La madre de una de las residentes del centro para discapacitados Triana, cuyo director hasta el año 2013 ha sido condenado a tres años y nueve meses de prisión por someter a sus internos prácticas degradantes, ha destacado tras la resolución judicial “la importancia de vigilar al vigilante”.
Eugenia Paiz, única denunciante particular junto a su hija R., ha relatado en declaraciones a EFE el recorrido desde que ésta entrara en el centro de discapacitados público, en abril de 2012, hasta que el director fue destituido por el Cabildo de La Palma en marzo de 2013.
La madre denunciante explica que cuando R. “lleva solo seis días en el centro” y fue a visitarla, se encontró con que “la niña de 21 años que había dejado, que iba de compras conmigo y había hecho terapia para mejorar su conducta, estaba en silla de ruedas, babeándose y con morados en las manos por las sujeciones que llevaba”.
Eugenia ha puntualizado que antes de la entrada de su hija en ese recurso había solicitado adaptaciones al centro y formación para sus empleados, ya que R. “tiene un autismo kanneriano -o Síndrome de Kanner- una discapacidad grave asociada a un retraso intelectual, y cognitivamente, tiene la mente de un niño de dos años”.
Cuando esta madre detectó los posibles malos tratos, solicitó la apertura de un expediente que investigara la forma de actuar en la residencia de adultos discapacitados, que se dilató durante ocho meses sin que Paiz conociera detalles del mismo, y en los que su hija debía seguir en el centro.
“Imagina la angustia y terror esos ocho meses”, comenta Eugenia, que añade que “la obsesión de este hombre (el procesado) era que yo me llevara a la niña del centro, porque así perdería la plaza y el expediente se cerraría automáticamente”.
“Ese expediente llegó hasta la Fiscalía, que presentó la acusación, y así es cómo hemos llegado hasta esta condena”, recalca.
Aunque esta madre recuerda cómo algún día le cerraron la puerta del centro al ir a visitar a su hija, asegura que “siempre” consiguió entrar y, en cada una de esas visitas, le decía a R. que “mamá lo está arreglando, que tenía que resistir con mamá, porque si no, estos malos tratos los iban a seguir padeciendo más de 40 residentes”.
En la sentencia condenatoria queda probado, según la denunciante, que si no se hubieran dado cuenta y si no hubieran luchado, “a día de hoy podría seguir produciéndose, como llevaba haciendo este hombre desde la apertura del centro, en el 18 de noviembre de 2008, cinco años antes de ser apartado”.
“Resistimos y pagamos el precio, especialmente mi hija”, insiste Eugenia, que señala satisfecha que “a día de hoy R. está en la misma residencia, pero ahora funcionan las cosas, hoy va a ir a la piscina, disfruta, y no hay problema si quiero salir con ella a dar un paseo”.
Paiz considera que “lo más grave de todo es que el condenado sentía que tenía el poder sobre un centro que es público y que es un recurso creado para dar cobertura a las necesidades de familias que tenemos que hacer compatible la vida laboral y familiar en unas condiciones muy difíciles”.
La madre denunciante no entra a valorar la sentencia porque considera que no tiene “derecho a pedir una pena distinta”, porque está “en contra de legislar en caliente, ni se puede hablar desde la indignación y la rabia”, aunque sí pide que se ponga el foco en “que se haga pedagogía del cuidado de los derechos fundamentales”.
Paiz demanda a las instituciones públicas que el “sistema de residencias para personas mayores o con discapacidad adulta tiene que funcionar” y, para ello, exige que se “vigile al vigilante”.
“No se puede hacer negocio con los cuidados a dependientes, tienen que ser públicos de la mano de comunidades autónomas, cabildos, diputaciones y ayuntamientos. No se puede seguir privatizando el cuidado de nuestros mayores y de los más vulnerables”, sentencia.