Alaska: un lugar donde solitarios, desencantados y excéntricos parecen encontrar su refugio

Descubrir nuevos mundos es intrínseco a la condición humana. Pasar la siguiente curva, ver que hay al otro lado de la montaña, ir más allá del río, cruzar el océano. Siempre un poco más lejos, en constante progresión hacia lo desconocido. Tal afán, muchas veces temerario y otras unido, necesariamente, a la cruda supervivencia, nos sigue fascinando. De no ser así, igual seguiríamos medievalmente acorralados por los monstruos, del imaginario precipicio al final del horizonte.

Tras mapear mar y aire, seguimos aspirando a nuevos territorios: la Luna, Marte, la Galaxia, el Universo… Y así, previsiblemente, continuaremos avanzando en terreno extraño, colonizando planetas y, quizás, a otros. Forzosamente ocurrirá, que nuestro destino nómada se imponga, basándonos en la circunstancia inevitable que, dentro de miles de millones de años, extinguirá nuestro sol (si no agotamos el resto de recursos antes). Dejando a las visionarias Crónicas marcianas de Bradbury en anecdótica excursión dominical. Habrá que ir mucho más lejos entonces. Así que, tal vez, mantener vivo el instinto explorador no sea tan malo.

Pero no adelantemos acontecimientos y centrémonos en un tiempo en el que dejó der ser posible pisar tierra y clavar bandera. Pese a la certeza de convivir en un mundo catalogado, los hombres continuaron cultivando ese ansía de movimiento que, en no pocas ocasiones, enmascaraba un intento de escapar: de las convenciones, de los demás, incluso –aunque de percepción más tardía− de ellos mismos. Por lo que, cuando ya no quedó camino hacia lo inédito, hubo que afinar la búsqueda para reencontrarse con lo auténtico, lo indomesticado. O lo que es lo mismo, los grandes espacios naturales, vírgenes a la mano del hombre.

Estos lugares cargan de romanticismo el espíritu humano, disparando la conexión cósmica de sentirse parte de un todo. Un retiro con el que conseguir la regeneración del alma. Hemingway, que sentía una gran afinidad con la naturaleza, otorgaba poderes curativos a la misma en su cuento El río de dos corazones, donde su alter ego Nick Adams se recluye en el bosque buscando consuelo:

Nick se inclinaba hacia delante para mantener el peso de la mochila en lo alto de los hombros, siguiendo el camino paralelo a la vía del tren, dejando atrás, en el calor, la población calcinada. Luego rodeó una colina flanqueada por dos laderas altas y marcadas por el fuego hasta llegar a un camino que volvía a internarse en campo abierto. Siguió andando por el camino doliéndose del peso de la mochila. El camino era cuesta arriba, y el ascenso era difícil. Le dolían los músculos y hacía calor, pero Nick se sentía feliz. Tenía la sensación de haberlo dejado todo atrás, la necesidad de pensar, la necesidad de escribir, otras necesidades. Todo quedaba atrás.

Retornar a lo salvaje mantiene esa aura que la mayoría de los jóvenes siente como propia pero que se va arrinconando a medida que crecemos. Algunos, en cambio, no pierden esta inquietud y, mochila en mano, dan los primeros de muchos pasos. Las metas varían con cada individuo pero si hubiese que señalar un destino estrella para las personas magnetizadas con los confines extremos, sería Alaska. Un lugar mágico que, no por nada, lleva el sobrenombre de “la última frontera”.

Las novelas y el cine han alimentado el mito de recorrer sus parajes sin reparar en las asediantes nubes de mosquitos o los inviernos donde no se pone el sol. No en vano, Alaska destina un fondo especial para sus residentes, una donación anual que premia a los que no se marchan. En 2015, este dividendo llegó a la suma récord de 2.072 dólares por persona. Lo que hace pensar que, poco tendrá de bucólico vivir allí cuando es necesario tirar de burocracia.

Lo que hace olvidar rápidamente todos estos inconvenientes es su capacidad de hacernos sentir exploradores de nuevo. En pocos lugares se produce una comunión tan clara con la naturaleza donde los solitarios, los desencantados y los excéntricos parecen encontrar su refugio, amparándose en la promesa de una vida sin condicionantes. La ausencia de juicios ajenos, a excepción de los propios –que no son pocos−, garantiza una inmersión de pensamientos ininterrumpidos durante veinticuatro horas, un monólogo interior que no todos logran superar. Aislados pero en un entorno que, aunque feroz, tiene la capacidad de cautivarnos. Cabezas en análisis constante y cuerpos expuestos a las inclemencias. ¿Serían capaces?

