El fuego y La Relva de Elías

El Paso —
24 de agosto de 2020 11:21 h

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Moini Lungga fue el Rey que, al querer prender fuego para cocinar las viandas para su tribu caníbal, murió abrasado como consecuencia de su afición al licor, que actuó de líquido inflamable que lo envolvió en llamas.

Un peligroso accidente obliga al grumete de quince años, Dick Sand a convertirse en capitán de su barco en el que una tripulación inexperta, traiciones y desastres naturales le hacen una travesía llena de aventuras como la del encuentro con el Rey Lungga.

Elías Camacho era un hombre corpulento, de carácter hiératico, campesino y trabajador de 12 horas diarias, con arraigada devoción familiar. Se levantaba a las 5 de la mañana, desayunaba una taza grande de leche de cabra con gofio y bajaba a las sorribas de El Charco Verde, Las Hoyas o La Costa para picar, mover y colocar enormes piedras que, entrelazadas en perfectas alineaciones, formaban los canteros para rellenaros de tierra transportada desde el Llano de Las Cuevas. Se sembraban plataneras. Al llegar a su casita, construida por él mismo en sus ratos de descanso, Regina, su generosa mujer, le tenía preparada la mesa con su gofio amasado, papas guisadas y el pescado salado o chicharros fritos con mojo verde, el “conduto” habitual y casi único de la autarquía campesina de Las Manchas, el lugar más seco y con terrenos menos productivos de La Palma.

Tierra, agua, Aire, Fuego es una obra dedicada a estudiar la literatura de Julio Verne, escrita y dibujada por 52 autores entre los que destacan firmas como las de Volker Dehs, Fernando Aramburu (impulsor del reconocimiento póstumo de la figura del palmero Félix Francisco Casanova) o José Jiménez lozano. En la obra se sitúan geográfica y temáticamente cada una de las obras del escritor francés y su influencia en el subgénero literario de la ciencia ficción. El fuego, como poder destructor está presente en muchas obras de julio Verne. “Un Capitán de quince años”, el de las aventuras del grumete Dick Sand en donde el malvado Moini Lungga perece impregnado de aguardientes inflamables, es una obra memorable para un lector de 12 años, que era yo o para un campesino fatigado por el trabajo incesante, que era mi vecino Elías.

Elías Camacho, descansaba las tardes de una hora y media bajo un pino enorme, el de su sobrina María Elma, entablando conversaciones con los vecinos sobre los recurrentes asuntos relacionados con el clima y las cartas de los familiares que llegaban de Venezuela mientras contemplaban el paso de los escasos coches, camiones o guaguas que, junto a las bicicletas, motos y carros mancheros (que artilugios artesanos de madera usados para el transporte por carretera de cargas en los descensos y que había que empujar en las subidas). El último usuario de estos carros, llamado Gregorio, se dedicaba a la compra ambulante de las pieles de cabritos rellenas de pinillo, que se disecaban al sol, para su uso posterior en la confección artesanal de zurrones de gofio.

Cabritos, cabras… Era imposible sobrevivir en Las Manchas sin el aporte calórico y de proteínas de la leche y el queso de cabra. Elías, al que nunca decíamos D. Elías porque era parte de la familia, aunque no lo era, acudía al pajero, cogía las correas, podones y sogas y subía al monte por el Camino Chimba a podar un feje de pasto en la Relva, una finca de monte situada en las laderas de las Montañas del Gallo, junto al Canal de La Habana y El Bote.

La Relva significaba para Elías y Regina la supervivencia. Tagasastes y tajinastes eran los forrajes habituales que se cargaban al hombro en los atardeceres permanentes. En verano se subía al monte a recolectar las tederas y corazoncillos que, una vez puestos al sol y deshidratados, se guardaban en los pajeros como provisiones de invierno. En mi casa, la finca de recursos se situaba un poco más al norte, en Cabeza de Vaca y Volcán de Bernardino.

 Miguel Strogoff, Viaje al Centro de La Tierra, Los Hijos del Capitán Grant fueron textos que llegaron a nuestras manos, creo recordar que a partir de unos obsequios que Bazooka, enviando centenares de envoltorios de sus chicles, nos enviaba por correo. Y Elías era un lector apasionante. Se sentaba junto a la luz del quinqué de petróleo (la luz eléctrica llegó a Las Manchas en 1971) y frente a un aparato de radio que emitía los programas de Radio Club, Radio Juventud, Radio Popular y Centro Emisor del Atlántico, leía con enorme atención los libros que yo le prestaba: los de Julio Verne o los de literatura clásica que, por deberes del maestro, accedían a mis manos. Regina preparaba la cena.

