Las Islas Canarias bebieron de un origen mítico. Las llamadas Islas Afortunadas se abrieron al mundo clásico como una suerte de paraíso que emergió, en una antigüedad remota, en el Océano Atlántico. Allí, como columnas llameantes de la desaparecida Atlántida, el Archipiélago fraguó desde su más tierno despertar un componente mágico que, siglos más tarde, ha configurado un paisaje donde la brujería y la hechicería forman parte indisoluble de nuestro pasado histórico.
Hacia un origen de la brujería
Remontémonos a los orígenes del hombre. Pongamos unos 60.000 años a. C. En aquel momento que llamamos Prehistoria. A aquel paraje donde, en algunas cuevas del norte peninsular y del sur de Francia, el homo sapiens configuró una nueva manera de entender el mundo. A través de la pintura paleolítica, en las más profundas cavernas, dibujó con carbón y pigmentos minerales animales que tienen, qué duda cabe, un componente mágico. Allí estaba el hechicero, el chamán. El líder místico de la tribu delineando bisontes, caballos, ciervos. Buscando, quién sabe, despertar en la diosa madre un aura propiciatoria para mejorar la caza. O quizá que aquellos animales, como si de un sueño se tratara, recobraran la vida que, lanza en mano, habían segado los cazadores de la Prehistoria.
Sin duda alguna, este primer chamanismo mágico fue el impulsor de una serie de rituales propiciatorios que despertó no menos interés en el mundo clásico. Los oráculos griegos o los ritos a diosas como Vesta en Roma marcaron el camino pagano hacia el periodo más mágico de nuestra historia: la Edad Media.
El Cristianismo, oficializado desde el 313 d.C., puso cerco a estas prácticas. Todo lo que oliera a paganismo, a ritual, a magia, debía ser pasto de la condena más absoluta. El infierno lleno está de infieles, entendían. Y no iba a ser menos quienes practicaban la brujería; a ellos se les tenía preparado el peor de los sufrimientos: la hoguera. Estas prácticas, prohibidas desde los cimientos más profundos de la Iglesia, dieron con su primera víctima en el año 1275 en Francia en plena persecución cátara. De allí hasta 1834, miles de personas fueron víctimas de la tortura, la sinrazón y la humillación pública. Ser bruja, practicar la hechicería o, simplemente, no comulgar con la Divina Palabra podía ser pasto de la censura. En este caso, la peor de todas: la muerte.
Y es que, según el antropólogo Bronislaw Malinowski, la magia es una reacción al desasosiego y a la desesperanza que comparten tanto hombres como mujeres en un mundo que no pueden controlar. De eso se trata, del control inquisitorial de algunos, y del descontrol colectivo de otros. Esta es una historia por la persecución brujeril en Canarias.
Magia, hechicería y persecución en Canarias
Señala el profesor de Historia Moderna de la Universidad de La Laguna Francisco Fajardo que desde el mundo medieval la hechicería estaba considerada un delito, además de un terrible pecado. Para ello, y dependiendo del grado, esta práctica herética era juzgada bien por las autoridades eclesiásticas o bien por las seglares. En España, en la antigua Corona de Castilla, la legislación entendía que la brujería había de ser castigada, endureciéndose las leyes entre los siglos XIV y XV hasta llegar a fijar la pena de muerte para todos los hechiceros. Ahora bien, ¿qué se entendía entonces por magia? Tendríamos que remontarnos a un texto de la Universidad de París del año 1398 que, siguiendo a este experto, la definía como “un pacto implícito con el demonio en toda práctica supersticiosa cuyo resultado no podía razonablemente esperarse de Dios o ser el efecto de fuerzas y fenómenos naturales”. Si algo no salía bien, si el fenómeno era inexplicable, debía ser obra del demonio. Esto es, si la Iglesia no era capaz de dar una solución a una cuestión, el hecho era obra del mal y todo aquel que estuviera implicado era susceptible de ser juzgado. En aquellos tiempos, los tribunales eclesiásticos dictaban la última palabra. Para muchos, la última fue el sonido de una antorcha encendiendo el montículo de madera de la hoguera.
En Canarias podemos rastrear los orígenes de este tipo de prácticas desde finales del siglo XV. En 1499, el obispo Diego de Muros publicó el primer edicto llamado a denunciar “judaysmo y otros cualesquier crímenes y excesos”. Estos excesos no serían nada más que un reclamo a un contagio de histeria colectiva donde aparecen los primeros testimonios de hechicería en el Archipiélago.
En islas tan aparentemente lejanas como Lanzarote o La Palma, convivieron los primeros heréticos canarios. En 1510, según expone Fajardo, el provisor episcopal visitó estas islas publicando una “carta de excomunión contra aquellos que creen en adevinanza o fechizos o… lo hayan fecho”. Efectivamente, las cárceles comenzaban a poblarse de prendidos por estas causas. Aunque, por otro lado, sólo hacía falta un testimonio para ser acusado de brujería. ¿Existía defensa posible ante esta calumnia? Difícil. Desde la conquista de Canarias ya se establece una organización judicial eclesiástica actuando en la represión de la hechicería. Con la Iglesia habían topado (fueran o no ciertas las acusaciones).
Ahora bien, ¿cómo era el castigo ante estas prácticas en Canarias? Al menos, durante el siglo XVI, en los albores de la castellanización de las Islas, muy claro: multa, vergüenza pública y destierro.