Estas son las historias de aquellos que se atrevieron a contestar: “sí”.

El experimento de Gene Rosellini

Uno de los personajes más extravagantes que se dejaron atrapar por Alaska fue un joven de familia acomodada, cuya personalidad se saltaba todas las convenciones. Sobrino del gobernador de Washington Albert Rosellini, estudió antropología, historia y filosofía en la Universidad de Seattle. Dando saltos de una asignatura a otra al considerar que su objetivo no era la formación reglada, sino la búsqueda del conocimiento en sí misma. Un ejemplo claro de la actitud que caracterizaría sus actos.

Exprimía al máximo los objetivos, con rigurosidad obsesiva, hasta sentir que era el momento de renovar motivaciones. Fiel a este esquema, abandonó la vida universitaria a finales de los años setenta, optando por trasladarse a los bosques de Cordova, en Alaska. Allí empezaría a ser conocido por el sobrenombre de el Alcalde de la Ensenada Hippie ya que, aunque iba por libre, compartía espacio con otros jóvenes asentados en la bahía, que andaban al acecho de un empleo durante la temporada de pesca.

La mudanza no fue aleatoria, al contrario, entrañaba el propósito de extrapolar los conocimientos adquiridos en sus años de estudio a la más estricta experiencia. Su intención era probar −movido por el desengaño con su propia especie− si el hombre actual sería capaz de retornar a un periodo prehistórico y sobrevivir en el intento. Convencido de que los seres humanos se habían vuelto inferiores a causa de la tecnología, fue adaptando sus costumbres e instrumentos a los propios de cada etapa: la Roma Antigua, la Edad de Cobre, la de Hierro… y así, hasta alcanzar el Neolítico.

Renunció a la electricidad, a la calefacción o al uso de una simple –y necesaria− hacha. Si necesitaba cortar madera, recurría a una piedra afilada aunque la tarea le llevase días. Con ese método se construyó una cabaña donde guarecerse, al tiempo que se mantenía a base de raíces, bayas o cualquier animal que pudiese cazar por medio de trampas y arpones que, por supuesto, él mismo se fabricaba. En los veranos emulaba las migraciones recorriendo hasta treinta kilómetros; los que dificultaba, aún más, cargando con varios kilos de piedras a la espalda.

El loco experimento necesitó algo más de una década para convencer a Rosellini de que, en efecto, los humanos habían perdido la habilidad de vivir como cazadores-recolectores. Leal a su personalidad impulsiva, reseteó ambiciones a los 49 años, decidiendo que su próxima hazaña consistiría en dar la vuelta al mundo con, únicamente, unas pocas pertenencias en su mochila. Sin embargo, este viaje jamás llegó a realizarse. Rosellini apareció muerto en su cabaña con un cuchillo clavado en el corazón. Los forenses dictaminaron que había sido un suicidio aunque el método elegido provocaba dudas, dada la brutalidad y sangre fría necesaria para llevarlo a cabo. La obstinación de el Alcalde ya había sido demostrada con anterioridad pero lesionarse de ese modo, apuñalándose en el pecho, no encajaba con el proyecto que pretendía poner en marcha. Sin notas ni otras pistas, su muerte conservará el enigma para siempre.

Los sueños de McCunn

Tragedia y desesperación forman parte del anecdotario común de Alaska pero, rara vez, las historias que lo encuadran cuentan con un relato tan detallado y de primera mano como el que dejó en su diario Carl McCunn.

McCunn era un tipo sencillo que había encontrado un lucrativo empleo, durante los años sesenta, en los pozos de petróleo de Fairbanks (una de las principales ciudades de “la última frontera”). Como es habitual en muchos de los que se aproximan al entorno natural, soñaba con pasar un verano aislado de todo, en un remoto paraje de los bosques de Alaska. Vivir en plena naturaleza, a las orillas de un lago, documentando escenas de la vida salvaje y, a poder ser, en compañía femenina.

Jon Krakauer recoge en su libro Into the wild el testimonio de un amigo de McCunn, que cuenta cómo este inició una campaña para encontrar adeptas a su fantasía, entre sus propias compañeras de oficina. “Un soñador con tendencia a vivir fuera de la realidad”, matizó. Lo que lo dejó despidiendo al avión, que lo había llevado a una zona remota de la cordillera Brooks, completamente solo. Acompañado, eso sí, de quinientos rollos de película dada su afición a la fotografía. Quizá aspirando a concentrar material suficiente con el que terminar de convencer a sus indecisas compañeras en el futuro. Un plan maestro en el que olvidó concretar con el piloto la fecha de regreso. Un descuido característico en McCunn, quien era muy dado a las improvisaciones impulsivas. «Creo que tendría que haber sido más previsor en lo que concierne a mi partida. –anotaba en su diario− Pronto lo sabré.»

