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La trampa de la “obsolescencia programada”

No cabe duda de que el progreso tecnológico nos ha traído cosas tan importantes como internet, las aplicaciones informáticas, los adelantos médicos, las mejoras en la calidad de vida. Pero, paralelamente, este modelo neoliberal nos vende un progreso tecnológico con trampas por medio. Se emite de vez en cuando en las televisiones un sustancioso reportaje sobre un asunto de gran importancia: por qué los aparatos electrónicos y en general toda la parafernalia tecnológica de última hora –desde ordenadores a televisores de plasma a todo tipo de consolas, pantallas, microondas, neveras, teléfonos móviles, etc.– están programados para durar poco tiempo. El procedimiento suele ser el siguiente: uno de los aparatos electrónicos de uso habitual falla. Cuando el dueño lo lleva a reparar, en el servicio técnico le dicen que resulta más rentable comprar uno nuevo que arreglarlo. Uno de los casos más flagrantes es el que se refiere a las actualizaciones de Windows; cada cierto tiempo se saca un flamante sistema operativo que normalmente es mucho peor que el anterior, se engaña al usuario enredándolo una y otra vez, y obligándolo a comprar equipos de manera continuada.

Generalmente el precio de la mano de obra, las piezas estropeadas y el montaje suelen costar un poco más que adquirir uno nuevo. Por ello normalmente el usuario suele desechar el producto averiado y comprar uno nuevo que cree impecable y de larga durabilidad, con frecuencia por aquello de la globalización el producto estará fabricado en China, Indonesia, Tailandia, Hong Kong, etcétera. Y es que la globalización se ha llevado muchas fábricas españolas y europeas a lugares donde la mano de obra es mucho más barata. Y la obsolescencia programada justo ocurre en algunos componentes digitales de productos de gran demanda como los ordenadores, impresoras, discos duros, equipos de audio y vídeo, equipos de sonido, microondas, bafles, etcétera.

El problema se basa en la gran cantidad de residuos que se originan actualmente al realizarse este fenómeno una y otra vez, cada día, en todo el mundo. En el planeta hay ahora mismo más de siete mil millones de habitantes, y el número continúa creciendo: existe un aumento poblacional de 210 000 personas por día. La generación diaria promedio de basura «per cápita» es de 1 kg: alrededor del mundo, en tan sólo un día se generan 7.000.000.000 kg de desechos.

Puestas así las cosas tendríamos que hacernos una pregunta elemental: ¿Es sostenible la “obsolescencia programada” o es un derroche de este modelo de civilización, cuyo afán de lucro guía todos sus movimientos aunque ello suponga un consumo excesivo de materias primas, contaminación, etcétera? La obsolescencia programada es uno de los eufemismos empleados en economía para ocultar numerosas prácticas que solo persiguen el beneficio de unos pocos, es la elaboración consciente de productos de consumo que se volverán obsoletos en el corto plazo por una falla programada o una deficiencia incorporada.

Hubo, sin embargo, un tiempo en el que los fabricantes eran honestos y procuraban entregar al comprador el mejor producto posible. Conocida es la anécdota de que en EEUU hay una bombilla que lleva encendida más de 100 años. En la estación de bomberos de Livermore, Estados Unidos, cada 18 de junio se celebra el cumpleaños de una bombilla. Y no es que los vecinos de esta localidad de California se hayan vuelto locos, lo cierto es que se trata de una bombilla bastante especial porque se encendió por primera vez en el año 1902 y desde entonces sigue funcionando sin haberse apagado ni una sola vez. Algo más de 110 años que la han hecho entrar en el libro Guinness de records. Además, este prodigio de la ingeniería del recién estrenado siglo XX ha soportado con éxito varias mudanzas, algunos cortes de suministro, varios terremotos (incluido el gran terremoto de San Francisco en 1906), y aun así ha continuado encendida como si nada.

En 1901, Dennis Bernal, un empresario pionero y su empresa eléctrica, Livermore Power and Light Co., instaló esta bombilla como luz nocturna en un antiguo garaje que servía tanto de comisaría de policía como de estación de bomberos. De su lugar original hasta el que hoy ocupa, han pasado ya 113 años, y la bombilla se ha trasladado varias veces de instalaciones hasta situarse definitivamente en la Estación Uno de bomberos de Livermore. La célebre bombilla se diferencia de una moderna en que su filamento es aproximadamente ocho veces más grueso que los actuales y además se trata de un semiconductor, probablemente de carbono. Aun así, el hecho de que siga funcionando sin problemas después de tantos años es un motivo de sorpresa para muchos, incluido un equipo de físicos de la propia Academia Naval de EE.UU.

La bombilla tiene su propia página web en la que existe una cámara fija que vigila que esté encendida en todo momento. Ironías de la vida moderna, la cámara tiene una vida útil de unos tres o cuatro años, por lo que esta vieja bombilla verá apagarse varias cámaras mientras ella probablemente siga encendida durante algunos años más. ¿Por qué el mercado no castiga a los productores que utilizan la obsolescencia programada, y no beneficia a la producción de productos durables?

Como las economías modernas se basan en la deuda y el crédito, gran parte de los productos se planifican para durar mientras se siguen pagando, de tal forma de crear una dependencia entre producción-consumo-crédito, de manera que los flujos financieros se constituyen en el motor que mueve a la economía, haciendo que el sistema financiero justifique su existencia. Este es el auténtico derroche del sistema, y a medida que esto ocurre, en beneficio expreso de las grandes corporaciones, los recursos se agotan y el medio ambiente se ve afectado por montañas de residuos que deterioran la calidad de vida. Es la gran paradoja del actual modelo que permite a las empresas producir y vender productos diseñados para fallar en un plazo breve, con objeto de lograr el máximo lucro. Ya sabemos que la ética se jubiló hace algún tiempo.

No cabe duda de que el progreso tecnológico nos ha traído cosas tan importantes como internet, las aplicaciones informáticas, los adelantos médicos, las mejoras en la calidad de vida. Pero, paralelamente, este modelo neoliberal nos vende un progreso tecnológico con trampas por medio. Se emite de vez en cuando en las televisiones un sustancioso reportaje sobre un asunto de gran importancia: por qué los aparatos electrónicos y en general toda la parafernalia tecnológica de última hora –desde ordenadores a televisores de plasma a todo tipo de consolas, pantallas, microondas, neveras, teléfonos móviles, etc.– están programados para durar poco tiempo. El procedimiento suele ser el siguiente: uno de los aparatos electrónicos de uso habitual falla. Cuando el dueño lo lleva a reparar, en el servicio técnico le dicen que resulta más rentable comprar uno nuevo que arreglarlo. Uno de los casos más flagrantes es el que se refiere a las actualizaciones de Windows; cada cierto tiempo se saca un flamante sistema operativo que normalmente es mucho peor que el anterior, se engaña al usuario enredándolo una y otra vez, y obligándolo a comprar equipos de manera continuada.

Generalmente el precio de la mano de obra, las piezas estropeadas y el montaje suelen costar un poco más que adquirir uno nuevo. Por ello normalmente el usuario suele desechar el producto averiado y comprar uno nuevo que cree impecable y de larga durabilidad, con frecuencia por aquello de la globalización el producto estará fabricado en China, Indonesia, Tailandia, Hong Kong, etcétera. Y es que la globalización se ha llevado muchas fábricas españolas y europeas a lugares donde la mano de obra es mucho más barata. Y la obsolescencia programada justo ocurre en algunos componentes digitales de productos de gran demanda como los ordenadores, impresoras, discos duros, equipos de audio y vídeo, equipos de sonido, microondas, bafles, etcétera.