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Félix González, psiquiatra: “El desarrollo veloz de la tecnología sin una regulación ética puede entrañar riesgos nefastos, como las guerras”

Santa Cruz de La Palma —

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Durante los días 17, 18 y 19 de octubre se celebró en Donostia, en San Sebastián, el XXVII Congreso Nacional de Psiquiatría organizado por la Sociedad Española de Psiquiatría y Salud Mental (SEPSM) y la Fundación Española de Psiquiatría y Salud Mental (FEPSM). El doctor Félix González, jefe de Servicio de Psiquiatría del Hospital Universitario de La Palma (HULP) y presidente de la Asociación para la Promoción de la Salud Mental y Hábitos Saludables (APROHAS) participó como congresista. En esta entrevista habla de las razones por las que la guerra parece un asunto interminable y recurrente. Uno de los temas que se puso sobre la mesa durante las jornadas. 

¿Por qué hay tantas guerras, que se repiten, se enconan, y que parece que no terminan? 

¡Y parece que no terminan! Justo el planteamiento que defendió el Dr. Tobeña durante el congreso acerca de su trabajo titulado la ‘Guerra Infinita’. Al fenómeno de la guerra podríamos considerarlo como un problema perverso. No solo por sus siniestras consecuencias, sino por lo difícil que nos resulta analizar este asunto tan trágico, tan actual, tan persistente. Sabemos que los problemas perversos tienen al menos dos cualidades que complican su abordaje y resolución: la dificultad de terminar con ellos y la multicausalidad. Es decir, difíciles de solucionar y difíciles de comprender. 

¿No cree entonces que se pueda terminar con las guerras? ¿Y que tampoco podamos comprender por qué se producen? 

Sobre lo primero, efectivamente no lo creo. Por lo menos en un plazo razonablemente deseado. Y para intentar entender la tendencia a las guerras podríamos acercarnos desde al menos dos aristas de la cuestión. La primera sería ver su relación con el contexto histórico del pensamiento como facilitador del belicismo. Y la segunda, la implicación más estrictamente del factor humano como causa. 

¿Tendríamos que acudir, entonces, a la historia? 

Sí. Y a la sociología. Y a la antropología… Y a las ciencias que se dedican a estudiar y valorar el comportamiento humano como son la psicología y la psiquiatría. Podríamos hacer un conciso recorrido por cómo las corrientes de pensamiento han podido tener su influencia.

¿Puede explicarnos la relación del desarrollo del pensamiento con la guerra?

Durante el siglo XIX el pensador francés Auguste Comte desarrolló ‘La Teoría del positivismo’, que sentó las bases del conocimiento social moderno. Su teoría, aún influyente en la actualidad, se basó en primar como objetivos de lo que se considerara como progreso lo que fuera útil, desde el punto de vista práctico, despreciando todo aquello que consideraba que no servía como medio para alcanzar algo más tangible. Es entonces cuando se impone lo que el mismo Comte llamó ‘el régimen de los hechos’ y que supuestamente iba a terminar con muchos de los problemas de la humanidad. A partir de entonces, se prescinde, como si se tratara de un lastre, de la educación en contenidos más humanísticos que se defendían en la Ilustración. Libertad, igualdad y fraternidad quedan entonces devaluados como valores.

 ¿Podríamos pensar que un progreso deshumanizado no es el mejor camino?

A la vista de lo ocurrido, sí. De aquellas lluvias de un movimiento pretendidamente antifilosófico y contrarrevolucionario como pretendió ser el positivismo, se desencadenaron las guerras más cruentas de la humanidad nada más iniciado el siglo XX. Las cifras de muertos y civiles se han contabilizado en alrededor de 40 millones durante la llamada Gran Guerra y de unos 75 millones durante la Segunda Guerra Mundial. Ambos enfrentamientos de dimensiones no conocidas hasta entonces acabaron con la vida de una población equivalente a la que tienen actualmente Francia y España juntas. 

¿Se hizo alguna autocrítica sobre lo ocurrido? 

