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A vueltas con la Patria

Hay grandes palabras, y Patria es una de ellas. La Patria designa la tierra paterna, el lugar natal o de acogida al que una persona se siente ligado por vínculos poderosos. Patria: cuántos desastres se han cometido y todavía se cometen en tu nombre. Recordemos aquel lema de Todo por la Patria, que figuraba o todavía figura en los cuarteles de la Guardia Civil. De esta palabra viene el patriotismo, que en su justa medida es un sentimiento necesario. Lo que sucede es que a veces el concepto Patria ha tenido un uso propagandístico y exaltado que ha propiciado innumerables desastres. Es admirable como los vascos luchan por su patria, me dijo en su día Antonio Cubillo, el fundador de aquel movimiento independentista canario que nos queda tan lejos en la memoria, el MPAIAC. Sí, el deseo de la Patria cimentado en tanta sangre, pensé. ¿Cómo puede justificarse una Patria construida sobre asesinatos, secuestros y chantajes?

Si la banda ETA mató a casi 850 personas, mayoritariamente guardias civiles pero también policías nacionales, ertzainas, empresarios, políticos, jueces y hasta periodistas, y el conflicto de Irlanda del Norte originó más de 3.500 muertos; con estos datos nos hallamos ante dos expresiones del odio y la intolerancia que por fortuna la historia ha dejado atrás. Pero tenemos otro ejemplo que superó a estos dos: las guerras civiles con masiva limpieza étnica, los genocidios contra víctimas musulmanas, serbias y croatas, los exterminios basados en las diferencias religiosas, étnicas y culturales que agitaron líderes de una y otra orilla, los desaparecidos, las violaciones, los fusilamientos en masa, las fosas comunes y los campos de concentración tras la caída de la antigua Yugoslavia. Un horror que el continente creía haber dejado atrás pero que tan solo en el conflicto de Bosnia-Herzegovina (1992-1995) produjo más de cien mil víctimas, y los peores crímenes desde la II Guerra Mundial. Los horrores del nacionalismo, con la excusa de la patria. Y al final, el único camino viable: la lenta reconciliación, la necesaria cura de las heridas todavía frescas, la construcción de un futuro en paz.

En la vieja Europa ha habido territorios que hasta hace poco se desangraban y sobre los cuales la literatura y el cine nos han dado testimonios de gran valor acerca de la violencia excluyente, las víctimas que cayeron y los procesos de pacificación que al cabo de los años han logrado poner las cosas en su sitio. La novela Patria, de Fernando Aramburu, es un magnífico ejemplo, un documento excepcional de nuestra historia que nos sitúa ante el drama cotidiano de las familias, la amenaza y el terror de los hechos consumados. En un pequeño pueblo de la provincia de Guipúzcoa unos vigilan a otros, unos siembran el miedo y la sospecha sobre otros. Si bien me aburrió la novela 4321 de Paul Auster, por repetitiva y farragosa, he de reconocer que el texto de Fernando Aramburu entra fácilmente al lector porque tiene una prosa directa, casi testimonial, compilada en capítulos cortos que registran la acción en todas direcciones: las víctimas, los verdugos, los héroes, los antihéroes. Parece como si estuviéramos leyendo un gran informe notarial, con múltiples registros. En su momento se dijo que este libro ha sido capaz de retratar las dos caras de la sociedad vasca, una ficción que –como decíamos– más bien semeja un documento, un gran reportaje sobre personas y situaciones, una radiografía que reparte el dolor humano cuando las ideas se inclinan hacia el fanatismo. Mario Vargas Llosa señaló que hacía tiempo que no leía un libro tan persuasivo y conmovedor, tan inteligentemente concebido. Hubo quienes expresaron que la novela es un fenómeno editorial, político y literario, un relato dotado de un verismo escalofriante. Cierto que también hubo críticas menos favorables, incluida la alcaldesa de Madrid, la señora Carmena, a quien no le gustó en absoluto. Quienes han sido menos elogiosos con el texto consideran que en él los personajes no son creíbles porque están construidos con excesivos estereotipos, los buenos a un lado, los malos al otro.

