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STAR WARS: EPISODIO VIII. UNA CUESTIÓN DE FE.

Ya ha dicho, escrito, teorizado y deconstruido que George Lucas no inventó nada, sino que refundió toda una amalgama de elementos para soportar el entramado argumental de su primera película Star Wars (1977), luego conocida como el Episodio IV. Sin embargo, lo que sí aportó el guionista, productor y creador californiano fue una mitología adaptada a su tiempo, en un instante en el que no existía nada parecido. Además, su virtud no sólo fue devolver a los grandes clásicos de la ciencia ficción y la fantasía al tablero de juego cinematográfico -tras décadas en las que la distopía y el miedo a la guerra nuclear lo habían copado todo- sino hacerlo con una pátina de modernidad que sorprendió a propios y extraños.

Al hacerlo, dotó a toda una generación de niños y jóvenes, mayoritariamente, etiquetados como “raros” (el término Freaks vino después, aunque la obra maestra de Tod Browning se estrenara en 1932, cuarenta y cinco años antes del estreno de Star Wars) de unos referentes y de toda una mitología que, hoy en día, continúa vigente en las mentes de quienes no han permitido que el tiempo y una sociedad cada vez más asilvestrada e ignorante les aparte de aquellos referentes que han marcado su vida. En el caso de nuestro país, La Guerra de las Galaxias permitió que quienes no nos habíamos convertido en unos “tarados repite-alineaciones” tuviéramos un tema del que hablar, sin necesidad de ser arrinconados por una mayoría que ha demostrado, sobradamente, lo embrutecida que estaba entonces y que lo sigue estando ahora, cuatro décadas después.

Es más, la película de George Lucas nos enseñó conceptos como la lealtad, el compromiso, la esperanza y la fe. No una fe tintada de un sentimentalismo religioso del tres al cuarto, sino fe en las personas, en la verdad y en el bien común, conceptos que suelen ser devorados por el papanatismo, el fanatismo y la radicalización de quienes gustan de devorar a los más débiles con tal de salirse con la suya. George Lucas, incluso, nos hizo temblar con la presencia de un sociópata como lo es Darth Vader, quintaesencia de la demencia más absoluta y descarnada. Su nieto, Ben Solo, es tan sólo un reflejo de la maldad de señor oscuro, aunque sus modos y manera, tampoco se quedan atrás cuando se trata de infligir daño por el mero placer de hacerlo.

¿Y frente a ellos? Los caballeros Jedi y una rebelión que se alzó en armas contra la barbarie del imperio liderado por el emperador Palpatine y Darth Vader. Jin Erso dijo una frase que define muy bien todo el entramado argumental del tema que nos ocupa “Las rebeliones se construyen sobre la esperanza”. No importa que la situación sea del todo desesperada, o que las fuerzas del líder supremo Snoke estén a un tris de desintegrar hasta la última nave rebelde. La esperanza y la fe en un ideal real y sin adulteraciones ideológicas es un acicate mucho más poderoso que toda una flota estelar, por poderosa y bien armada que ésta pudiera llegar a estar.

Después está un elemento muy poco valorado, la memoria, al que muy pocos recurren por miedo a ser derrotados ante una realidad que les supera. Con tan sólo una proyección de unos pocos segundos, R2-D2 le recuerda a Luke cómo, dónde y por qué comenzó todo, sin dejarle más salida que aceptar su realidad. Y es que nadie ha dicho que en la mitología creada por George Lucas todo sea de “color de rosa” y que las personas, por ejemplo, no sangran cuando se las golpea.

Con el paso de los años, los tópicos, los sesudos opinadores y toda una legión de espantajos varios han ido adulterando el verdadero mensaje de buena parte de las películas de la saga, en parte por envidia, en parte por ignorancia y, en parte, por las nefastas estrategias promovidas desde Lucasfilms.

Al final, todo se reduce a una cuestión de convicciones, de creencias y de aceptar como propias las palabras y los sentimientos de unos personajes que nos han acompañado desde hace cuatro décadas.

Por mucho que yo trate de convencer a los detractores de estas películas de sus bondades, más se esforzarán ellos en contraatacar con argumentos que consideran tan válidos -o mucho más- que los míos.