Al pasar el mes de agosto, el otoño se fue haciendo más y más presente, bajando las temperaturas y reduciendo las horas de sol. Las reservas de comida se reducían y, para colmo, McCunn había lanzado al río la mayor parte de su munición en un arrebato, tras identificarla como un símbolo belicoso con el que romper la paz del lugar. «¿Cómo podía saber que necesitaría las balas para no morirme de hambre?», se arrepentiría en el cuaderno.

El zumbido de una avioneta y, por tanto, la posibilidad de salvarse, irrumpió uno de sus últimos intentos de cazar algo que llevarse a la boca. El piloto, al ver el campamento, dio un par de vueltas de inspección en las que McCunn agitó la funda fluorescente de su saco de dormir y, acto seguido, corrió precipitadamente a recoger sus cosas. Enviarían un hidrovión y lo rescatarían, ¡estaba salvado!

Sin embargo, los días pasaban y no había indicio de rescate alguno. Perturbado, McCunn se dedicó a revisar las pertenencias que todavía le quedaban y observó que, en su licencia de caza, estaban impresas las señales universales para comunicarse con un avión desde tierra. En aquel momento comprendió que había lanzado el mensaje equivocado alzando un solo brazo al aire, que significaba: “todo bien, ayuda innecesaria”. En su lugar tendría que haber agitado ambos brazos, símbolo mundial del SOS. Como además, había vuelto rápidamente al campamento a empaquetar sus cosas, ignorando al piloto, ratificó la idea de que no necesitaba ayuda. «Por favor, no me dejéis aquí. No vine aquí para esto», escribiría.

Un policía, que había hablado con McCunn antes del viaje, declaró que éste sabía de la existencia de una cabaña de caza situada a 8 kilómetros de la zona donde pretendía acampar. Por lo que no se explica cómo no intentó llegar hasta a ella antes, prefiriendo la pasividad de un rescate que no tenía perspectivas de prosperar. Cuando por fin recordó o terminó de decidirse, su cuerpo estaba tan derrotado que no habría sobrevivido a los kilómetros y las temperaturas bajo cero.

A finales de ese mismo mes anotaría: «No puedo seguir así, lo siento.» Eran las palabras de un hombre que, movido por expectativas poco realistas, pensó que la naturaleza salvaje sería un remanso de tranquilidad, generosa con sus pretensiones de escapar de una realidad anodina. Aquel rincón de ensueño transmutado en pesadilla le proporcionó una salida. «Dicen que no duele» escribió extenuado para colocar el cañón de su rifle en la sien y apretar el gatillo. Dejando un cadáver congelado y el fatídico diario donde inmortalizaría su declive.

Waterman el escalador

Un lugar apartado y de condiciones tan singulares como Fairbanks tiende a congregar personajes, cuanto menos, complejos. Podría decirse que sobresalir en peculiaridad, dentro de los parámetros de Alaska, es una tarea complicada. En cambio, para John Waterman, esto nunca pareció suponer un problema, calificado por sus vecinos como “un bicho raro salido de otro planeta”.

Retraído pero al mismo tiempo excéntrico, era habitual verlo cruzar el campus de la universidad con una capa y unas gafas redondas de espejo. Acompañado de una guitarra envuelta en celo, con la que daba serenatas narrando sus aventuras a todo aquel que quisiera escucharlas.

Johnny había heredado el gusto por la naturaleza de su padre, Guy Waterman, quien llevaba a sus hijos a escalar desde bien pequeños. A los 13 años, el joven Johnny completaría su primera ascensión y tres años después, a los 16, coronaría el monte McKinley –o Denali, como lo llaman los indios del lugar−, el pico más alto de Norteamérica.

Sus padres se habían casado en el instituto, pronosticando el fracaso. Tres hijos más tarde, se divorciarían, desentendiéndose Guy de la familia. La ruptura propiciaría el traslado de ésta desde Washington a Alaska, fundando en John la sensación de abandono, que se extendería a lo largo de toda su vida.

Su hermano mayor, Bill, que había perdido una pierna de adolescente al tratar de subir a un tren de carga, desapareció tras anunciar en una enigmática carta que iniciaba un largo viaje sin más especificaciones. Nunca se volvió a saber de él. Esta desaparición unida a la pérdida de varios de sus amigos y mentores en accidentes y suicidios hizo a John enfrascarse aún más en sus travesías por la montaña.

