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La infección
Se dice de ella que es la mejor opción entre las menos malas. Mafalda, personaje inigualable creado por Quino, se reía a carcajadas cuando leía en un diccionario su significado: “(del griego demos, pueblo, y Kratos, autoridad) Gobierno en que el pueblo ejerce la soberanía”. Sí, estamos hablando de la democracia. Y viene a colación por lo que ha pasado y está pasando en algunos gobiernos del mundo y en la forma en que se accede al poder. La democracia se ha consolidado como el modelo de gobierno preferido. A lo largo de su historia ha logrado generar expectativas de justicia, libertad y participación ciudadana. Sin embargo, en la práctica, las democracias modernas presentan defectos profundos que a menudo distorsionan sus principios fundamentales. Un aspecto particularmente preocupante es la llegada al poder de dirigentes que, aunque son electos a través de pilares democráticos, carecen de un compromiso auténtico con sus principios. Es cierto que se busca la participación inclusiva de toda la ciudadanía, garantizando derechos fundamentales y promoviendo la justicia social. Sin embargo, en la práctica, este sistema político enfrenta varios defectos que limitan su efectividad y ponen en peligro la estabilidad de las instituciones democráticas.
Uno de los defectos más evidentes es la influencia desmedida de intereses particulares, distorsionando la competencia política a la vez que crea una brecha de representación, pues las decisiones electorales terminan siendo influenciadas por aquellos que tienen los medios para imponer su mensaje. A su vez, las democracias contemporáneas están a menudo atrapadas en una polarización extrema, donde las posturas políticas se endurecen y se transforma el debate público en un enfrentamiento tribal en lugar de promover un diálogo constructivo y reflexivo. Todo esto se ve sobrealimentado por la promoción de intereses cortoplacistas porque la clase política, al estar sujeta a periodos de gobierno limitados y a la presión del electorado, pueden priorizar decisiones populares en lugar de adoptar políticas estratégicas.
Los liderazgos que se ejercen en momentos de crisis aprovechan el descontento, apareciendo como personajes que salvarán el mundo, prometiendo soluciones rápidas y decisivas para los problemas más apremiantes. Sin embargo, una vez en el poder, donde se dijo “digo”, se dice “Diego”. Este fenómeno puede observarse cuando se utiliza el mandato popular como justificación para erosionar los controles institucionales, en lugar de fomentar la transparencia y la rendición de cuentas. Pero, como dice el dicho, no hay mal que dure cien años, ni cuerpo que lo aguante. A lo largo de la historia, si hay movilización civil, activismo y presión, cualquier régimen puede cambiar. La historia está llena de ejemplos de líderes que, aunque ganaron elecciones democráticas, finalmente fueron derrotados.
Eso sí, la clave de esta esperanza radica en la educación cívica, la participación activa de la ciudadanía y el fortalecimiento de las instituciones democráticas. A medida que más personas se involucren en el proceso político, se crearán las condiciones necesarias para garantizar que los líderes democráticos se mantengan comprometidos con los ideales que dieron origen a sus mandatos. Por eso, como hay que seguir creyendo que la democracia es el sistema menos malo con un menor número de imperfecciones, aquellas personas que nos consideramos de bien debemos redoblar los esfuerzos en explicar los peligros y el significado que tiene la autocracia sustentada en el imperialismo, en el nacionalismo radical, así como otras ideologías discriminatorias basadas en el racismo, el miedo y en la amenaza, sin dejar de cumplir con lo prometido, que no es otra cosa que resolver los problemas colectivos que se nos presentan. De lo contrario, una insatisfacción genera fisura y, por la fisura, entra la infección.
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