciaciones poco realistas, fundamentadas en una visión cinematográfica, que muy poco tiene que ver con la realidad.

Las investigaciones científicas, en la inmensa mayoría de los casos, son lentas, metódicas y, por ende, tediosas. La confirmación de teorías e hipótesis deben estar suficientemente contrastadas y avaladas por datos y evidencias que tengan visos de realidad y certeza. Los hallazgos realmente espectaculares, que cambien el rumbo de la arqueología, son esporádicos y, en la mayoría de las ocasiones, fruto de la suerte o la casualidad. Así, por ejemplo, para extraer toda la información de una excavación arqueológica, se requiere muchísimo tiempo y dedicación para, tras el análisis de restos ínfimos, poder extraer unas conclusiones científicas. Así mismo, debemos tener presente, que el trabajo de campo es la parte más atractiva, puesto que todos esos materiales extraídos requieren de un estudio de laboratorio ingente, minucioso y, en ocasiones, exasperante.