¿Recuerdan aquella hermosa película en la que un Francisco Rabal lleno de fuerza y demostrando su gran calidad como actor representaba un personaje triste, tierno, doloroso, que acariciaba los pájaros y obedecía al amo a quien adoraba en su perpetua inocencia de hombre bueno y sin malicia? ¿Recuerdan sus palabras cuando hablaba en ese lenguaje ininteligible y repetía el nombre de su pájaro preferido “Milana bonita, Milana bonita”? Azarías era su nombre. Pantalones de pana, los pies descalzos, la bragueta sin botones y ese amor a los pájaros como un símbolo de inocencia constante. El paisaje desolador de una Extremadura de la España de los años sesenta durante la dictadura franquista donde los campesinos trabajan a las órdenes de los señoritos aceptando toda clase de humillaciones. Una visión patética de una clase social sometida física y moralmente por las clases dominantes. ¿La recuerdan? Se titulaba Los santos inocentes y estaba basada en la novela de ese mismo título de Miguel Delibes.
Ustedes se preguntarán por qué les cuento la historia de Azarías. Lo hago porque siento una especial ternura por los inocentes de cuerpo o de alma que me cruzo en el camino. Los caminos que recorro van desde los campamentos abandonados de la mano de Dios donde se refugian niños, ancianos, emigrantes, enfermos, huidos de la guerra o de las catástrofes inventadas por los más poderosos (esto último lo aclaro por si alguien cree a estas alturas que los terremotos, incendios, miserias y guerras las inventan los pobres o es una reacción de la naturaleza, otra criatura inocente en manos de los poderosos y traficantes de virus, armas, alimentos y una larga lista que ustedes ya conocen). En esas rutas que me ha marcado el destino, he conocido muchas clases de inocentes, pero ninguna tan triste como la de aquellos que no entienden lo que ocurre. Lo padecen, pero no lo entienden. Niños y adultos que en su inocencia viven ajenos al mal y lo que el mal representa.
En muchos lugares de nuestro territorio existen centros donde acogen a esos inocentes para refugiarlos de daños colaterales. Las familias pueden sentirse bien al saberlos cuidados y atendidos por profesionales que los protegen, enseñan a sobrevivir, pasean con ellos, los llevan al sol y los paseos por plazas y calles donde pueden entender un poco mejor cómo es el mundo que les rodea y al que nunca podrán pertenecer porque el grado de su inocencia es tal que pueden ser dañados con mayor facilidad que se daña al resto de la gente con la que se cruzan en sus visitas al mundo exterior. Hasta aquí las cosas parecen más o menos claras y ordenadas, pero llega un día que el caos se apodera de nosotros: enfermedades, violencia interna, ordenes, disposiciones, leyes, mandamientos y toda esa sarta de papeles que regulan nuestra convivencia, indican que las residencias deben permanecer aisladas. Se prohíben visitas, encuentros, paseos, caricias y todo lo que hacía mejorar la vida de quienes habitaban esos lugares. Y entonces, sucede lo peor: los inocentes que nada entienden fuera de la rutina, los abrazos, los paseos y las risas de unos juegos que estimulan sus cerebros, se encuentran arrinconados, solos detrás de unas rejas metafóricamente cerradas o realmente puestas para impedir sus relaciones periódicas con quienes los aman y desean lo mejor para ellos.
“Milana bonita” dicen mirando al cielo, buscando el batir de unas alas, intentando oír el ruido de unos pasos que vengan a sacarlos de esa habitación donde permanecen dando cabezazos contra la pared, buscándose los brazos para enredarse en ellos como si hubieran llegado las madres a abrazarlos, recogerlos y llevarlos al aire de las calles, el paseo en coche entre los pinos, la mano cálida camino de la dulcería, la suave brisa en el pelo, los besos, los besos… “Milana bonita”… Y es en ese momento cuando uno se pregunta qué clase de ley, que tipo de órdenes, que manera de entender la sociedad es esa. ¿Dónde está la protección de los más débiles? ¿Dónde el gobierno que nos defienda de las leyes injustas y de las órdenes inflexibles? ¿Por qué los niños van a clase y los inocentes no pueden ir a pasear para salvar su cuerpo y su mente? ¿Por qué puedo tomarme un café cada mediodía sentada en una pequeña calle frente al mar y mi hijo no puede sentarse conmigo a ver pasar volando bandadas de palomas que en su santa inocencia recibe gritando porque cree que son ángeles o aviones?
Que me lo expliquen. Que se lo expliquen. Por favor, que nos lo expliquen.
Elsa López
1 de noviembre de 2020