En el año 2007, el filósofo Zygmunt Bauman escribe el ensayo titulado “Vida de consumo”. En sus páginas, el autor realiza un análisis de los mecanismos y estructuras de poder que han llevado a la transformación de nuestra sociedad en una sociedad de consumidores. Una sociedad de mercado gobernada por individuos cosificados y convertidos en productos de consumo que deben ser aprobados y reconocidos socialmente para captar la atención, atraer clientes y, por supuesto, generar demanda. Una sociedad alienada en el consumismo y el capitalismo voraz, que nos convierte en adictos a las posesiones y que mide su valor en relación con el capital y los bienes de sus habitantes.
Ya han pasado 15 años desde la publicación del libro de Bauman, pero la realidad que dibujaba, en su momento, sigue siendo visible en nuestra imagen del presente. Seguimos, aunque nos cueste reconocerlo, gobernados por el verbo “tener”. Nuestra identidad ya no se basa en lo que soy, sino en lo que tengo, las personas buscamos, expresamos y confirmamos lo que somos a través de lo que tenemos. Y ese tener, además, nunca nos es suficiente. La montaña de posesiones, bienes, artículos, capitales…no queremos que pare de aumentar apoyada en una oleada ingente de novedades que nos hace estar desfasados y fuera de las modas con cada parpadeo que damos.
La patología social de la actualidad es la adicción a lo nuevo. La novedad nos hace querer estrenar, comprar, gastar, usar y tirar, todo en un bucle incesante e imparable que nos lleva a la locura y a la sobreproducción de recursos. Somos coleccionistas de lo nuevo y el mercado de consumo ha sido capaz de capitalizar nuestra avaricia. En unos días, esta demanda se verá saciada bajo el atractivo letrero de descuentos, unos números impresos en rojo que marcan el pistoletazo de salida para el uso de nuestras tarjetas de crédito. Una publicidad que se fundamenta y apoya, en este caso, en la campaña del Black Friday y que, aunque desconocemos con exactitud las teorías que explican su origen terminológico, lo que sí podemos afirmar es que, en general, sólo termina beneficiando a las grandes empresas. Los pequeños negocios, el distribuidor minorista, observará taciturno como su posible clientela se deja seducir, una vez más, por la llamativa esencia de la promoción y los descuentos.
La vida de consumo se caracteriza por la velocidad y es esa rapidez la que gobierna nuestro olvido. En esta realidad frenética, olvidamos tan rápido como compramos. Olvidamos, por un lado, todo lo que tenemos en nuestro armario que termina generando una situación de insostenibilidad ecológica y, por otro, las dinámicas de venta que benefician al gran comercio y que generan mayor desigualdad económica entre pequeñas y grandes empresas. Nuestros hábitos de compra sólo se pueden adecuar a un consumo de productos de baja calidad por lo que la artesanía, las marcas propias, los tejidos de fibras naturales y sostenibles, la ropa hecha a mano, queda descartada de nuestro carrito de la compra. Son productos demasiado caros para la demanda que generamos.
Pero no todo es negativo, hemos encontrado una posible solución: la moda circular y la ropa de segunda mano. En España, el auge de la compra de segunda mano se ha visto incrementado en los últimos años, sobre todo, en el público juvenil, lo que ha generado que la oleada de prejuicios que acompañaban a este tipo de dinámicas se empiece a diluir y se normalice su uso. Pero con el aumento de la demanda de este tipo de productos, la estructura del capitalismo ha visto su nuevo espacio de mercado, incrementando el valor de la ropa de segunda mano que, en ocasiones, es incluso más costosa que la de primera. Y, por supuesto, las grandes empresas no se han quedado al margen y también se quieren hacer eco de esta nueva oportunidad. Tiendas como Zara se suman a la “responsabilidad sostenible” con una plataforma llamada Zara Pre Owned, la cual pretende donar, revender y arreglar prendas ya utilizadas. La justificación de su discurso se fundamenta en el cuidado del medio ambiente, la realidad del mercado, que no podemos obviar, se basa en el impacto y beneficio económico.
Sea como fuere, lo cierto es que el consumo desmedido no sólo es enfermizo sino que también es un lujo y, no podemos pasar por alto que el nivel adquisitivo de la población española empieza a sufrir algunos contratiempos a medida que se encarece el nivel de vida y los salarios se mantienen estáticos. Quizás deberíamos intentar saciar nuestras ansias de compra con otro tipo de prácticas sociales. Sólo esperemos que nuestra vida de consumo no sea una forma inconsciente e irracional de compensar alguna carencia socioafectiva, una manera de camuflar el vacío emocional que experimenta nuestra sociedad adicta a la novedad y el olvido.