Hubo un día feliz
En que las alas se estremecieron de esperanza
porque el vuelo prohibido iba a ser desatado.
Hubo un día feliz
en que los monstruos del poder,
consistentes en recíproca hostilidad,
temblaron
porque su esencia iba a desvanecerse.
Fue el día en que una niña
hizo inútiles las armas
dejando en ellas un clavel.
Ante suceso tal se abrazaron los monstruos,
Infinita inmundicia la suma de los miedos,
acuerdo tenebroso.
Oh, Portugal
¿quién sabe el nombre y el lugar de aquella niña,
condenada a esfumarse en el olvido?
Duró más la leyenda de Fátima:
servía al desabrazo de los monstruos
cuya hostil diferencia aseguraba
la impudicia de la tranquilidad;
el sol que danza, los mensajes alienantes, la inocencia de nuevo utilizada
pueden coexistir y recordarse
porque no minan
el respeto al sargento y la pistola,
nexo, fuerza común y vergonzante
de fingidas antítesis
que adulteran o impiden
la noble y limpia coronación de cualquier síntesis.
Hubo un día feliz
en que el fusil brotó clavel junto a una niña;
ese día merece ¡oh Portugal!, enamorarse de tu nombre:
en él,
todas las armas de la tierra,
cansadas de matar,
por un instante soñaron una extraña primavera,
posible sólo a manos de los niños,
donde el fusil se ha consentido búcaro,
tierra la pólvora
y clavel rojo el humo blanco de la muerte.
Clavel contra la voz que debe ser obedecida.
Niña contra la bocamanga engalonada.
Tal es la apuesta.
Porque incluso las armas pueden ser inocentes.
Una muerte tan solo es necesaria:
la de la voz de mando.
La voz de mando que, a través de los siglos, ha asustado a los
niños;
que, a través de los siglos, no ha llegado a decir “hermano mío”.
La voz de mando
nacida de una boca
a quien ha sido prohibido el beso
y donde nunca
¡oh tristeza infinita!,
florecerá el clavel.
Luis Cobiella