La reflexión que se hizo en su momento y que continúa actualmente es que no bastaban solo los avances tecnológicos y científicos para que este mundo resultara más vivible. Y tampoco más seguro. Parecía lo contrario.  Algo fundamental falla cuando, en pos del progreso material como casi único objetivo, dejamos atrás otro tipo de consideraciones que contemplaban aspectos tan esenciales y relegados como el bienestar emocional, la cultura, la justica, la tolerancia, el arte, la concordia, el respeto, el diálogo, la verdad, la dignidad… En fin, lo que podríamos llamar valores intrínsecos, denominados así por lo que valen en sí mismos y que, aunque tan esenciales y necesarios, continúan bastante olvidados aún hoy en día.

Y en este sentido, ¿hemos aprendido algo de la historia para evitar las guerras?

A la vista de lo que está pasando parece que no. Es más, como es conocido y hace apenas una década, en la tristemente famosa ley de educación, la LOMCE, se promulgaba en el peor sentido ‘positivista’, prescindir de lo que no parecía de utilidad al gobierno de turno. Se restringieron entonces en la docencia temáticas en el Bachillerato como la Filosofía y la Educación en Valores Cívicos y Éticos. Y aunque todavía hoy nos parezca increíble, se censuraron, hace apenas una década, incluso libros de texto con estas materias. 

¿Habría una relación pues entre los sistemas educativos más pragmáticos en detrimento de otros valores aparentemente considerados erróneamente como poco útiles y la guerra? 

Hemos convivido en época reciente con la amenaza de una tercera guerra mundial. Ahora mismo, si no se contienen al menos los conflictos más cercanos a occidente, (Ucrania y Oriente Medio), se nos dice -y lo sabemos- que podría saltar la chispa de una refriega mortífera de largo alcance mucho más devastadora que sus predecesoras. 

¿No nos basta con la ciencia?

La ciencia es necesaria e imprescindible. Gracias en muy buena parte a ella hemos aumentado unos 40 años nuestra esperanza de vida en el último siglo. Pero también los avances tecnológicos han permitido fabricar sofisticados y mortíferos aviones de guerra, submarinos y armamentos implacables. Bombas y armas de destrucción masiva capaces de producir muertes y destrucción a gran escala. Creo que no resulta nada exagerado predecir que las consecuencias de una guerra global serían hoy realmente catastróficas que impondrían un terror generalizado y que afectarían prácticamente a todos los aspectos de la vida humana y del planeta. 

¿Qué se puede hacer para intentar desactivar este potencial destructivo?

Pues no sé si alguien tiene una respuesta muy tranquilizadora. Yo desde luego no. Y durante el congreso tampoco la escuché. Lo que sí hemos debatido es sobre la necesidad de repensar cómo corregir la deriva de los planteamientos educativos. Donde se van fraguando nuestra personalidad y se establece la forma de ver y afrontar la vida sin hacernos tanto daño.

¿Y cómo lo hacemos? 

Es necesario revalorizar el papel y la calidad de la enseñanza desde la primera infancia. Promover que el profesorado tenga una sólida formación axiológica, es decir en el conocimiento de valores, para que se los puedan enseñar a sus alumnos desde muy temprana edad. Debemos ser muy conscientes de que cualquier progreso científico y técnico que seamos capaces de alcanzar debe ir acompañado necesaria y paralelamente del desarrollo de códigos morales suficientes que moderen y humanicen sus usos y aplicaciones. Si no es así, esos logros sin una reglamentación moral tendrían el potencial de un mal uso al servicio de apetencias, nada raras en los humanos, como son el afán de control y poder. El desarrollo veloz de la tecnología al que asistimos sin una regulación ética paralela puede entrañar riesgos nefastos. Y uno de ellos son las guerras. Nunca es pronto para en la vida de una persona cultivar la importancia de valores como el de la protección de los Derechos Humanos, de la dignidad, el respeto, la justicia,  la equidad... 

Interesante, Dr. González. ¿Qué le parece si el factor humano que nos mencionaba al principio lo dejamos pendiente para un próximo encuentro?

 Me parece muy bien. Eso nos permitirá coger aire para continuar en otra ocasión con este asunto tan denso.