Espacio de opinión de La Palma Ahora
El valor de la amistad
Elena Díaz deja, sobre la mesa de la terraza, la copa de la que acaba de tomar un sorbo de vermut blanco. Sola, disfruta del sol y del olor a mar, contempla con regocijo a los pequeños gorriones, que, confiados, se acercan picoteando del suelo diminutos restos de comida. La elevación de sus mejillas y el brillo de sus ojos denotan a una persona alegre, que se siente feliz disfrutando del momento.
Hacía más de diez años, desde que tuvo que emigrar a Canadá para ejercer su profesión de arquitecta, que no pisaba las calles de su ciudad. La satisfacción de su rostro era la del emigrante, que, después de lograr el éxito, ve cumplido su sueño de retornar al paraíso dolorosamente ausente, el espacio de su niñez y juventud. Su jovial expresividad parecía dejar claro que el duro trabajo y la distancia habían merecido la pena, le habían compensado plenamente. Ahora veía la vida con más optimismo y con la tranquilidad de quien no se siente apremiado por la penuria. Apura el vermut que queda en la copa y, cuando se dispone a indicarle al camarero que le traiga la cuenta, sus ojos se clavan en un rostro que, a su vez, la contempla con cara de sorpresa. La cara de la mujer que la mira parece no salir de su asombro, como lo muestra la caída de su mandíbula y la subida de los párpados superiores.
Superado el instante de lo inesperado, ambas mujeres se funden en un cariñoso y prolongado abrazo. Luego, tras un torrente de palabras atropelladas sobre los muchos años sin verse y sobre las veces que ambas intentaron comunicarse en vano, entre risas y apelaciones a momentos gratos compartidos en la adolescencia y en la juventud, Elena invita a su inesperada amiga a que tome asiento y la acompañe a tomar lo que le apetezca.
Aunque ambas son de una misma edad, pronto Elena se percata de que la cara de su amiga exhibe evidentes muestras de decadencia. Su rostro está completamente ajado, muestra arrugas en el entrecejo, y sus carnosos labios de antaño se han vuelto finamente estirados. Le sorprende lo mucho que abre sus ojos. También es perceptible el ligero temblor que parece afectar a todo su cuerpo.
Elena no puede dejar de pensar que algo le pasa a su amiga. Era la reina de la belleza del instituto, con sus facciones armoniosas y gráciles, siempre alegre y feliz. Sin embargo, ahora parece una mujer envejecida, temerosa y triste. Recuerda que se casó con apenas veinte años y que se puso a trabajar en una floristería, mientras su marido, diez años mayor que ella, ejercía de agente de seguridad en una discoteca de una zona turística próxima a la ciudad.
—No sabes la alegría que me has dado. Regresé anteayer de Canadá. Bueno, tú sabes que llevo allí más de diez años y… Uno de estos días te pensaba localizar para saludarte e invitarte a pasar un rato juntas. ¡Qué sorpresa…! ¿Cómo te va?
—Bien, bien… —contestó lacónicamente su amiga con voz apagada y con la mirada baja.
—¿Sigues trabajando en la floristería? La verdad es que preparabas unos ramos preciosos. Una vez, para mi cumpleaños, me regalaste uno que era una maravilla…, todavía me acuerdo.
—No, lo dejé enseguida, cuando tuve que solicitar la baja por embarazo. Desde entonces no he vuelto a tener ningún otro trabajo.
Elena es consciente de que su amiga se expresa con desgana, sin dar muchos detalles, con un decaimiento general de sus facciones. Duda entre preguntarle directamente por lo que le ocurre o hablarle de sí misma, de sus años en el extranjero. Diez años es mucho tiempo en la vida de una persona. ¿Quién sabe cuántas cosas le habrán pasado a su amiga durante su ausencia? ¿Tiene ella derecho a hurgar en las heridas ajenas, si las hay?
— ¡Ah, mira! Ahí viene él…, mi marido. ¿Te acuerdas de él? —dijo la amiga de Elena.
—Sí, claro. Claro que me acuerdo.
Elena lo conocía escasamente. Nunca mantuvo una relación de amistad con él. Se levantó de su silla y le dio dos besos al recién llegado, que, a su vez, se mostró muy afectuoso.
Aceptó tomar un café en compañía de ambas, advirtiendo de que pronto tendría que ir a recoger a los niños al polideportivo municipal, donde estaban jugando al baloncesto.
Elena pronto se percató del petulante que tenía delante: arrogancia y presunción de superioridad parecían sus cartas de presentación. Tampoco se le pasó por alto la falsa apariencia de ternura que parecía mostrar por su amiga. Mientras él hilaba frases formando una madeja interminable, su amiga apenas dejaba escapar monosílabos o palabras de asentimiento, como respuesta de sumisión. En él, la sonrisa mostraba satisfacción y vanidad; en ella, docilidad y decepción. Mientras él llenaba el tiempo de palabras, ella lo cubría de silencios.
Está claro —pensó Elena— que su amiga pasaba por un mal trance. Su mirada retraída, los hombros caídos y las manos a los costados eran buena prueba de ello. Se le antojó que la causa la tenía cerca. No pudo evitar que su boca se fuese cerrando, al tiempo que sus dientes se apretaban y hacía esfuerzos por contener el sentimiento de ira que la estaba invadiendo. Se alegró de que llegara el momento de ir a recoger a los niños y de que él se despidiera.
Elena sonríe para relajar la tensión, pero ahora se muestra dispuesta a tratar de averiguar qué le ocurre a su amiga.
—Él no es malo —musitó, apenas audiblemente, la amiga de Elena—. Soy yo quien comete un error tras otro. Él solo trata de corregirme. No es malo. No lo es.
