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El arte del nombrete

Pasan algunos minutos de la una y en el Muelle de la Pescadería se sigue jugando al envite y al dominó. Resulta fácil encontrar a Antonio Coscona. En realidad se apellida Fuentes, pero todo el mundo le conoce y reconoce por su nombrete “o apodo, o sobrenombre”, puntualiza uno de los parroquianos del bar móvil que abrió aquí su barra para seguir cubriendo los avituallamientos que dejó de atender el quiosco sin licencia. “Es el de allí, el de la camisa azul y el cachorro canelo”.

A veces, para encontrar el origen de un nombrete hay que bucear décadas atrás y discutir un rato largo. La explicación del propio Coscona no convence a todos. “Había un señor en una farmacia que me decía Camiona porque yo era grueso. Y luego yo compraba unas pastillas que se llamaban Koki, para el catarro. Entre Koki y Camiona, Coscona”, explica el afectado.

No hacen falta grandes motivos para rebautizar a una persona. Era muy habitual hacerlo “por cualquier bobería”. Manita de Plata jugaba aquí sus partidas, dice sobre la mesa de metal, y se ganó el nombre porque “se le echaba mucho”. A un hermano de Coscona le decían Juanito la Tora “porque era muy alto”. En el momento de conocerse, para distinguir a dos Juanes o por cualquier cosa. Siempre han existido motivos para dejarse de apellidos.

Unos dicen que el nombrete se transmitía de padres a hijos, que se heredaba como el que recibe una tierra, un piso o una deuda. A veces toda una familia recibía el mismo nombre . “Tomás el de la grúa era La Chopa porque era un apodo familiar. Porque su padre traía barcos cargados de chopas”. Otros discrepan, pero coinciden que por ejemplo Angelito el Fino —gran coleccionista de aperos marítimos y de fragmentos de la historia del Puerto de Arrecife— recibió la denominación de su padre, que fue el primer Fino.

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