 El monte era el medio de subsistencia. Nos aportaba pastos, frutos de secano, leña para el fuego y pinillo para cama del ganado. Si se quemaba el monte, se quemaban nuestras esperanzas de bienestar o tranquilidad para el invierno, era sencillamente un hecho desgraciado. Elías lo sabía y yo lo sabía con diez u once años de edad. Se palpaba la angustia en las familias por ver desaparecer el sustento que, en gran medida, dependía de los animales estabulados en los corrales. El monte se quemaba, porque se ha quemado siempre. Y, en aquella época de trabajo duro, no era peligroso ir a apagar el fuego. No había medios aéreos, ni motobombas, ni personal de Medio Ambiente ni, por supuesto, agua. A la primera señal de alarma, los vecinos de Las Manchas corrían monte arriba, por las veredas y serventías, ataviados con azadas y machetes para combatir el fuego. También íbamos los niños y ayudábamos con ramas a detener un fuego que no avanzaba porque no tenía que quemar.

Elías era un hombre recio, de fuertes convicciones y comprometido con sus valores. Y nunca lloraba ni se quejaba por nada. Y, sin embargo, lloró. Y esa imagen perdurable de las lágrimas en sus mejillas la evoco siempre que hay incendios en nuestros montes. Fue un fuego declarado en Llano del Banco que se acercaba irremediablemente a La Relva de Elías, con vientos de levante que rodeaban las laderas de El Gallo. Parecía imposible detenerlo… y Elías lloró…

La extensa obra de Julio Verne, Un Capitán de Quince Años fue escrita para publicarla por entregas en 1878. Es un libro de aventuras en la goleta Pilgrim y de las peripecias de su joven capitán. Fue el libro preferido por D. Elías Camacho: cuando regresaba de su trabajo vespertino, descargaba de sus hombros el feje de tagasastes y aflojaba la correa. Yo lo esperaba al otro lado del camino, sobre la pared, para hablar de los nuevos episodios del libro. Era media hora de análisis de una obra de Julio Verne hecha por un niño de 12 años y un campesino autodidacta que regresaba de un trabajo arduo. Aquel fuego del Llano del Banco quemó solo una parte de La Relva: los contrafuegos y la rápida actuación de los servicios de contraincendios, que no eran otros que las azadas, machetes y ramas en manos de personas con voluntad y experiencia, lo impidieron. Cuando regresó, con el ánimo de triunfo sobre el fuego que quiso arrebatarle sus pastos y frutales, me dijo: “El fuego que acabó con Moini Lungga, lo paramos en Canal de La Habana”.

Cada vez que se produce un incendio en La Palma, se producen los debates recurrentes. Miles de personas se afanan con atrevimientos diletantes a cuestionar métodos y causas. Los incendios actuales no tienen nada que ver con los de antaño, con los que vivimos cuando el monte era fuente y medio de vida. En esa época estaban limpios de leña, piñas y pinillo, que se usaba para cama de animales y para los empaquetados de plátanos. En la actualidad, el enorme material combustible acumulado en decenas de años en barrancos y laderas, hace imposible el uso de técnicas ancestrales de combate del fuego. Cuando se habla de la limpieza de los montes como prevención de conatos, lo convertimos en un sofisma. Y es que los pinos están constantemente soltando pinillo y piñas, propio de su condición natural para resistir en ambientes inhóspitos, por lo que se necesitarían decenas de miles de operarios para mantener limpios nuestros pinares de materias combustibles.

Los montes se abandonaron en gran parte de la superficie de la Isla por causas, no son sólo generacionales, sino también por errores en la planificación política del suelo. Un fenómeno nuevo es el del acercamiento de los pinares a las zonas pobladas: antes, los espacios forestales estaban reservados a los pinares a partir de la “raya” de lo que se llamaba monte público. De ahí hacia abajo eran utilizados para tierras de cultivo, de cereales y viñedos en el Sur. Y es que el Sur, como vimos en Fuencaliente, al ser geológicamente nuevo y carecer de barrancos profundos, tiene el peligro añadido de las lluvias, en caso de producirse, que en un terreno ausente de materiales de contención provoca grandes escorrentías.

La Isla ha multiplicado la superficie ocupada por los pinares. Se calcula que hay más de quince millones de pinos distribuidos por casi toda la geografía insular. Paradójicamente, un árbol enormemente abundante y resistente a sequías, fuegos y usos industriales, está protegido por las legislaciones de protección. Casi no se hace uso de la permanente hoja caduca, que en La Palma llamamos pinillo, que se acumula sin cesar para que, cuando llegan los incendios, provoquen enormes llamas captadas hasta por los satélites de la NASA.

Aviones, helicópteros y medios humanos, una y otra vez, declaraciones de políticos de todas las preferencias, debates populares recurrentes. El año que viene, o el otro, volverá otro incendio. Elías sufría porque se quemaba La Relva con sus pastizales, viñedos y frutales. Hoy, en aquel lugar sólo hay pinos, muchos pinos que, que cuando se queman, las llamas se ven desde el espacio sideral.