Canarias y el mito de las Afortunadas
Las Islas Canarias, desde lo más profundo de la historia europea, fueron pasto de mitos e idealizaciones. Mucho antes siquiera de que el Archipiélago fuera colocado por los primeros cartógrafos en un mapa, ya se oían rumores de que más allá de las Columnas de Hércules, que la tradición coloca en el estrecho de Gibraltar, existían unas islas míticas que podrían ser, quién sabe, los restos de la antigua Atlántida de Platón o, por qué no pensarlo, las islas donde germinaban los preciados frutos del Jardín de las Hespérides.
Sea como fuere, el hecho de ser islas suponía ya de por sí un enclave ideal para la mitificación del espacio. Junto a ello, su situación geográfica, más allá de las fronteras del entonces mundo conocido, hacía volar la imaginación de pensadores y autores clásicos. ¿Qué se escondía allá en el abismo? ¿Eran ciertos los cuentos que narraban unas islas tocadas por la vara de la diosa de la fortuna allende los mares?
Para los antiguos griegos, la mitificación de los espacios tenía un componente no sólo filosófico, sino también vital. De otra manera no se explicaría la atención mostrada a la geografía y a situar en enclaves idealizados alguna de las fortunas de los hombres, como el paraíso esperado en la Isla de los Bienaventurados, la utopía narrada en la Atlántida, el descanso eterno para las almas de los Campos Elíseos o el maná soñado en el Jardín de las Hespérides.
Tendríamos que tener en cuenta que la fascinación por situar una tierra de promisión para una raza de guerreros y dioses debía ser tarea ardua y compleja. Imaginar una isla grandiosa, dotada de todos los bienes soñados y cuya existencia termina en tragedia, era un ejercicio demasiado importante como para no conferirle un enclave mitificado. Así, existe una honda tradición en los textos clásicos que sitúan al Archipiélago en el epicentro de los mitos clásicos. De hecho, esto no parará hasta las primeras descripciones de las Canarias en el siglo XV, cuyo pasado mítico fue retomado para permanecer hasta hoy en día. Si no, ¿de qué otra manera entenderíamos que hoy seamos conocidos en el mundo como los habitantes de las Islas Afortunadas? Todo se lo debemos a los autores clásicos y no tanto a los publicistas. Mayor fortuna que los griegos no nos dio nadie. Somos herederos de los antiguos atlantes. O custodios del camposanto de los Elíseos. Somos fruto de otro tiempo en que Europa se vistió de mito para explicar su historia.
Más allá de las columnas había una isla…
Platón dibujó en el espacio oceánico una isla mítica: “En aquella época, se podía atravesar aquel océano dado que había una isla delante de la desembocadura que vosotros, así decís, llamáis columnas de Heracles” (Timeo, 24d-24e). Efectivamente, lo desconocido se abría ante nuestros ojos. Pasando el estrecho, superando el abismo de lo desconocido había una isla “mayor que Libia y Asia juntas y de ella los de entonces podían pasar a las otras islas y de las islas a toda la tierra firme que se encontraba frente a ellas y rodeaba el océano auténtico”.
La Atlántida, pues, es uno de los primeros mitos que acercan a la tradición clásica a las Islas Canarias. Cuentan que su civilización era tan avanzada que tenían una tecnología no conocida hasta entonces y que sus habitantes y bondades eran únicos. Además, poseían conocimientos de arquitectura, botánica así como un avance en las artes guerreras, no vistas hasta entonces.
Sin embargo, “tras un violento terremoto y un diluvio extraordinario, en un día y una noche terribles, la clase guerrera vuestra se hundió toda a la vez bajo la tierra y la isla de la Atlántida desapareció de la misma manera, hundiéndose en el mar”, aseguraba Platón.
¿Quién pudo haber cometido tal cataclismo? Tierras de Poseidón, dios del mar, sus habitantes, los atlantes, sucumbieron a la degeneración, la avaricia y a la guerra. Su otrora tierra de bondad, igualdad y justicia había quedado en un mero espejo. Zeus se encargó de dar un castigo acorde a su traición. Y sumergió las islas, quedando visibles sus más altas montañas, acaso los archipiélagos de Madeira, Azores, Canarias y Cabo Verde. De ahí deriva el nombre del mar que baña nuestras costas, el Atlántico.
Platón no reveló el secreto de la ubicación de esta fascinante y avanzada civilización, pero el mito perduró hasta tiempos de la Conquista, donde el Teide, vigía y faro de las Canarias, hizo las veces de cima de este continente sumergido. Quién sabe si en las profundas aguas del Archipiélago se encuentran las ruinas de los más fastuosos palacios de la antigüedad clásica.
Las más afortunadas de todas las islas
“’Nos llama el Océano circunvago. Y en él copiosos campos / e islas privilegiadas nos esperan’”. Cuando el poeta Horacio, en sus Épodos, imaginaba una tierra de ensueño y llena de fortuna, no se sabía con certeza que esa tierra tenía ocho islas situadas frente a las costas africanas. Las Islas Afortunadas, como mito, fue narrada por multitud de escritores clásicos. ¿Qué fue antes, el mito o la realidad?
