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La ventana tradicional: vida, lenguaje y color

Los Llanos de Aridane —
24 de febrero de 2021 11:08 h

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La nueva arquitectura ha cerrado ventanas. Hoy la vida cotidiana es de puertas y ventanas adentro. Las antiguas ventanas, de madera recia de tea de pino canario, son testimonio de una manera de compartir la vida y los acontecimientos cotidianos que pasaban por las calles y caminos.

Se podría decir que las ventanas han sido el lugar preferido de la mujer (o, mejor, el espacio que en buena medida se le «asignó»). Muchos amores crecieron y se fraguaron entre la calle y la ventana, que se abría al atardecer. Ella se apoyaba sobre un cojín labrado expresamente por sí misma o heredado de su abuela, y el pretendiente le entregaba una flor silvestre o un pirulí de azúcar quemada. Lugar de amoríos consentidos o no consentidos. Lugar de serenatas en noches de luna llena.

Fueron un mirador de dentro y de fuera. El llamado «asiento de ventana» o «ventana de asiento», aprovechando el último rayo de luz natural, cobijó cartas a la espera de «novedades» del emigrante, el «borde» pausado de la aguja sobre la almohadilla, la lectura literaria o la de la revista La moda elegante (1842-1917)1.

El silencio era interrumpido por el trote de una cabalgadura o por la música interpretada por un rancho de jóvenes que se incorporaban a los festejos o que regresaban de ellos: en ese ir y venir, las ventanas se abrían. La ventana, abierta de par en par, saludaba respetuosamente el paso de la procesión del santo patrón u otros jolgorios populares. Cerrada, marcaba el sentimiento de duelo o de enfermedad y la tristeza entre sus moradores.

Además de propiciar la ventilación y frescura de la estancia, la ventana de celosías ocultaba el deseo de privacidad. Desde el exterior, en la calle, en el entramado de finas maderas romboidales se dibujaban siluetas personales que no llegaban a identificarse. Eso no era impedimento para el paseante diera igualmente las buenas horas.

El color en las carpinterías insulares

La antigua carpintería para puertas y ventanas venía a remarcar en su estilo y tallado el estatus social de los propietarios, era la primera imagen de presentación de los moradores. Y el color, siempre el alegre color, nunca madera vista o barnizada, con pintura preparada al aceite para proteger la resina de la madera de tea, siempre rezumante, siempre viva.

Cuidadosamente terminadas por expertos carpinteros y tallistas, estaban preparadas para resistir las inclemencias en tiempos de lluvia o para cuando los calores sofocaban. Y así, las ventanas tradicionales canarias hablan y relatan el paso pausado de la vida, generación tras generación.

El color, en diferentes gamas, de la carpintería de puertas y ventanas está desapareciendo si nadie lo remedia. El culto a la madera vista y al brillante barniz que encandila la vista es una moda reciente que representa una visión falseada de la tradición.

Históricamente, las carpinterías estuvieron enriquecidas y protegidas con pinturas que introducían motivos decorativos o simplemente policromías. La imagen estandarizada de los blancos enfoscados combinados con la madera en su color y barnizada —que ofrecen un aspecto triste, apagado y uniforme—, ha provocado la pérdida de multitud de aportaciones decorativas.

En aras a esta moda, se han cometido auténticos actos vandálicos, como los sucedidos en las iglesias de la Concepción de La Laguna, de Villa de Mazo o de Garafía. En esta última no sólo se barrió con el color en el exterior, con sus tonos rojizos en puertas y esgrafiados (también suprimidos), sino también en su interior, de modo que desaparecieron, entre otras cosas, las finas policromías que decoraban las techumbres de las capillas de la cabecera, originales del artista Antonio de Orbarán (ca. 1657)

Desde los primeros tiempos se impuso la costumbre de dar color a las carpinterías de madera, al menos en el interior de los templos. Consta, por ejemplo, que la ermita de San Miguel de Tazacorte, el primer templo edificado en la isla de La Palma, estaba cubierta en 1528 con una techumbre «con sus tirantes pintados de verde». Y lo mismo sucedía con la piedra labrada. En 1694-1695, consta que se enjalbegó el interior de las naves, recién construidas, de la iglesia de Santa María de Betancuria y se dio azul a los arcos. Todavía la portada de la parroquia del vecino pueblo de Pájara conserva muestra del color azul añil con la que estuvo policromada en el pasado.

Según el profesor Martín Rodríguez, fue a finales del siglo XVIII cuando se extendió el uso de pintar las carpinterías exteriores con el fin de protegerlas del sol y las inclemencias del tiempo, siendo el color más utilizado el rojo almagre seguido por el verde claro. En el virreinato peruano las puertas y ventanas se «barnizaban de verde», al igual que los balaustres de balcones y corredores.

Para proteger la madera de tea de su resina, siempre viva, las casas comerciales establecidas en las islas ofrecían diversos colores: blanco «albayalde» y verde o azul «cardenillo» (1786); «pintura y aceite de linaza» (1834), «barriles de pintura verde preparada» (1838). En 1862 el cura párroco de Breña Alta señalaba que las puertas, ventanas y balcones de la iglesia estaban pintados con «pintura encarnada y aceite de linaza», con el objeto, según indicaba el párroco, de «conservar y preservar su madera de la intemperie y especialmente del sol».

Los colores verde agua, canelos, rojos almagre y azul añil se ven en las carpinterías de los paisajes urbanos o rurales pintados por Juan Bautista Fierro Van de Walle (1841-1930), Luis Pereyra Hernández (1861-1919) y Teodoro Ríos Rodríguez (1917-1993) en La Palma y, en Tenerife, en la obra del acuarelista Francisco Bonnin (1874-1963), entre otros.

Loables intentos de recuperación del color original en la madera y los enfoscados de la arquitectura tradicional se han llevado a cabo desde 1993-1994. Bajo la dirección del artista Facundo Fierro Sánchez, El color en Santa Cruz de La Palma, 500 años, con su colorista intervención de los balcones de la avenida Marítima, rompió con los uniformados criterios predominantes. Otros proyectos y actuaciones, dirigidos por Luis Morera Felipe, le han sucedido en Los Llanos de Aridane y en Barlovento.

Han pasado décadas y se siguen cometiendo errores que pueden ser subsanados. Para ello es necesario la divulgación de la carta de colores de 1994 y una implicación más rotunda y decidida de técnicos, arquitectos y aparejadores, oficinas técnicas municipales y los responsables políticos. Si esto no fuera así nuestro patrimonio tradicional se perderá irremediablemente, ya no valdrán lágrimas y lamentos.

Nota: Texto perteneciente al catálogo y exposición: La ventana tradicional. Signo de identidad de la arquitectura canarias.

*María Victoria Hernández Pérez, Real Academia Canaria de Bellas Artes de San Miguel Arcángel