En 1979 sorprendió al mundo de la escalada con un ascenso en solitario del espolón sureste del monte Hunter, una hazaña de extraordinaria resistencia que ha pasado a formar parte de los mitos de Alaska. Tras una ascensión extenuante de 81 días, transportando él mismo todos sus suministros, alcanzó los 4.442 metros de la cima. Los nativos se refieren a este pico como Begguya, que significa “Hijo del Denali” y pese a ser menor en altura, supone una subida más dura a causa de su inclinación y las crestas de sus cornisas.

Waterman necesitaría nueve semanas adicionales para regresar desde la cumbre. Un angustioso descenso, con el que sumaría la cantidad de casi cinco meses de absoluta soledad y aislamiento. A Fairbanks regresaría sin dinero, consiguiendo tan solo un deprimente empleo como lavaplatos, pero entre sus compañeros alpinistas se convertiría en héroe. A ellos narró sus impresiones:

«Cornisas tan frágiles como el merengue sobresalían sobre abismos de 1.500 metros de profundidad. Las paredes verticales de hielo eran tan quebradizas como una cubitera medio derretida y vuelta a congelar. Conducían a aristas tan estrechas y escarpadas que lo más fácil era subirlas sentado a horcajadas. Había momentos en que el dolor y la soledad eran tan insoportables que perdía el control y me echaba a llorar.»

Esta subida cambiaría a John de manera irreparable, amplificando su desencanto existencial, que sólo parecía encontrar refugio en la escalada. Su fijación pasaría a ser la de los ascensos complicados, estableciendo la máxima de que: si sobrevivía, no era lo suficientemente difícil.

Terriblemente autocrítico, no dejaba de analizarse; una manía, probablemente adquirida en los largos lapsos de tiempo que pasó escalando, completamente a solas. Rellenaba libretas de un modo obsesivo en las que registraba todos sus movimientos: a donde iba, lo que comía, a quien veía, con quien hablaba, etcétera. Su salud psíquica fue deteriorándose hasta alcanzar un estado peligrosamente psicótico.

Trataría de presentarse a la presidencia de Estados Unidos a través del Partido para alimentar a los hambrientos, un grupo que focalizaba sus esfuerzos en erradicar el hambre del planeta. Como forma de llamar la atención hacia su programa, propuso realizar un nuevo ascenso en solitario por el Denali. Esta vez, por la vertiente sur, la más complicada de todas. Como crítica al derroche de la dieta estadounidense, su plan era llevar a cabo el trayecto con el menor número de provisiones posible. En pleno diciembre, inició el ascenso que tuvo que paralizar a las dos semanas por el mal tiempo: «Llévame a casa –le dijo por radio al piloto que debía recogerlo−. No quiero morir.»

Dos meses más tarde retomaría el intento asentándose primero en Talkeetna, un pueblo desde el que suelen partir las expediciones hacia el Denali. Desafortunadamente, se incendió su cabaña junto a todo su equipo y pertenencias, entre ellas, los diarios y libretas en las que anotaba todo. El golpe fue tan devastador que, al día siguiente, pediría su ingreso voluntario en el psiquiátrico de Anchorage. No resistiría más de dos semanas de encierro, al desatarse su paranoia de una conspiración para encerrarlo indefinidamente.

Su empecinamiento en escalar el McKinley no se disiparía tras el internamiento, al contrario, reavivaría sus ansias de adentrarse a solas entre sus glaciares, lo único que parecía dar sentido a su existencia. Lo que lo llevaría, en marzo de 1981, a lanzarse de nuevo a ello. Esta vez, con un aire apesadumbrado de no retorno.

Se despidió del piloto que lo llevaba habitualmente con la advertencia de que sería la última vez que volverían a verse. Stump, un renombrado alpinista, fue el último en cruzarse con él, al que describió como “ido y totalmente imprudente”. No llevaba un equipo decente, ni tan siquiera un saco de dormir, además de portar como únicas provisiones: un paquete de harina, un poco de azúcar y una lata de margarina.

Dejó una última nota en el refugio del monte Sheldon, que decía: «13/03/81, mi último beso, 13:42.» A partir de ese momento, su rastro se pierde en una laberíntica zona de monumentales grietas que, cualquier otro escalador en sus cabales, se hubiera esforzado en esquivar. Las hipótesis apuntan a que Johnny cayó entre alguna de aquellas profundas fisuras, quedando anclado para siempre en el paisaje que fue su razón de ser.

El padre, Guy Waterman, enterraría las botas de Johnny en la montaña a modo de sepulcro. Un lugar donde velar al hijo en el que vio encarnar los impulsos destructivos con los que él también había luchado. Para Waterman, Johnny estaba en guerra con el mundo: «Nunca conoció la calma –escribió en sus memorias−, siempre estuvo al borde de entrar fuera de control.»

