Espacio de opinión de Canarias Ahora
Como una canción de Albert Pla

En varias ocasiones me he encontrado en internet con un cautivador monólogo de Alfredo Landa en la película Las verdes praderas, del año 1979, dirigida por José Luis Garci y escrita por José María González Sinde y el director. En él, nuestro Jack Lemmon español (o Lemmon el Landa americano), tan dotado para la comedia como para el drama, lamenta haber estudiado y trabajado duramente en su juventud para poder disfrutar de los frutos de su esfuerzo en el futuro porque ahora que el futuro es ya presente, se ha dado cuenta de que este no le gusta. Era esta una de mis películas pendientes, que por fin he visto.
Oímos mucho mencionar eso del “cine necesario”, tanto que se ha convertido en un cliché, una denominación tan usada que ha perdido parte de su valor, como cuando los actores dicen que ese papel que le han dado es “un regalo”. No duda uno de que tanto la alusión al regalo como al cine necesario no se digan con sinceridad, pero pierden fuerza de tanto uso y uno no puede evitar sospechar que hay algo de impostura en eso, de proyección de cara a la galería. Tengo la impresión, sobre lo primero, sobre el cine necesario, que suelen acudir a esa calificación para referirse a películas que reflejan un malestar social, algo que preocupa a la masa de individuos que somos todos. Si bien esto es legítimo y forma parte también de mis preocupaciones, personalmente me gusta denominar de ese modo a las películas y a los libros que tratan sobre los temas que nos atraviesan a los humanos de un modo más profundo, que tienen que ver con nuestra propia existencia social, al margen de las coyunturas que estemos viviendo. Que hablen de esa desazón interna que tenemos desde tiempos inmemoriales y que son independientes de si ha subido el precio de la vivienda o de si el ególatra de Trump insulta al resto del planeta. Esa inquietud interna que nos hace cuestionarnos por qué y para qué estamos aquí. Esas películas son importantes porque descorren el telón y nos descubren un escenario con toda su tramoya a la vista.
Las películas a las que yo denomino necesarias son incómodas por lo general, en mayor o menor medida, y pueden tener forma de comedia como El apartamento, de Billy Wilder o forma de drama poco esperanzador, un auténtico puñetazo en la conciencia, como Dogville de Lars Von Trier o El séptimo continente, de Haneke.
No sé si el cine necesario es más necesario que el cine que no es necesario. Supongo que todo depende de qué es una necesidad para cada uno. Los neuróticos obsesivos compulsivos, por ejemplo, necesitamos hacer cosas que vistas desde fuera parecen una locura y, sin embargo, vistas por dentro… son una locura. Hay tipos que necesitan hacer deporte todo el santo día y otros que necesitan ir a misa todos los domingos y fiestas de guardar. Cada uno con sus necesidades.
Cuando se descorre el telón, al comienzo de Las verdes praderas, nos vemos a nosotros en el escenario, somos nosotros en la apariencia física de un actor bajito y de rostro amable, el de Alfredo Landa, y vemos cómo discurre un fin de semana en el chalet de la Sierra, en lo que debe ser el descanso habitual de la semana laboral. Poco a poco nos descubrimos a nosotros mismos cargando con el peso de una existencia más pesada a medida que las escenas se suceden, como un Sísifo empujando una piedra por la ladera de una montaña. En la cúspide, la piedra cae de nuevo y Landa sabe que debe bajar de nuevo a empujarla. Es el momento de la lucidez, cuando se produce el famoso monólogo. Después de eso, todo parece volver a la rutina, de vuelta a la ciudad para llegar al lunes y con éste al viernes y al siguiente fin de semana. Pero no. El próximo fin de semana va a ser diferente, porque el monólogo no era un monólogo sino un diálogo con su mujer, que interpreta la actriz María Casanova, quien ha tomado una decisión que ha convertido la película en otra cosa y este Garci ahora es un Garci-Haneke antes de que Haneke existiera como cineasta.
La película te da un mazazo sin perder su delicadeza, como esas letras brutales de Albert Pla cantadas sobre melodías dulzonas. Y se queda en puntos suspensivos para que nosotros, que estamos mirando al escenario, subamos a éste y decidamos cómo terminar de interpretar la obra.
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