Hay quien traslada su origen a las épicas narraciones de Homero allá por el siglo IX a. C., aunque la precisión más cercana e identificable la propuso Hesiodo dos siglos más tarde al hablar de Makaron Nesoi, islas de los Bienaventurados o de los Afortunados:
“A los otros el padre Zeus Crónida determinó concederles vida y residencia lejos de los hombres, hacia los confines de la tierra. Éstos viven con un corazón exento de dolores en las Islas de los Afortunados, junto al Océano de profundas corrientes, héroes felices a los que el campo fértil les producen frutos que germinan tres veces al año, dulces como la miel; allí los bienaventurados de las islas oceánicas son envueltos por brisas”. (Los trabajos y los días, 167-176).
Evidentemente, el autor nos traslada a un espacio utópico y paradisíaco en unas islas oceánicas envueltas, quién sabe, por los soplos de Céfiro transformados en alisios; unas islas salvadas por la gratitud de la tierra que hacen de las mismas un jardín plagado de manás donde crece todo fruto al amparo de los dioses.
Unos siglos más tarde, el historiador Timeo recupera una narración épica de su tiempo en la que “aseguran que en el mar exterior a las Columnas de Hércules los cartagineses descubrieron una isla desierta, aunque poblada por toda clase de árboles y cruzada por ríos navegables; dicha isla resultaba admirable por sus frutos y se hallaba alejada de tierra firme”.
Allá, en la inmensidad del Océano, donde la Atlántida habría desaparecido, se encontraban unas islas de riqueza sin igual, forjadas por el cincel de los dioses y agraciadas por las bondades de su clima y fertilidad. ¿Serían acaso las Islas Canarias?
Estrabón, padre de la geografía, va un poco más allá y las relaciona con las Hespérides y con el mito de las manzanas de oro, un singular árbol custodiado y protegido por un animal que escupía fuego. ¿Serían acaso los volcanes de las Islas? Nada sabemos, pero en ocasiones la realidad supera al mito, ¿o era al contrario? En su Geografía, el autor no deja sino sembrarnos las dudas sobre este Archipiélago mítico que podrían ser las Canarias: “También las Islas de los Bienaventurados están situadas ante la costa de Maurusia, frente a su extremo más hacia Poniente, es decir, en la parte de esta región con la que linda asimismo el límite occidental de Iberia; y por su nombre resulta claro que también a estas islas se las consideraba felices por el hecho de estar próximas a territorios que, a su vez, lo eran” (I, 4-5).
Pero es sin duda Plinio el Viejo el que suministra una información más certera, dando incluso una situación exacta así como sus nombres. De esta manera, el autor de la Historia Natural apunta que “Hay quienes opinan que más allá de éstas [Columnas de Hércules] están las Afortunadas y algunas otras, entre las cuelas el mismo Seboso, que expresó también las distancias, asegura que Junonia dista de Gades 750.000 pasos y que a otros tantos en dirección al Ocaso están Pluvialia y Capraria”. Como vemos, el escritor romano detalla el nombre y las distancias de las Afortunadas, que la tradición ha mantenido como el archipiélago canario. Partiendo de sus indicaciones, a partir del siglo XVIII diversos autores han querido ver en cada isla una de las nombradas por Plinio, quedando El Hierro como Pluvialia, La Palma como Capraria, La Gomera como Junonia Minor, Tenerife como Nivaria, Gran Canaria como Canaria, Fuerteventura como Junonia Major y Lanzarote como Purpuraria.
La isla que aparece y desaparece
Cuentan los relatos que hay una isla que aparece y desaparece. Que dependiendo del día, del clima, de los vientos y del azar, emerge del océano. Una isla de arenas negras donde el sol nunca se ponía y donde los frutos eran tan ricos que no desaparecían. Al menos así la vio un monje irlandés en el año 516, san Brandán. Así, la tradición hizo que esta mítica isla fuera quizá un trasunto del Paraíso o, quién sabe, la última parte visible de la mítica Atlántida.
Según el historiador Abreu Galindo, San Borondón se situaba a 10º 10’ de longitud y a 29º 30’ de latitud. No sorprende entonces ver cómo varios cartógrafos entre los siglos XIV y XV dibujaron su silueta y no pocos exploradores posteriormente aseguraron haber arribado en ella. Nieblas que confluían en la isla y la disipaban en un abrir y cerrar de ojos. Huellas de hombres que la habitaron y que desaparecían.
Sin duda alguna, la leyenda de San Borondón es una de las más ricas de la mitografía canaria y su situación sigue siendo un misterio. Algunos aseguran que se encuentra cerca de El Hierro; otros, por el contrario, la sitúan en la órbita de La Palma. Lo cierto es que no hay otra historia más romántica que la de la isla que aparece y desaparece.
Tal fue su importancia que durante siglos se iniciaron expediciones en busca de la isla. La última a cargo del capitán Juan de Mur en 1721, quien sin éxito trató de divisar su silueta montañosa, como había descrito un siglo y medio atrás el ingeniero cremonés Leonardo Torriani.
Sea como fuere, son muchos los canarios que aseguran haberla visto asomar en el horizonte. Quizá, como en el mito de Platón, haya desaparecido en una catástrofe natural y, como las sirenas, atraigan a marineros incrédulos hacia sus dominios; allí donde el día y la noche confluyen, allí donde sueño y vigilia se entremezclan convirtiéndose en el mito más afortunado de las Islas Afortunadas.