¿Reparto de poder o de tareas?

Santa Cruz de La Palma —

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La campaña para las elecciones locales y autonómicas del 28 de mayo entra en su recta final y, según todos los indicios, en La Palma y en Canarias las distancias se estrechan, y apuntan a que los gobiernos monocolores, merced a mayorías absolutas, se darán en pocos sitios. De ahí, que las últimas encuestas y sondeos anticipen la incertidumbre de futuros pactos electorales, acuerdos a “negociar” por partidos y candidatos que tendrán que aprobar, dentro del juego democrático, la asignatura del consenso y de la cesión mutua. Esa que nos lleva a la convergencia de ideas y proyectos, reconociendo que, por costumbre, los políticos suelen responder de distinta manera ante los problemas, aunque en arco ideológico siempre hay grados de entendimiento.

Vivimos en una tierra castigada por la doble insularidad, en la que ha calado hondo un sentimiento de decadencia frente a otras islas del archipiélago, y que, después de los estragos causados por la erupción del último volcán, necesita la firme voluntad de alcanzar un gran pacto económico y social para recuperar el futuro. Y esto es algo, que no se logra sin cambios en la manera de pensar y de actuar de la clase política, que suele seguir el pentagrama marcado por las diferencias y divisiones conceptuales de los partidos. Se necesitan líderes que antepongan el servicio a los demás al propio ego; que tengan cierta flexibilidad para adaptarse a las nuevas circunstancias, con resiliencia (¡cómo me gusta esta palabra!), y mucha energía para buscar el progreso, que consiste, lisa y llanamente, en hacer que las cosas mejoren. El tema de la vivienda, por ejemplo, es un desafío; en sanidad, acabar con las listas de espera es otro reto; en educación estamos necesitados de propuestas racionales; también resulta crucial potenciar los servicios públicos y aliviar de coches nuestras calles; impulsar el comercio y mejorar la vida de los más vulnerables. Después del 28 de mayo, a los políticos les está prohibido distraerse de lo urgente, sin pasarse de frenada porque hay problemas que siempre se escurren. Por eso, en la política local, cercana, no hace falta chillar fuerte, sino hacer propuestas y confrontar ideas con mensajes sencillos y claros, sobre todo claros. De ahí, la preocupación casi obsesiva de los candidatos para buscar la sonrisa aprobatoria en forma de voto de los ciudadanos que, nos guste o no, tienen la oportunidad de transformar la sociedad y, me atrevería a decir que hasta el curso de la historia.

En estas elecciones, son muy escasos los líderes que van de sobrados, y ni aquellos que centran el contenido de sus mensajes en una gestión bien hecha tienen el panorama claro. No es de extrañar que, unos y otros, guarden la euforia para el día después del paso por las urnas. Hasta entonces, como diríamos en el argot deportivo, hay partido. Cuando las fuerzas están igualadas y la consulta podría decidirse por un puñado de votos, la campaña queda opacada por el protagonismo de la jornada electoral. Por eso, los aspirantes, en un alarde de pedagogía, buscan movilizar a los más indecisos, sobre todo el voto de los jóvenes que tantas veces se han inclinado por la abstención, aún a sabiendas de que muchos de ellos no terminarán de deshojar la margarita hasta el mismo domingo.

En palabras de algunos politólogos, que de esto saben más que yo, “un político auténtico es aquel candidato que sabemos lo que piensa y no teme decirlo en voz alta; habla desde la convención y no cambia de opinión por conseguir votos; es honesto y actúa igual en público que en privado”. Pero cuando como parece ser el caso, los problemas de una fragmentación electoral no dan claros ganadores, el interés general no puede reposar sobre la base de una confianza minoritaria. Los partidos han de ser proclives al acuerdo, integrando, desde el respeto y con buena praxis, planteamientos discrepantes, ya que es la única manera de afrontar los grandes retos que tenemos por delante. En ocasiones las situaciones críticas generan oportunidades. La oferta de diálogo cuando no se pierde la cabeza con vetos y líneas rojas, allana el camino, madura las alianzas, y asegura mayorías estables y coherentes, siempre que se piense menos en el reparto de poder y más en el reparto de tareas. Lástima que cuando sucede lo primero, aparecen los fantasmas que separan, en lugar de las causas que deben unir.