La condena del ciudadano ejemplar: el síndrome del espectador

En 1974, la artista Marina Abramović (Belgrado, 1946) llevó a cabo una de sus performances más emblemáticas: ‘Rhythm 0’. Durante seis horas se convirtió en el objeto de la puesta en escena, sobre el que el público podía emplear setenta y dos objetos dispuestos en una mesa, entre los que se encontraban: una rosa, una pluma, perfume, un racimo de uvas, un peine, un pintalabios, agua, vino, un hacha, cadenas, tijeras, clavos, tiritas, una pistola y una bala. Elementos asociados al cuidado, al placer, al dolor; con los que satisfacer, infligir o aliviar, con los que explorar la acción y la responsabilidad colectiva. Antes de que concluyeran las seis horas, Marina ya había sido vejada, despojada de su ropa y agredida.

“Básicamente, si la audiencia quisiera, podía meter la bala dentro de la pistola y matarme. Era un riesgo que quería correr; quería saber cómo se comportaría el público en este tipo de situación” afirma la serbia en una entrevista de 2016. Y es que, siguiendo con sus palabras: “hasta ese momento, el artista de performance era considerado alguien completamente ridículo, un enfermo, un exhibicionista, un masoquista,... una persona que solo quería llamar la atención. Estaba cansada de este tipo de críticas así que me dije: ”De acuerdo, voy a idear una pieza para ver hasta dónde está dispuesto a llegar el público si el artista no hace nada“. Pues bien, las primeras tres horas de ‘Rhythm 0’ transcurrieron con gentileza: le entregaron la rosa, le acariciaron con la pluma, le dieron besos. Pasado ese tiempo, los que se congregaron ese día en el Studio Morra de Nápoles se entregaron al salvajismo.

Inmovilizaron el cuerpo de la performer con cadenas, lo tumbaron sobre la mesa y colocaron un cuchillo cerca de su entrepierna; una persona le hizo un corte en el cuello y le chupó la sangre; la ataron a una silla y le vertieron líquido por encima; le clavaron las espinas de la rosa en el torso, desnudo; fue manoseada; tomaron polaroids de los procesos de humillación; le escribieron “END” en la frente. El momento álgido de este ambiente sádico y descontrolado que se había generado sucedió cuando una persona cargó el revolver y se lo colocó a Marina en la mano, con el dedo en el gatillo, apuntándose a sí misma. Otro individuo cogió el arma y le apuntó con ella, apretándosela en la sien, hasta que otra persona se la quitó. Un tercero cogió entonces el pañuelo de la mesa y secó las lágrimas que asomaban por los ojos de la artista. El grupo se había dividido entre los que querían seguir martirizándola y los que querían protegerla. El dueño de la galería entró y enloqueció con lo que vio. Se había creado una atmósfera agresiva, peligrosa. Cogió la pistola y la lanzó por la ventana.

Tras las seis horas, el galerista regresó y anunció el fin de la performance. En ese momento Abramović comenzó a moverse, volvió a tomar conciencia de sí misma y, totalmente magullada y denigrada, caminó hacia el público. Todo el mundo se echó a correr, todos huyeron. No podían confrontarla como persona, como sujeto. A día de hoy, las cicatrices que han quedado impresas en su cuerpo le recuerdan la experiencia. “Lo que aprendí fue que, si dejas que el público decida, te puede matar”.

Esta performance bebe directamente de otra realizada por Yoko Ono (Tokyo, 1933) diez años antes: ‘Cut Piece’, donde la artista permanece sentada en el suelo, sola en medio de un escenario, llevando un vestido de manga larga hasta la rodilla y con unas tijeras frente a ella. A la audiencia se le dio la instrucción de que podía tomar turnos para cortar pequeñas porciones de tela de su ropa, las cuales se podían quedar. Unos, tímidos, cortaron trocitos pequeños de su manga o del borde de su falda, mientras que otros, más decididos, cortaron sin dilación su camiseta interior o los tirantes de su sujetador. Ella permaneció prácticamente inmóvil e inexpresiva hasta el final (solo modificó su postura para cubrirse el pecho con las manos) en lo que posteriormente definió como un trance en el que no sintió miedo. De hecho, llegó a decir que lo experimentó como algo poético. La pieza tiene su razón de ser en la voluntad del público respecto a la interpretación que hace de las instrucciones que recibe, convirtiéndose en agentes activos en la creación artística. La forma en la que éste responde, en ambos casos y ante la pasividad a la que se somete el objeto de la obra, termina por ser potencialmente agresiva. Un aspecto reforzado por la cuestión de género, en tanto que el cuerpo era el de una mujer. De hecho, a Marina la identificaron como tal durante el proceso de humillación: escribieron “woman” en su pecho. Es la repercusión de objetificar a la mujer.

Hablamos de la frontera que desdibuja al sujeto del objeto, del papel que asumen el agente activo y el pasivo. La implicación del espectador en este tipo de situaciones no solo es determinante para que se produzca la obra, define el comportamiento de grupo de los co-creadores de la pieza resultante. Un grupo que traspasa todos los límites en tanto que tiene carta blanca para hacerlo. El sujeto pasivo no solo no va a oponer resistencia, sino que se presta a asumir las consecuencias de la situación que ha provocado. Es sintomático que la agresividad acabe por imponerse, creando impasibilidad en el resto del grupo. Es en esta reacción donde, precisamente, reside el subterfugio para llevarla a cabo. Es en la validación de la masa donde recae que la naturaleza humana se muestre tal como es.