Estos castigos bien podían ser individuales, como el caso en 1521 contra María Hernández, morisca vieja de Berbería, acusada de hechicería y a quien el fiscal acusó argumentando que “el crimen de hechicería es especie de herejía”; o bien podían ser colectivos, como ocurrió tres años más tarde cuando fueron castigadas 50 mujeres en Tenerife acusadas de ser brujas.
La mujer, la sacerdotisa, la harimaguada
harimaguadaEn la sociedad prehispánica existieron unas doncellas cuyo origen es casi tan mítico como el de las propias islas. Cuenta el cronista Abreu Galindo que “entre las mujeres canarias habían muchas como religiosas, que vivían con recogimiento y se mantenían y sustentaban de lo que los nobles les daban, cuyas casas y moradas tenían grandes preeminencias; y diferenciábanse de las demás mujeres en que traían las pieles largas que le arrastraban, y eran blancas: llamábanlas magadas”.
Estas mujeres pudieron ser, según el investigador Pérez Saavedra, un fenómeno arquetípico en las sociedades primitivas, un caso de reclusión de menstruantes novicias o muchachas púberes que se preparaban para ser esposas. Si bien la tradición las tenía como sacerdotisas de un culto a algún dios, otros consideran que, muy por el contrario, no consagraban su virginidad por razones de creencias, sino que, cuidadas por mujeres experimentadas, eran instruidas en todo lo concerniente al matrimonio y, por extensión, con la maternidad, elemento íntimamente unido a las sociedades prácticamente neolíticas como la indígena. Sin embargo, ese talante virginal y el hecho de ser fecundas y por tanto capaces de crear vida es lo que, de alguna manera, explicaría ese halo sobrenatural que poseían entre sus iguales.
Estos mismos estudios ponen sobre el tablero otra de las cuestiones que históricamente han envuelto a las harimaguadas: los rituales. Parece que entre las sociedades amazigh existía un temor al contacto de la sangre, una suerte de tabú no reconocido que hacía que estas muchachas se bañaran a solas en el mar y que, sólo después de esta “purificación”, pudieran participar en rituales orientados, principalmente, a la lluvia.
Este tipo de ritual está bien explicado por el propio Abreu Galindo en 1590: “Cuando faltaban los temporales, iban en procesión, con varas en las manos, y las magadas con vasos de leche y manteca y ramos de palma. Iban a estas montañas [Tirmac y Umiaya], y allí derramaban la manteca y la leche, y hacían danzas y bailes y cantaban endechas en torno de un peñasco; y de allí iban a la mar y daban con las varas en la mar, en el agua, dando todos juntos una gran grita”.
Sin embargo, nada revela que éstas pudieran ser sacerdotisas. De hecho, Pérez Saavedra argumenta que, en tal caso, las que dispondrían de tal grado serían las mujeres encargadas de enseñar a las novicias. Sea como fuere, a estas jóvenes les envuelve el halo del misterio, del don de otorgar vida, de purificadoras. ¿De qué otra manera habrían entrado en la historia si no fueran tan enigmáticas?
La otra brujería, las santiguadoras
otra brujería,En el ámbito rural canario aún pervive una tradición relacionada, principalmente, con la mujer. Hablamos de las santiguadoras. Su modus operandi, heterodoxo a ojos de la Iglesia y las clases altas, suplía en algunos lugares a la falta de médicos durante la mayor parte del siglo pasado. La sugestión, la fe y su conocimiento de la herboristería canaria, fueron algunos de los elementos con los que contaban estas mujeres, en opinión del investigador Ayoze Nolasco, quien además explica que estas “curas o rezos”, traían “calma y reposo a las dolencias de muchos canarios”. Y no puede tener más razón. En la Canarias profunda, rastreando en cada pueblo, descubrimos cientos de historias que tienen a estas mujeres como protagonistas. Mano de santo, que dirían nuestros abuelos.
Siguiendo a Nolasco, habría que diferenciar entre santiguadora y curandera. La segunda recetaría hierbas o pócimas; la primera simplemente rezaría. Ahora bien, ¿qué trataban estas mujeres? En primer lugar, el mal de ojo. Sin duda alguna, la piedra angular de los rezados, contra la envidia infundada o la mirada cómplice. La mala suerte se ceñía con el que lo recibía. Estas santiguadoras, mediante una oración o rezado, “liberaban” de esta inquina a los afectados. Otro de los principales daños a curar era el mal aire, un cambio brusco de temperaturas que producía fiebres y malestar que, junto al sol, (exposición prolongada a las altas temperaturas), formaba la tríada tradicional por las que se recurría a estas santiguadoras. De hecho, en nuestra memoria colectiva seguimos conservando estas expresiones, heredadas sin duda de nuestros padres y abuelos y que están arraigadas en una parte muy amplia de la sociedad canaria.
No cabe duda de que existe una correlación entre mejora de salud y prácticas sobrenaturales por parte de estas sabias mujeres. Pero para ello hacían uso de otras fuerzas, en este caso religiosas. Rosario en mano, también crucifijo, dibujaban en voz bajo una suerte de mantra que libraba de todo mal. Religión y magia vuelven a unirse en estas santiguadoras, fieles testigos de un pasado rural no tan lejano y que aún pervive en las Islas Canarias, donde la tradición sigue mandando por encima del paso firme de los tiempos modernos.