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NIGHT VISIONS BACK TO BASIC: SNOWPIERCER

Poder ver determinadas películas uno, dos o tres meses antes de su estreno comercial, justifica, por sí sólo, la existencia de un festival de cine. Sin ellos, deberíamos esperar hasta la fecha señalada, emulando al recio y noble sheriff de la inmortal película de Gary Cooper, High Noon, High Noony ver dichas películas cuando la compañía que las distribuye decidiera cuál era el momento adecuado.

Este año, durante la edición de primavera del festival Night Visions, sus organizadores programaron -en exclusiva, y tres meses antes de su estreno en las pantallas finlandesas- la proyección de la película Snowpiercer, primera película rodada prácticamente en inglés del director coreano Bong Joon-ho, responsable, entre otras, de Memories of Murder y The Host.

Snowpiercer está basada en la novela gráfica francesa Le Transperceneige, creada por Jacques Lob y Jean-Marc Rochette, y publicada por la editorial Casterman en 1982. Luego la serie fue completada por el guionista Benjamin Legrand, quien replazó a Jaques Lob en 1999.

En ella, el futuro de la humanidad se limita a los pasajeros de un tren que circula alrededor de un globo terráqueo congelado tras una catástrofe medioambiental, aquella que todo el mundo vio, pero nadie supo parar. El tren, un monstruo de acero trepidante, dotado de un motor casi diríamos que inmortal - merced al ingenio de su creador, un visionario llamado Wilford (Ed Harris)-, se acabó por convertir en la única esperanza de una raza humana tan decrépita como falta de toda esperanza.

No obstante, el tren y todos los que viven dentro, representan la pirámide social que ha conformado al mundo civilizado, desde que el hombre bajó de los árboles y empezó a vivir en comunidad. Dicha pirámide social está encabezada por quienes tienen; es decir, aquellos que “pertenecen a la parte delantera”, en palabras de la degenerada y sádica Mason (Tilda Swinton), una suerte de portavoz de la realeza. El resto se hacinan en la parte trasera del tren y sobreviven comiendo un compuesto alimenticio que haría vomitar hasta a las mismas cabras.

Entre medias, una cohorte de fieros y espartanos soldados, incapaces de pensar por sí mismos y siempre al servicio de quienes les alimentan y aleccionan. Son la línea divisoria entre la riqueza y la pobreza o, como ocurriera durante décadas en la dividida ciudad de Berlín, entre la libertad y la esclavitud.

Hay quienes se resignan y tratan de buscar el lado positivo a todo aquel sinsentido, caso de Gilliam (John Hurt), el patriarca que vive en el furgón de cola, y quienes, como es el caso de Curtis Everett (Chris Evans) y Edgar (Jamie Bell), mantienen la esperanza de derrocar a quienes mantienen un “status quo” opresivo y desigual.

Tal y como viene ocurriendo a lo largo de la historia, en especial tras la Revolución Francesa, Snowpiercer, simboliza -teniendo como escenario los lúgubres y asfixiantes vagones de un cimbreante tren de pasajeros- la eterna lucha de clases y la enorme desigualdad que siempre ha caracterizado a las civilizaciones humanas. Resulta insultante ver la forma en la que unos pocos viven en la parte delantera del tren, además del fanatismo y locura que los embarga en su afán por defender sus derechos “adquiridos” al pertenecer a una determinada casta. El descubrimiento, tanto para los rebeldes como para el espectador llegará tras el encuentro de los primeros con Namgoong Minsu (Song Kang-ho), el ingeniero que diseñó las puertas que mantienen a los unos separados de los otros, y a su hija Yona (Go Ah-sung). Lo que luego verán no es sino la plasmación de las todas las desigualdades sociales que apuntalan al 1% de la población, quienes poseen el 95% de los recursos y las riquezas de nuestro mundo.

Snowpiercer demuestra que el cine distópico está viviendo una segunda juventud tras los años cincuenta, sesenta y setenta del pasado siglo. Su desarrollo, cargado de una profunda desesperanza, oscuridad, y carente de una salida válida ante todo aquel sinsentido recuerda, poderosamente, a una de las obras maestras de este tipo de producciones, Soylent Green, dirigida en 1973 por Richard Fleischer y magníficamente interpretada por Charlton Heston, Leigh Taylor-Young y el gran Edward G. Robinson.

En el caso de Snowpiercer, Bong Joon-ho reinterpreta las líneas originales escritas por Jacques Lob y Benjamin Legrand y las convierte en una película dura de asimilar, pero tremendamente brillante y que no deja a nadie indiferente, seas de la clase social que seas. En parte, esto se logra por lo bien compensado que está el reparto, aunque, como suele ser habitual, los “buenos” no puedan dar todo lo que tienen dentro de sí, dado que son los “malos” los que tiene “patente de corso” para ser y hacer lo que quieran, algo que Curtis Everett no podrá, por mucho que lo desee.

Admito que, mientras veía la película, no pude dejar de pensar en otra de esas impresionantes películas que el séptimo arte nos va dejando en el camino, también desarrollada en un tren y con elementos en común con la película del director coreano. Runaway train, dirigida en 1985 por el director ruso Andrei Konchalovsky, y basada en una historia escrita por el también director Akira Kurosawa, traslada al interior de un tren de mercancías sin control buena parte de las virtudes y la carencias de nuestra sociedad. El enfrentamiento entre Oscar “Manny” Manheim (Jon Voight) y Warden Ranken (John P. Ryan) rodeados, éstos, por Buck (Eric Robert) y Sara (Rebecca De Mornay) –dos víctimas indefensas ante una situación que los supera- es, en cierta manera, el drama que viven los personajes atrapados dentro del tren de la película de Bong Joon-ho.

La frase final que aparece en la película de Andrei Konchalovsky “No beast so fierce but knows some touch of pity.” “But I know none, and therefore am no beast.”, pronunciadas por Lady Anne en la obra de William Shakespeare Richard III, muy bien podrían haber sido pronunciadas por la ya mencionada Mason, o por la demente profesora que también aparece en la película, emulando las enseñanzas de la Alemania del Reich de los 1000 años, o el mismísimo creador de aquel engendro, Wilford, tan cortés y educado como carente de toda moral.

Y lo peor del caso es que nuestro mundo va camino de convertirse en lo mismo que nos cuenta esta película, aunque aún no nos hemos cargado el ecosistema. Tiempo al tiempo...

Poder ver determinadas películas uno, dos o tres meses antes de su estreno comercial, justifica, por sí sólo, la existencia de un festival de cine. Sin ellos, deberíamos esperar hasta la fecha señalada, emulando al recio y noble sheriff de la inmortal película de Gary Cooper, High Noon, High Noony ver dichas películas cuando la compañía que las distribuye decidiera cuál era el momento adecuado.