Cuatro meses antes del happening de Ono, fue asesinada una mujer que dio nombre a un síndrome social, que propició la Teoría de la Difusión de la Responsabilidad: Kitty Genovese (Nueva York, 1935-1964). Su caso fue portada del New York Times, con el siguiente titular: “37 que vieron un crimen no llamaron a la policía”. Si bien más tarde se descubrió que esto no fue del todo cierto (los registros policiales hablan de doce testigos y que fueron varios quienes intentaron alertar a la policía) logró poner en el punto de mira la siguiente cuestión: por qué estas personas no auxiliaron a una persona que estaba siendo agredida. Uno de los testigos decidió no llamar a la policía porque “no quería verse implicado”. Otros no tenían claro el motivo de la agresión; que si les pareció una riña de amantes, que si no vieron que la chica estuviera siendo acuchillada.

Lo cierto es que Kitty fue apuñalada varias veces en distintos espacios por un hombre que la acechó después de que aparcara su coche cerca de su casa, adonde se dirigía, de madrugada, tras su jornada laboral. El hombre la alcanzó en ese recorrido y le asestó tres puñaladas. Ella chilló, pidió auxilio, y varios vecinos la escucharon. Uno de ellos ahuyentó al agresor desde su ventana, pidiéndole que la dejara en paz. El asaltante, alertado, se alejó de la escena, pero este testigo no fue a socorrerla, ni llamó a la policía. Como tampoco hicieron otros vecinos que prendieron la luz y abrieron las ventanas para ver qué estaba ocurriendo. Kitty se levantó como pudo y fue arrastrándose malherida hacia su portal, mientras seguía pidiendo ayuda. Aparentemente, la situación parecía más confusa para los testigos, que no vieron tan claro que se tratara de un crimen. El agresor regresó pasados unos minutos, cuando la víctima alcanzó la puerta del edificio. La volvió a acuchillar, la violó y le robó 49 dólares. Todo esto pasó en media hora. La llamada que alertó a la policía, que se presentó en apenas un par de minutos, fue la de la última persona que vio que ya era tarde para Kitty, que moriría en la ambulancia de camino al hospital. ¿Es la urbe cómplice de asesinato?

Este caso originó tal alarma social que promovió estudios sobre la conducta del ciudadano, ese ciudadano ejemplar, respetuoso con la ley, ese cuyo modo de actuar personifica el testigo que declaró que no hizo nada porque no quería verse implicado en el asunto. Pasamos por alto que aparte de derechos, tenemos deberes. Se trata de la mencionada Teoría de la Difusión de la Responsabilidad (Darley y Latané, 1968) que, mediante el método científico, intentó dar respuesta a ese tipo de decisión, cuyo resultado evidenció que es el número de personas involucradas el que determina nuestra no actuación. Cuantas más personas vemos o creemos que están presenciando la situación de la que somos testigos, menor es nuestra voluntad de actuación, en tanto que presuponemos que otro hará algo, motivo por el que nos sentimos con menos responsabilidad para hacer algo. El residuo es la apatía, la ausencia de conciencia social. Un fenómeno que se da en mayor medida en las urbes, donde el tránsito de gente es mayor, donde la indiferencia frente a un asesinato no es síntoma de conmoción social. Por supuesto, son más las variables que entran en juego, como la valoración del riesgo o la capacidad de auxilio y reacción de uno mismo.

El asesino de Kitty, un necrófilo diagnosticado, declaró que simplemente “quería matar a una mujer”. No fue la primera. Kitty no solo dio nombre al síndrome del espectador: por ella se creó el número simplificado para llamar a la polícia en EE.UU., el 911. Su historia también inspiró que un personaje de cómic, Rorschach de Watchmen (Alan Moore y Dave Gibbons, DC Comics, 1987) se convirtiera en uno de los vigilantes que luchan contra el crimen, en un antihéroe desilusionado y hastiado por la falta de empatía de la gente. Precisamente, los que son capaces de intervenir en defensa de una persona que está siendo agredida son considerados héroes, porque se exceden más allá de su deber. Recordemos el caso de Ignacio Echeverría (1978-2017) apodado “el héroe del monopatín”, quien no vaciló en ayudar a una mujer que estaba siendo apuñalada, evitándole la muerte. Por esta intervención, logró desviar a otros dos asaltantes que fueron tras él, otras víctimas a las que indirectamente salvó en lo que era un atentado yihadista. Su hazaña le costó la vida.

Sin código moral, sin leyes que nos sostengan y nos señalen como individuos que conforman una sociedad, no solo aflora nuestro lado más salvaje, sino que también renunciamos a nuestra responsabilidad compartida. En una sociedad cada vez más alienada, que lo mismo engendra manadas como se une para acabar con ellas, hay cabida para la omisión del deber del ciudadano. Ese que es ejemplar, respetuoso con la ley. El mismo que cuestiona a Marina y a Yoko y se lamenta por Kitty. Somos testigos de situaciones menos extremas a las expuestas para las que no hace falta llevar capa. Citando a Edmund Burke, “lo único necesario para el triunfo del mal es que los hombres buenos no hagan nada”.