Las ilustraciones de Zainab Fasiki, el graffiti de Feoflip, la poesía de Paloma Chen, las performances de Begoña Grande. “Todo arte es político”, opina la docente e investigadora de historia del arte Yolanda Peralta: “Tiene lugar en una sociedad y época concretas y está realizado por una persona implicada en un modo de vida, unas ideas, un pensamiento y una ideología propia”.
Las creaciones de este grupo de artistas, si bien sus disciplinas son muy diversas, tienen en común el componente de protesta. Coinciden en que el arte está vinculado a la política y a significados profundos, como así ha sido a lo largo de la historia.
El arte protesta experimentó un auge destacable en el siglo XX. Durante la primera mitad, este se centró en las guerras mundiales y las revoluciones rusa o mexicana. A partir de los años 60, las protestas estudiantiles y el movimiento por los derechos civiles tomaron un rol relevante. En las décadas siguientes, el feminismo o el ecologismo, entre otros, se sumaron a la esfera.
Desde los años 70, tal y como señala Yolanda Peralta, la intervención del feminismo en el arte cuestionó el canon artístico “que excluye todo lo que no sea blanco, masculino, heterosexual, burgués y occidental”.
Parte de ese movimiento consistió en la recuperación de mujeres artistas olvidadas o no reconocidas y el cuestionamiento del género, las temáticas o la representación femenina en el arte. También, la reivindicación de ciertas prácticas como el bordado, la costura, la cerámica o el diseño de joyas, que se consideraban artesanías y menos prestigiosas.
Este tipo de arte ha acompañado al desarrollo de distintos eventos históricos, como la abolición de la esclavitud o las protestas contra distintos regímenes. Así, el arte político también ha evolucionado, cobrando múltiples formas que pueden ir desde la provocación a la empatía.
No obstante, el consumo artístico sigue estando alejado de gran parte de la población. Para Yolanda Peralta, esto se debe a un acceso desigual a la educación o a la tecnología, así como al nivel de recursos económicos o el barrio de residencia, además de otras cuestiones.
Peralta apunta que el arte político se ha convertido en “una tendencia más” en la gama de corrientes artísticas. Esto tiene un doble rasero, dado que “la estetización de ciertas problemáticas sociales contribuye a la desactivación del componente de denuncia”.
Así, este tipo de arte permite visualizar y difundir conflictos o problemas sociales, pero la docente se cuestiona en qué medida genera cambios. Considera que es posible que las reacciones del público contribuyan a construir una conciencia y un ánimo de lucha, pero es importante calibrar el alcance de la creación artística en este sentido.
Por eso, distingue el arte del activismo, remitiéndose a las palabras de Regina José Galindo, quien se considera “artista con conciencia política pero no activista”. Peralta explica que el arte, a grandes rasgos, busca la estética en un campo más ambiguo, mientras que el activismo busca objetivos específicos en los que la propia vida puede correr riesgos.
Sin embargo, existen casos en que se difuminan las fronteras entre arte y activismo, dando lugar al término de artivista. Ahí encaja Zainab Fasiki, ilustradora marroquí que lleva una década impregnando sus obras de protesta contra la cultura de la violación, la falta de libertad sexual, la opresión a las mujeres y las personas LGBTIQ+ y la presencia de la religión en el estado.
Desde que publicó a los 19 años sus primeros autorretratos desnuda en internet, comenzó a recibir amenazas de muerte: “Debería estar viviendo en una sociedad con respeto y derechos que yo no encontré”.
Ahora, con 28 años, se da cuenta de que ha estado todos sus 20 metida en política, lo cual la ha colocado en una “posición peligrosa”. Sin embargo, no se imagina dejando su ocupación ni su país porque es consciente de que las mejoras sociales no vienen solas.
Aunque el arte protesta no es necesariamente provocador, Fasiki cree que el cambio va intrínsecamente ligado a que se geste el enfado de ciertos colectivos sociales. Asimismo, señala que el arte también surge del enfado, en su caso frente a las prohibiciones de la sociedad y la interpretación de la religión.
Además de las ilustraciones y viñetas en las que trabaja, publicó en 2019 el libro Hshouma (vergüenza) en formato cómic. Su idea es explorar este formato como herramienta educativa y conseguir la “inmortalidad” que confieren los libros. Para ella, su obra tiene poder porque es muy visual, y eso hace que “la gente lea las imágenes y en un segundo tenga el mensaje”.
Ese carácter visual es el que busca también Fran Feo, conocido como Feoflip, artista urbano canario nacido en Lanzarote. Con sus obras, pretende que la gente se cuestione la realidad respecto a la degradación medioambiental, el capitalismo, el modelo fronterizo y migratorio o el turismo de masas, entre otros temas.
Apunta que el graffiti y pintar en la calle permiten llegar a muchas personas, por lo que “hay que tener una responsabilidad sobre lo que se pinta”, sobre todo cuando se trabaja en un mural que va a durar años, transmitiendo así su mensaje a millones de personas.