Por mucho que yo enumere, como han hecho otros compañeros de profesión, las claves de esta nueva entrega, tampoco lograré convencer a quienes solamente ven las películas como una excusa para vender entradas, juguetes y todo tipo de mercadotecnia publicitaria.

Por mucho que yo les quiera explicar que tanto Rogue One como el Episodio VIII inciden más en las relaciones, las creencias y las motivaciones de los personajes que en presentar toda una sucesión de nuevos vehículos y/o criaturas que, más pronto o más tarde, llegarán a las tiendas de todo el mundo, tampoco conseguiré nada y resulta un esfuerzo inútil, condenado al fracaso.

Ni siquiera la impronta de un personaje como Rey, quintaesencia de la heroína del siglo XXI, capaz de sobrevivir sin ninguna compañía masculina, aunque sepa buscar ayuda cuando es necesario, puede derribar la tozudez de quienes se aferran a la cotidianeidad en el séptimo arte frente al espíritu de aventura y ensoñación que tan bien construyera Georges Méliès hace ya más de un siglo.

Star Wars, La Guerra de las Galaxias, Tähtien Sota, ya sea en inglés, castellano o finlandés, se ha convertido en una cuestión de fe, de creer en lo mismo que creen los personajes que tratan de sobrevivir en los escenarios más adversos, y de tener las mismas esperanzas que poseen ellos, sin importarte las consecuencias de tus acciones. No sólo las rebeliones y/o revoluciones se construyen sobre la esperanza. Las mitologías también lo hacen y cuando George Lucas nos ofreció su versión, algunos creímos en ella y otros, no.

Quienes lo hicimos entonces, y no nos hemos arrepentido de hacerlo, nos apuntamos a la “chusma rebelde” casi sin saber la razón de nuestros actos hasta que un buen día, tras escuchar un discurso del almirante Ackbar, en un briefing en la sala de pilotos antes de partir en una misión, o simplemente, una orden dictada por la princesa y general Leia Organa Solo, todo tuvo sentido.

BB-8 y Poe Dameron (Oscar Issac)

¿Y cuál ha sido el precio final de todo esto? No volver a ser nunca más un “freaks”, sino un seguidor de la alianza rebelde, enfrentado contra la tiranía, primero, del imperio galáctico y luego de la Primera Orden (First Order), sin importar el precio que hubiera que pagar. Además, entre ser un tarado embrutecido o aspirar a tener un androide tan resolutivo y capaz como lo es BB-8, con permiso de Poe Dameron, claro está, no hay color. ¿Acaso alguien tendría alguna duda al respecto?

 © Eduardo Serradilla Sanchis, 2017

Star Wars © Lucasfilm Ltd. & TM. All right reserved. Text, any related names, characters and illustrations for Star Wars universe are © 2017 Lucasfilm Ltd.

 

Ya ha dicho, escrito, teorizado y deconstruido que George Lucas no inventó nada, sino que refundió toda una amalgama de elementos para soportar el entramado argumental de su primera película Star Wars (1977), luego conocida como el Episodio IV. Sin embargo, lo que sí aportó el guionista, productor y creador californiano fue una mitología adaptada a su tiempo, en un instante en el que no existía nada parecido. Además, su virtud no sólo fue devolver a los grandes clásicos de la ciencia ficción y la fantasía al tablero de juego cinematográfico -tras décadas en las que la distopía y el miedo a la guerra nuclear lo habían copado todo- sino hacerlo con una pátina de modernidad que sorprendió a propios y extraños.

Al hacerlo, dotó a toda una generación de niños y jóvenes, mayoritariamente, etiquetados como “raros” (el término Freaks vino después, aunque la obra maestra de Tod Browning se estrenara en 1932, cuarenta y cinco años antes del estreno de Star Wars) de unos referentes y de toda una mitología que, hoy en día, continúa vigente en las mentes de quienes no han permitido que el tiempo y una sociedad cada vez más asilvestrada e ignorante les aparte de aquellos referentes que han marcado su vida. En el caso de nuestro país, La Guerra de las Galaxias permitió que quienes no nos habíamos convertido en unos “tarados repite-alineaciones” tuviéramos un tema del que hablar, sin necesidad de ser arrinconados por una mayoría que ha demostrado, sobradamente, lo embrutecida que estaba entonces y que lo sigue estando ahora, cuatro décadas después.