En el Parque García Sanabria, en Santa Cruz de Tenerife, hay 20 cámaras públicas de videovigilancia; en Las Verónicas, Arona, otras 20; en El Cuadrilátero, San Cristóbal de La Laguna, ocho; en la calle Luis Morote, Las Palmas de Gran Canaria, una; en la calle Franchy Roca, también en la capital grancanaria, otra. Y así hasta completar los 68 circuitos cerrados de televisión que se empezaron a instalar en Canarias hace más de una década para combatir la criminalidad. Ni los datos ni los expertos avalan su utilidad.
En el Archipiélago, la tasa de criminalidad de las dos capitales de provincia ha descendido en los últimos años, pero a nivel autonómico continúa presentando prácticamente los mismos registros. En 2010 era de 45,8 delitos y faltas por 1.000 habitantes, y en 2019, antes de la pandemia, la cifra cayó a 43,1. Lo que sugiere, según han constatado estudios británicos, que las cámaras de videovigilancia provocan un efecto desplazamiento de la delincuencia a zonas cercanas.
“Las cámaras tienen utilidad en los espacios poco transitados, como parkings o zonas rurales, pero en lugares donde ya hay mucha gente, con lo cual hay mucho testigo de acciones, no lo son. En España se ha tendido a instalar en zonas muy transitadas, lo que no tiene mucho sentido”, reflexiona Gemma Galdon Clavell, doctora en Políticas de Seguridad y Tecnología y directora de Eticas Consulting.
Un trabajo publicado en 2010 por el Instituto andaluz interuniversitario de Criminología concluyó que en las calles de Málaga donde se había instalado cámaras se redujo la criminalidad un 1,9%. Sin embargo, en las vías cercanas se produjo un aumento del 14,6%. Para Galdon, esto es un ejemplo más de que “la delincuencia no ha desaparecido ni ha mermado”, sino que lo que ha hecho es “mutar”. “Se cometen los mismos delitos, pero con un casco o con la cara tapada para evitar esa grabación. Lo que tenemos es una inversión en tecnología, una merma de la privacidad de la ciudadanía, sin que se haya producido una mejora de la seguridad objetiva”.
Estos dispositivos se instalan a raíz de una petición local. Cuenta Idaira Hernández Peraza, miembro de la Asociación Profesional Española de Privacidad (APEP), que los ayuntamientos deben elaborar un informe que justifique su uso y solicitar su instalación a la Delegación del Gobierno. “En ese documento debe constar el tipo de cámara requerida, el lugar, tipo de grabación, si van a ser permanentes o no…”. Cuando esto ocurre, entra en escena la Comisión de Garantías de Videovigilancia, formada, entre otros cargos, por el presidente del Tribunal Superior de Justicia de Canarias (TSJC) y el fiscal jefe del TSJC, encargada de respaldar o no la iniciativa.
En Santa Cruz de Tenerife se retrasó la instalación de las cámaras del Parque García Sanabria porque la Comisión de Garantías de Videovigilancia no veía motivos para hacerlo. “La realidad es que, en Santa Cruz, según los informes que disponemos de la Policía Nacional, donde se establecen lo que denominamos puntos calientes, aquellos donde se cometen mayor número de delitos, el Parque García Sanabria no es uno de ellos”, declaró a Diario de Avisos el delegado del Gobierno en Canarias por aquel entonces, Enrique Hernández Bento. Después de años de lucha, el ayuntamiento de la capital tinerfeña ha visto cumplida su petición.
Que se instalen circuitos cerrados de televisión en parques no es una novedad. Tampoco que lo hagan en zonas de ocio principalmente frecuentada por jóvenes, como son El Cuadrilátero en La Laguna y Las Verónicas en Arona. En el estudio Si la videovigilancia es la respuesta, ¿cuál era la pregunta? Cámaras, seguridad y políticas urbanas, Galdon concluye que, en España, la videovigilancia forma parte de “una agenda securitaria que mezcla preocupaciones vinculadas al uso intensivo del espacio público por parte de los jóvenes, a la creciente presencia pública de los consumidores fallidos y a la cristalización de las angustias contemporáneas en la figura del inmigrante”.
“En muchos casos, el primer sitio donde se instalaban las cámaras eran zonas céntricas de uso juvenil: delante de la biblioteca municipal, en la plaza del Ayuntamiento… Para desincentivar que los jóvenes las utilizaran, lo cual me parece una barbaridad”, añade la experta. En El Cuadrilátero, por ejemplo, las cámaras quizá han podido ayudar a identificar a los protagonistas de una reyerta, como ha ocurrido en otras ocasiones en las que identifican a los culpables de un delito. Pero, según lo acontecido en los últimos meses, estas no han terminado de disuadir las trifulcas y peleas. Recientemente, el Gobierno de Canarias declaró al entorno como “zona de riesgo para la salud pública”, donde agentes de la Policía Local y Nacional pueden controlar el acceso a las calles.
Para Hernández, ante situaciones de este estilo, es importante que se vuelva a poner sobre la balanza la intimidad frente a la seguridad y que se fiscalice, con datos en la mano, si efectivamente las cámaras están teniendo un efecto disuasorio. “Si tú no quieres que te graben sabes cómo hacerlo. Yo, que voy caminando, y en El Cuadrilátero hay un colegio delante, pues ahí pasan niños todos los días”. Según los datos facilitados por el Ministerio de Política Territorial a este periódico, a través de la solicitud de información pública, las cámaras del Parque García Sanabria y Las Verónicas se encienden en horario nocturno, de 22:00 a 07:00. Con respecto a El Cuadrilátero, no hay especificaciones. El resto de dispositivos se hallan en Las Palmas de Gran Canaria.
Aunque se cuestione su efectividad, las cámaras de vigilancia son ampliamente apoyadas por la población. Según los últimos datos más completos del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), publicados en 2009, el 68,7% de los españoles apoya la videovigilancia. Galdon asegura que “la gente normaliza la presencia de estos aparatos al cabo de tres meses”, por lo que, abunda, “cualquier efecto disuasorio tiene muy corta vida”. “Lo que hacen es normalizar que se capture nuestra imagen y nuestras actividades de forma constante y de cómo nos comportamos y con quién estamos”.
Acorde a un estudio de Janina Steinmetz, profesora titular de Marketing en la Cass Business School de la Universidad de Londres, el aumento de la videovigilancia provoca un cambio en la forma que actúan y piensan los ciudadanos. “Las personas se perciben a sí mismas como si estuvieran bajo una lupa. Como resultado, sus acciones se sienten exageradas”, remacha.
Quien quiera hacerlo, puede solicitar las grabaciones captadas por las cámaras en un plazo de 30 días. Pero no siempre es fácil hacerse con las cintas. Galdon narra un caso personal. “Nosotros intentamos, hace unos años, acceder a imágenes que nos habían grabado a nosotros en zonas públicas y espacios privados. No conseguimos ni una. Todos los que recogen las imágenes se amparaban en la privacidad de terceros que podían aparecer o que ya las habían borrado… La merma de la privacidad y la vulneración de derechos es evidente. Como política pública de seguridad, es una política fallida y muy cara en términos económicos y de derechos para la población en general”.