El rastro de Alfonsina

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Si uno dice “se me ha muerto mi perro” no dice mucho. Pronuncia solamente unas palabras que describen una determinada situación. Un perro que era tuyo y se ha muerto. Punto. Pero si dices: “Alfonsina se murió ayer”, las cosas toman otro cariz; las palabras no son suficientes, no alcanzan a describir lo que sientes. Sólo sé que tengo vergüenza, lo reconozco, una rara vergüenza por sentir este dolor que se me instala en el pecho y me hace llorar como una idiota cada vez que abro la puerta de la casa y no viene a ladrarme; cada vez que me siento a escribir en este mismo sitio y ella no se pone a escribir a mi lado echada en su cama y se queda mirándome y espiando los movimientos que hago con los brazos para poner en la pantalla las palabras que invento para describir lo que me sucede; cada vez que me levanto y ella cree que me voy para siempre y corre detrás de mí por si me voy con alguien que no está en su lista de seres humanos aceptables; cada vez que suena el timbre de la puerta y ladra y ladra hasta dejarte con los nervios a flor de piel; cada vez que subo las escaleras y ella no puede hacerlo y se enfada conmigo por no llevarla en brazos al piso de arriba donde sabe que está su cama de dormir a nuestro lado o el televisor donde ella ve los partidos de fútbol y las noticias del mundo que tanto parecían interesarle.

Ha llegado el final; el resultado de un partido fulgurante no anunciado. El final de Alfonsina. En mis brazos se quedó dormida mientras la mecía intentando calmar el dolor que le hacía imposible respirar. Un infarto. Fue un infarto parecido a cualquier infarto de un ser humano. Primero el dolor, luego la falta de aire, y luego la muerte. Y luego, el dolor de mis brazos vacíos, de mi estómago vacío, de su cama vacía. Recoger sus cosas, sus mantas, su pozuelo del agua, sus correas, la comida y el cepillo del pelo. Así de fácil. En un día volaron de mi casa sus pertenencias. Las hicieron desaparecer de mi vista como por arte de magia. Pensaron que quizá con ello desaparecería el dolor. Pensaron que haciéndolo así yo dejaría de llorar. Pensaron, quizá, que me iba a quedar mejor y más tranquila si no veía su rastro por toda la casa. Ellos no saben que ese rastro no se va nunca. Que cuando Gorki desapareció bajo la tormenta en la isla hace ahora trece años, no he dejado de buscarlo en cada perro parecido a él, en cada rincón por donde pensé entonces lo había arrastrado la corriente. Ellos no saben que el rastro de Alfonsina también es para siempre.

Y ahora, aquí, junto a su rincón y sin ella, escribo esta carta de despedida para amainar lo que me sucede por dentro que es algo parecido a una tormenta, con sus claros y oscuros, con sus momentos de sosiego y sus alborotos, con sus lágrimas de desconsuelo y sus arrebatos de tristeza, arrebatos que me llevan a recordar los mejores momentos a su lado como el día de su llegada a mi vida el 9 de septiembre del año 2011. Tenía dos meses y era una bola blanca traída de Almayate, un criadero de Málaga especializado en la raza de Bichón Maltés. Me la regalaron el mismo día que presentaba un libro ‘Una gasa delante de mis ojos’ con la historia de Alfonsina Storni como argumento central. Mi perra llegó a mi vida unida a la poesía de Storni y mi devoción por ella. De ahí su nombre, ilustre y delicado como ella. Alfonsina era una bola blanca, diminuta más que enana, inteligente y mimosa hasta el cansancio, pesada en su dedicación exclusiva. Zalamera y rencorosa.

Su particular olfato para percibir cambios era proverbial. Por ejemplo: cuando yo emprendía un viaje ella lo sabía y notaba por mis paseos de un lado a otro preparando el equipaje que la cosa era inminente. Y ella, entonces, se preparaba también, y en el primer bolso que tuviera a mano, se metía dentro. Encima de maletas, maletines o chaquetas, ella se acostaba a esperar el momento de la partida. Y si adivinaba que ella no iría comenzaban las caras de malhumor, las posturas de aquí no me muevo, eres cruel al dejarme, ya no te quiero. Y si me iba, el resultado era evidente. Daba la vuelta, se metía en su cama al pie de mi ordenador y se quedaba allí esperando la resurrección. Ya no comía. “Se deprime cuando te vas” me decían para que tuviera un mínimo de mala conciencia y me quedara para siempre en casa. Alfonsina era la disculpa para hacerme sentir culpable en las ausencias. Pero ella era valiente y al día siguiente volvía a comerse el pienso y los regalos a pesar de la pena. Y me esperaba. Ella siempre me esperaba ocurriese lo que ocurriese incluso cuando yo enfermaba y todos creían que podía morirme. Ella no se inmutaba. Sabía que nunca me iría sin ella; que siempre volvería.

Y así ha sido. He vuelto una y otra vez a su lado y ahora es ella la que me abandona sin el menor reparo. Me deja así de desolada y con los brazos al vuelo sin poder volver a sostenerla al subir o bajar los escalones de esta casa imposible que ella supo habitar y hacerla cada día un poco más alegre. Y ahora sé que los muertos que hay en ella ya no volverán a molestarla, ni el piano volverá a sonar a medianoche para dejarla sin aliento al pie de la escalera ni yo volveré a marcharme sin ella.

Elsa López

15 de septiembre de 2023