—Si es bueno, tiene que procurar hacerte la vida agradable y ser amable y generoso contigo, y tengo la impresión de que eso no ocurre.
Su amiga no pudo evitar que las lágrimas afloraran en sus tristes ojos. Le rogó a Elena que fueran a dar un paseo por el malecón, donde podrían hablar con más tranquilidad, alejadas de oídos indiscretos.
—Te dije que dejé de trabajar por mi embarazo. No es verdad. En realidad, no fue así: él me exigió que lo dejara por el bien de nuestro futuro hijo, y también me prohibió conducir, para evitar posibles accidentes.
— ¿Y tú no replicaste nada?
—No, no. Pensé que lo hacía por el bien de nuestro hijo y de mí misma. Lo que ocurrió después es que nunca más he vuelto a trabajar y a conducir.
—Como él es el único que trabaja, es el que controla el dinero y toma las decisiones importantes de la casa. Me critica y me insulta porque dice que todo lo tiene que decidir él, porque yo soy una inútil. Creo que tiene razón.
— ¿Tú lo quieres?
—No sé, creo que sí lo quiero. Nunca me ha pegado. Es bueno con los niños. Tenemos dos niños, ¿sabes?
Elena saca un pañuelo y se lo da a su amiga para que se limpie las lágrimas, mientras la acaricia tiernamente y hace esfuerzos por controlar la ira.
— ¿Por qué no te has separado?
—Tú sabes que soy hija de madre soltera. Mi madre se fue con un hombre apenas me casé, y nunca más he sabido de ella. La casa donde vivimos es de mis suegros y yo no trabajo. Él me amenaza con que, si algún día lo abandono, se quedará con los niños. Estoy segura de que sería así, porque yo no tengo posibilidades de mantenerlos. Además, ¡qué sería de mí sin él!, si es que no sirvo para nada.
Elena ya no duda de que la violencia psicológica que ha sufrido su amiga ha dañado gravemente su salud mental y de que es el origen determinante de su deterioro físico. El muy canalla la ha manipulado, humillado e intimidado hasta tal punto, que ha terminado por anular sus sentimientos y su autoestima. Ella no ha tomado la decisión de dejarlo porque ya no concibe la vida sin él. Es él quien ha anulado sus habilidades y la ha sumido en un estado lamentable de ansiedad y depresión. Elena gira su rostro, para evitar que su amiga vea el dibujo de desprecio que se enmarca en él. Su nariz se arruga y un extremo de su labio superior se levanta de forma manifiesta, y no puede evitar pronunciar un ahogado ¡cabrón! Se desespera al comprobar cómo la anulación de la voluntad de una persona puede llevar a esta a soportar todo tipo de humillaciones, que, además, asume como merecidas.
La tristeza embarga por momentos a Elena, al pensar que lo que tendría que haber sido un reencuentro feliz de dos amigas, después de muchos años sin verse, se ve disuelto en la nada, ante el triste panorama que refleja la vida de la mujer que tiene delante. Está convencida de que ella, por sí sola, no será capaz de salir del pozo en el que se encuentra. Necesita ayuda. Toma las manos de su amiga entre las suyas y, mirándola fijamente a los ojos, le dice:
—Si tuvieras un trabajo, ¿te separarías?
—No sé. Él no es malo. Él quiere a los niños.
—Eres joven. Fíjate: yo todavía no tengo pareja ni hijos. Somos de la misma edad. Tienes todo el derecho del mundo a vivir una vida digna, a rodearte de personas que te quieran. Y, si tienes trabajo, podrás compartir la custodia de tus hijos.
—Si tuvieras un trabajo, ¿te separarías? —insiste Elena.
............
—Te felicito —le dice Elena a su querida amiga—. La cascada de flores colgada del techo y el arreglo floral en la celosía de madera han resultado espectaculares. ¡Una preciosidad! Los asistentes se han quedado maravillados. ¡Eres la mejor!
La empresa de Elena, especializada en la organización de bodas y actos culturales de diversa índole, en apenas un año se ha implantado en la ciudad con notable éxito, destacando el exquisito cuidado que pone en la decoración y en sus magníficas ornamentaciones florales.
Elena se despide de su amiga, que se siente orgullosa, como lo demuestran su amplia sonrisa y el brillo de sus ojos. Hasta sus labios parecen haber recuperado parte de la turgencia perdida.
Elena sonríe al contemplar el grácil contoneo de su amiga al alejarse. El tiempo acompaña y está segura de que su amiga podrá disfrutar de un buen fin de semana junto a sus hijos.
Elena Díaz deja, sobre la mesa de la terraza, la copa de la que acaba de tomar un sorbo de vermut blanco. Sola, disfruta del sol y del olor a mar, contempla con regocijo a los pequeños gorriones, que, confiados, se acercan picoteando del suelo diminutos restos de comida. La elevación de sus mejillas y el brillo de sus ojos denotan a una persona alegre, que se siente feliz disfrutando del momento.
Hacía más de diez años, desde que tuvo que emigrar a Canadá para ejercer su profesión de arquitecta, que no pisaba las calles de su ciudad. La satisfacción de su rostro era la del emigrante, que, después de lograr el éxito, ve cumplido su sueño de retornar al paraíso dolorosamente ausente, el espacio de su niñez y juventud. Su jovial expresividad parecía dejar claro que el duro trabajo y la distancia habían merecido la pena, le habían compensado plenamente. Ahora veía la vida con más optimismo y con la tranquilidad de quien no se siente apremiado por la penuria. Apura el vermut que queda en la copa y, cuando se dispone a indicarle al camarero que le traiga la cuenta, sus ojos se clavan en un rostro que, a su vez, la contempla con cara de sorpresa. La cara de la mujer que la mira parece no salir de su asombro, como lo muestra la caída de su mandíbula y la subida de los párpados superiores.