En un mundo cada vez más global en el que tienden a borrarse las fronteras y las ideologías se atenúan porque se impone el pragmatismo ¿qué sentido tiene exaltar todavía la idea de la Patria? Los sentimientos exagerados de pertenencia y arraigo en un lugar son responsables de xenofobia, racismo, guerras mundiales, guerras regionales, hasta las guerras tribales tan frecuentes en África. En Cataluña se celebraron unas elecciones que no aclararon el panorama, existen dos bloques antagónicos y además cuenta la perversidad de una ley electoral que otorga desigual importancia al voto según donde el voto se produzca, un hecho que padecemos en este archipiélago. Para la caterva nacionalista es mucho más fácil controlar los territorios despoblados y subvencionados que aquellos donde realmente se genera la economía. De ahí que haya surgido el fenómeno, simpático para algunos, de Tabarnia, ese eje urbano entre Barcelona y Tarragona, de mayor renta y de mayor productividad, que rechaza la aventura independentista. El propio Artur Mas ha señalado que tras las últimas elecciones la fórmula secesionista no obtuvo una mayoría suficiente para imponerse como pretende el exiliado Puigdemont con su declaración unilateral de independencia, ya que JxCat, ERC y la CUP no llegaron al 50 por ciento de los votos, sino al 47,5 por ciento. Tal vez la percepción del desafío separatista haya perdido algo de fuelle, y además parece que se han abierto nuevas visiones sobre algunas pretensiones identitarias. Los tópicos se vienen abajo cuando se constata que la realidad no es unívoca sino que es contradictoria, es plural, no admite visiones simplistas y, en un mundo tan vertiginoso, está en constante cambio. A fin de cuentas, todo esto del sentimiento identitario, la patria y la nación tiene múltiples lecturas, los conceptos antiguos caen hechos trizas en el mundo actual.

Euskadi parece pacificada, o al menos marcha en el camino hacia la pacificación. Lo de Cataluña va a exigir mucho tiempo extra; pero si el panorama ha cambiado allí donde el terror, el impuesto revolucionario y el asesinato florecieron, ojalá llegue el día en que ser catalán no sea asimilado a una idea de intransigencia, exclusión social y aventurerismo. Y ojalá que haya menos corruptos envueltos en la bandera del patriotismo. Ojalá llegue el momento en que una mentira repetida mil veces siga siendo una mentira, no la construcción de una verdad.

Blog La Literatura y la Vida

Hay grandes palabras, y Patria es una de ellas. La Patria designa la tierra paterna, el lugar natal o de acogida al que una persona se siente ligado por vínculos poderosos. Patria: cuántos desastres se han cometido y todavía se cometen en tu nombre. Recordemos aquel lema de Todo por la Patria, que figuraba o todavía figura en los cuarteles de la Guardia Civil. De esta palabra viene el patriotismo, que en su justa medida es un sentimiento necesario. Lo que sucede es que a veces el concepto Patria ha tenido un uso propagandístico y exaltado que ha propiciado innumerables desastres. Es admirable como los vascos luchan por su patria, me dijo en su día Antonio Cubillo, el fundador de aquel movimiento independentista canario que nos queda tan lejos en la memoria, el MPAIAC. Sí, el deseo de la Patria cimentado en tanta sangre, pensé. ¿Cómo puede justificarse una Patria construida sobre asesinatos, secuestros y chantajes?

Si la banda ETA mató a casi 850 personas, mayoritariamente guardias civiles pero también policías nacionales, ertzainas, empresarios, políticos, jueces y hasta periodistas, y el conflicto de Irlanda del Norte originó más de 3.500 muertos; con estos datos nos hallamos ante dos expresiones del odio y la intolerancia que por fortuna la historia ha dejado atrás. Pero tenemos otro ejemplo que superó a estos dos: las guerras civiles con masiva limpieza étnica, los genocidios contra víctimas musulmanas, serbias y croatas, los exterminios basados en las diferencias religiosas, étnicas y culturales que agitaron líderes de una y otra orilla, los desaparecidos, las violaciones, los fusilamientos en masa, las fosas comunes y los campos de concentración tras la caída de la antigua Yugoslavia. Un horror que el continente creía haber dejado atrás pero que tan solo en el conflicto de Bosnia-Herzegovina (1992-1995) produjo más de cien mil víctimas, y los peores crímenes desde la II Guerra Mundial. Los horrores del nacionalismo, con la excusa de la patria. Y al final, el único camino viable: la lenta reconciliación, la necesaria cura de las heridas todavía frescas, la construcción de un futuro en paz.