Waterman-padre continuaría conectado a la naturaleza, perpetuando el espíritu de su hijo en escaladas y senderos alrededor del mundo. A los 67 años se embarcó en la que sería la caminata definitiva, donde quiso unir su final con el de su prole, en la cima del Monte Lafayette. En este pico de 1.600 metros de las Montañas Blancas de New Hampshire, Guy se sentó a esperar la muerte, envuelto en temperaturas bajo cero. Con tan solo una fina chaqueta a la que fijó una nota que decía: «No hacer esfuerzos por salvar esta vida. La muerte es intencionada».

Una decisión premeditada de la que estaba al tanto su segunda mujer, Laura, que llevaba meses preparándose para aceptar tal revelación. Guy siempre había encontrado consuelo en las montañas, a cuyo amparo logró superar su alcoholismo, así como otros se acogen a revelaciones religiosas. De ahí que no sorprenda la perspectiva terrorífica que suponía para el alpinista llegar a una edad donde su físico le impidiese mantener el ritual de cura personal que había establecido.

Laura nunca trató de frenar su empeño, conocedora de la terquedad de su esposo y participe de su fe en la montaña. Al fin y al cabo, ella practicaba el mismo deporte con idéntica pasión, lo que los había llevado a narrar sus experiencias en la naturaleza en varios libros, como Ética de la selva virgen: cuestiones ambientales para excursionistas o campistas, donde arremetían contra los teléfonos móviles que éstos portaban, rompiendo la magia del retiro. Ya que siempre fueron unos acérrimos defensores de mantener los espacios naturales lo más intactos posible.

Cuando le preguntaron por qué Guy no intentó algún tipo de terapia que le ayudase a enfrentar las limitaciones de la vejez, Laura respondió: «¿Medicar sus demonios? Mejor vivir con la explosión completa de sus terrores que suavizar los bordes afilados.» Y añadió: «Se quedó con nosotros todo el tiempo que pudo.»

Una elección así puede parecer incomprensible: tremendamente egoísta para algunos o extremadamente valiente para otros. Son los límites de la libertad, que Guy llevó a su máxima expresión eligiendo cuándo y de qué manera marcharse. Una despedida impactante pero coherente con el modo de vida del escalador. Ya que no hay posibilidad de elegir nuestras condiciones de llegada, conformémonos con que, una vida después, podamos decidir el modo de irnos.

Aquellos que se plantean una ética personal que parte de la racionalidad, donde las directrices no vienen impuestas sino que son asumidas por convicción propia, tal vez comprendan mejor este final. En resumidas cuentas, ¿quiénes somos nosotros para exigir que se continúe viviendo una vida que no es nuestra?

El caso de Rosellini asombra por lo inesperado. ¿Por qué en ese momento? Le quedaban tantas cosas por vivir, es el pensamiento inmediato y, seguramente acertado, que nos asalta. Pero, ¿cuántos de nosotros vivimos todos los aspectos que querríamos antes de morir? Aun cuando ésta llega de un modo natural y longevo, son pocos los que pueden afirmar con sinceridad esa pregunta. Lo cual no quiere decir que aprovechar la vida implique llevarla al extremo −siempre a punto de rebasarla− sino más bien, en no darla por sentada. Apreciar la suerte de coincidencias que nos han traído hasta aquí, celebrando tal oportunidad mediante la localización de nuestras pasiones. McCunn se enamoró de un paisaje y Johnny Waterman se puso a prueba por medio de la escalada. Cada uno con sus diferencias y con sus fallos conjuntos, como un cierto grado de inconsciencia o demasiada impulsividad. De poco más podrían ser puestos de ejemplo pero, aunque sea, concedámosle eso.

Indagando en el factor común de nuestros protagonistas, encontramos su deseo de aislarse. Lo que pudo ser, de un modo irónico, lo que los perdiese. Somos seres sociales y sentir nuestras dependencias es lo que lleva a muchos a seguir adelante. Si te necesitan, si eres parte de algo, es más difícil tomar decisiones autónomas. Nuestras relaciones nos condicionan pero también nos enriquecen.

Ésa fue la conclusión a la que pareció llegar Chris McCandless –otro aventurero de Alaska− llevado al cine por Sean Penn en su película Hacia rutas salvajes. Ofreciendo un cierre, que aprovecha el último aliento de McCandless, para señalar la frase de Tolstoi: «la felicidad sólo es real cuando es compartida». Pero eso ya, es otra historia…