Por eso, siempre trata de “dejar el espacio mejor que antes”, así como “armonizar la pieza y hacer que forme parte del contexto y el medio donde se encuentra”, mezclando conceptos e incitando la reflexión. Para él, no solo su arte es político, sino que cualquier acción lo es. Incluso, apunta que “el silencio es una forma de protestar muy provocadora”.
Ha dejado algunas de sus obras en distintas partes del mundo, pero tiene pendiente montar sus propias exposiciones. Sin embargo, no cree que sea posible hasta que las galerías y el mundo artístico abran las puertas a quienes pintan en la calle. Hasta entonces, “la calle siempre estará ahí”.
Además de combinar elementos físicos para crear murales, mezcla el arte visual con pequeñas piezas poéticas que publica en sus redes sociales y página web. Pueden ser reflexiones previas o juegos de palabras que practica para llegar a ideas, pero siempre busca que sean sugerentes.
Paloma Chen, por otro lado, opta por un lenguaje poético explícito que se manifiesta en el poemario Invocación a las mayorías silenciosas, entre otras de sus creaciones. Su obra versa sobre el antirracismo y su experiencia híbrida como mujer chino-española.
La poeta y periodista vincula el arte con la política, sea esta una conexión más o menos sutil según el caso. Ahí no solo tiene un papel la intención que pone la persona creadora, sino quienes reciben el mensaje. Esas personas pueden politizarlo y extraer una significación al margen de las intenciones del artista, pasando a manos del público.
La concepción de arte y cultura de Chen es muy amplia. Tanto, que se cuestiona: “¿Qué es cultura?”. Considera que se trata de una disciplina multidireccional, aunque apunta que los espacios artísticos suelen estar acotados y tienen un acceso desigual en función de la raza, el género o la clase social.
“Solemos hablar de la cultura más institucional financiada por los fondos públicos, pero cultura también es lo que se hace en los centros socioculturales de los barrios”, señala. De cualquier forma, se enfoca especialmente en lo público porque, al erigirse a base de impuestos, razona que todas las personas deberían poder acceder a ella, “no solo a lo que es recibir cultura o educación, sino también a producir y crear”.
En esa dinámica, los medios de comunicación “son clave” debido al vínculo que establecen entre poder y visibilidad. Señala que “probablemente ayude” la presencia de más mujeres o personas racializadas y migrantes en puestos de poder de determinados espacios, pero que ello no determina que una institución sea feminista o antirracista. “Hay toda una maquinaria detrás”, insiste.
Por tanto, cree que es importante que haya personas que lleven su protesta a otros espacios, fuerza de la zona de confort, en los que “abrir grietas”.
Al igual que Paloma Chen, Begoña Grande piensa que el arte protesta debe estar presente en todas las esferas, incluyendo los lugares donde se sitúa el poder. No obstante, es importante que no se desvirtúen la intencionalidad y los mensajes una vez instalados en esos espacios privilegiados. De lo contrario, el componente político pierde su fuerza.
Begoña Grande se dedica al mundo de la performance, una disciplina artística basada en acciones, la interacción con el público y los sentimientos y emociones que ello despierta.
Una de las performances más famosas es Ritmo 0, desarrollada en 1974 por Marina AbramoviÄ. En ella, la artista permaneció inmóvil durante seis horas rodeada de 72 objetos que la audiencia pudo utilizar en su cuerpo sin ninguna responsabilidad: desde rosas, perfume y comida hasta tijeras, clavos o una barra de metal.
Esta pieza llena de controversia sigue siendo analizada en la actualidad por la forma en que expuso la naturaleza humana y su emocionalidad. Begoña Grande explica que su trabajo también tiene una “misión emocional con el ser humano y todas sus capacidades de resistencia, de ser vulnerable, de los infiernos”.
Tal y como apunta, no es responsable de cómo se reciben sus piezas y de lo que puedan sentir las personas al verlas: “A lo mejor crea repugnancia, dolor, exaltación”. Lo importante, asegura, es que despierte una emoción en los demás.
Debido a su dislexia, aprendió desde pequeña a expresarse a través del cuerpo. Esa es ahora su herramienta para estudiar, analizar y descubrir al ser humano y, después, transmitirlo a través de los sentimientos.
El enfado, la ira o la ofensa son algunas de las sensaciones que puede experimentar su público, en gran medida porque se genera una “resistencia” mental “cuando se desnuda la capa que la sociedad ha forjado”.
No obstante, estas no son las únicas emociones que logra despertar: “Siento que el arte protesta está transmutando a otra dimensión. Estamos llegando a poder protestar provocando empatía”. Esa perspectiva también pasa por que el artista muestre su lado más vulnerable. Cuando eso sucede, se expone a la posibilidad de que no lo acepten, y eso también transmite un mensaje muy potente.
Begoña Grande cuenta que no tiene por costumbre grabar sus piezas más allá de las imágenes o vídeos que toman los espectadores o el equipo técnico de los eventos en los que participa. Para ella, “el verdadero registro es el que queda en las personas y lo que han vivido”.