Empecé a leer cómics a la misma vez que aprendí a leer y, desde entonces, no he parado de hacerlo. En todas estas décadas he leído cómics buenos, regulares y no tan buenos, pero siempre he creído que el lenguaje secuencial es la mejor -y más idónea- puerta de entrada para leer tanto letras como imágenes. Ahora leo más cómics digitales que físicos, pero el formato me sigue pareciendo igualmente válido y sigo considerando el cómic un arte.
¿Qué más da cómo lo llamemos?
En mi experiencia profesional, las denominaciones, al igual que las etiquetas, los logotipos y/o las banderas terminan siendo lo menos importante en una sociedad, en este caso, la nuestra, tan bien pensante y anquilosada ella, si no se entiende el valor de una historia contada por medio de dibujos, del mismo modo que sí se considera válida la misma opción, si se trata de la letra impresa en un libro o proyectada en una pantalla de cine.
Para mí, es una cuestión baladí si, cuando voy a una librería especializada, pido un cómic, un álbum, una novela gráfica o un tebeo, porque para la mayoría de los ciudadanos, dichos lugares son una suerte de babilonia amoral en donde se reúne lo peor de cada casa.
Para mi es una cuestión baladí decidir qué evento es más atractivo para un visitante, si un salón de cómic convencional, de los clásicos, o a un encuentro de manga, lleno de otakus disfrazados, dado que, en ambos casos, los medios de comunicación de masas, sobre todo las televisiones -y las redes sociales- sólo ven, en dichos encuentros, una recreación de las antiguas paradas de monstruos. Cuanto más grotesco sea el personaje, mejor, así se vende más y todos tan contentos. El problema viene cuando quienes perpetran dichos reportajes pasan por alto que ni ellos son Tod Browning, autor de la celebérrima película Freaks (MGM 1932), ni su trabajo es tan brillante como la cinta del director americano. Más bien diría que los reportajes que suelen emitir las televisiones generalistas y autonómicas suelen ser de malos para peores, por no decir, directamente tendenciosos y/o nauseabundos, pero ésa es otra cuestión.
Lo que no debería ser baladí, ni pasarse por alto, es la necesidad de reivindicar el noveno arte, tal y como lo que es; es decir, un ARTE, con mayúsculas, capaz de ofrecer a un lector propuestas tan válidas, atractivas e instructivas como cualquier libro convencional. Seguir con las disquisiciones sobre cómo denominarlo o quién es mejor autor no solamente es una absoluta pérdida de tiempo, sino que en nada ayuda a la difusión del cómic, tebeo, historieta, novela gráfica o arte secuencial en medio de la sociedad, la bien pensante, anquilosada y… de la que hablé unos párrafos antes.
Estaría bien que, por una vez, todos aquellos que sentimos querencia por esta forma de arte nos pusiéramos a remar en una misma dirección y dejásemos atrás tanta insensatez, inmovilismo y ganas de tener la razón sobre el contrario. La erudición se demuestra con actos, no con soflamas. Para eso están llenos los medios, las redes y los libros de historia, pero son los hechos y la acciones los que pueden cambiar el mundo, no solamente las buenas intenciones.
© Eduardo Serradilla Sanchis, 2017
En mi experiencia profesional, las denominaciones, al igual que las etiquetas, los logotipos y/o las banderas terminan siendo lo menos importante en una sociedad, en este caso, la nuestra, tan bien pensante y anquilosada ella, si no se entiende el valor de una historia contada por medio de dibujos, del mismo modo que sí se considera válida la misma opción, si se trata de la letra impresa en un libro o proyectada en una pantalla de cine.
Para mí, es una cuestión baladí si, cuando voy a una librería especializada, pido un cómic, un álbum, una novela gráfica o un tebeo, porque para la mayoría de los ciudadanos, dichos lugares son una suerte de babilonia amoral en donde se reúne lo peor de cada casa.