Hiper (des)conectados: los efectos secundarios de consultar la pantalla a cada segundo de silencio
La sala de espera del médico, la cola del supermercado, el interior del transporte público… en cualquiera de estos escenarios se reproduce el mismo patrón: cabezas bajas y ojos fijos en la pantalla. La luz blanca de nuestros dispositivos nos hipnotiza y con ellos, las esperas ya no lo son tanto. Esquivar el tedio no parece algo reprochable, sin embargo, el automatismo de consultar la pantalla a cada segundo de silencio está empezando a limitar nuestra capacidad de introspección. Leer un artículo en el móvil pueda hacernos reflexionar pero, ¿por cuánto tiempo? Normalmente pasamos de un estímulo a otro: consultamos una noticia, vemos las últimas fotos de Instagram y mantenemos tres chats abiertos con sus demandantes ventanas emergentes. Demasiados elementos para retenerlos y, mucho menos, para analizarlos como corresponde.
“Los tiempos muertos son importantes para no limitarnos simplemente a reaccionar ante lo que otros están publicando o haciendo en la red”, explica José Luis Orihuela, escritor y profesor en la Facultad de Comunicación de la Universidad de Navarra. Este “reaccionar” produce un efecto de falsa reflexión porque es superficial, episódico. El conocimiento está demasiado disperso como para anclarse, los datos llegan fragmentados y rápidamente son reemplazados por otros nuevos. En un mundo sobresaturado de información, donde nada es capaz de mantener nuestra atención el suficiente tiempo, parece irremediable caer en lo insustancial. “La cultura líquida moderna ya no es una cultura de aprendizaje, es, sobre todo, una cultura del desapego, de la discontinuidad y del olvido”, concluye el sociólogo Zygmunt Bauman.
El miedo a perderse algo
Nuestra nueva realidad, más que nunca, está llena de opciones y cuenta con la exigencia añadida de que será evaluada por nuestro ciberentorno. Cientos de ojos dispuestos a validar o rechazar nuestra acciones, a cualquier hora y en cualquier lugar. Las redes sociales inducen a la comparación y, en consecuencia, a la promoción: demostrar felicidad, éxito y ociosidad para estar a la altura del resto. Documentarlo −y compartirlo−, en lugar de vivirlo. Es puro ilusionismo, y aunque lo sabemos, la sobreexposición puede terminar por afectarnos. Como dijo Montesquieu: “Si nos bastase con ser felices, la cosa sería facilísima; pero nosotros queremos ser más felices que el resto, y esto es siempre difícil, porque creemos que los demás son bastante más felices de lo que son en realidad”.
Recibir una recompensa a modo de “me gusta”, no es suficiente, pues su efecto desaparece a la misma velocidad que crecen las actualizaciones del resto. Pero seguirse fijando en ellas es inevitable. Somos curiosos y resulta difícil no tentarse cuando la posibilidad está a sólo dos golpes de botón. Mirar el móvil se ha convertido para muchos en el primer gesto nada más levantarse y en el último antes de irse a dormir. Según el Informe Ditrendia de 2016, un 85% de los españoles utiliza el móvil a diario (el 55% lo deja en la mesilla de noche) y las aplicaciones más utilizada son WhatsApp y Facebook, justamente aquellas que permiten conectarnos.
De esta hiperconectividad surge el efecto FoMo (del inglés, Fear of Missing out; traducido como: miedo a perderse algo), un tipo de ansiedad social definida por el psicólogo Andrew Przybylski como la preocupación compulsiva de perder oportunidades, ya sea una interacción social, una experiencia nueva, una inversión rentable o cualquier otro acontecimiento satisfactorio. Temor que está ligado al deseo de estar siempre conectado y conocer lo que los demás están haciendo
El término FoMo se volvió relevante a raíz de un artículo publicado en Harvard donde Patrick McGinnis señalaba la incapacidad de sus amigos −y la suya propia− de comprometerse con nada, ya fuera algo tan sencillo como reservar un restaurante. Parecía como si después de los atentados del 11 de septiembre, el temor a otra posible catástrofe les hiciese querer vivir la vida al máximo. Como resultado, comenzaron a revisar todas las opciones posibles cada vez que tenían que elegir algo, hasta el punto de quedar paralizados por la indecisión.
Según Bauman: “Estamos acostumbrados a un tiempo veloz, seguros de que las cosas no van a durar mucho, de que van a aparecer nuevas oportunidades que van a devaluar las existentes”. Por eso las personas imbuidas por el FoMo consumen todo tipo de experiencias y relaciones de manera superficial y agónica, con el recordatorio perpetuo de que hay algo o alguien mejor esperándoles. Sin darse cuenta de que el siguiente cambio no tiene por qué ser a mejor, sólo diferente. Compartiendo, si acaso, la ausencia de significado por pasar de puntillas y sin mojarse. “A veces”, declaró Przybylski, “es bueno aislarse del mundo de las posibilidades”.
Nunca solos, ni con nuestros pensamientos
Vivimos atrapados por las notificaciones, condicionados por los parpadeos de aviso y reclamo. No atenderlos en el momento genera ansiedad y nervios, pues nos hemos acostumbrado a esa gratificación infinitesimal que nos llega en forma de beeps. Un sonido que significa que no estamos solos. Hay alguien al otro lado, aunque en ese momento estemos acompañados. Porque nos aferramos al móvil cuando nos quedamos solos pero también en los instantes compartidos: una descortesía productor de la revolución digital.
El mundo online se ha fusionado de tal manera que compite con las interacciones cara a cara. Interrumpir una cena con amigos a base de insistentes revisiones al teléfono produce un efecto contagio, legitimando al resto a hacer lo mismo. Contradictoriamente, no resulta tan ofensivo como estar pendiente de la conversación de la mesa de al lado o andar entrando y saliendo del restaurante. La falta de atención es la misma pero hay un cuerpo presente, como si la mera asistencia bastase para consolidar el afecto. Y es que nos hemos acostumbrado a estar juntos en solitario.
No queremos desatender nada, y con la simultaneidad sentimos que lo abarcamos todo, cuando lo que realmente ocurre es que saboreamos las experiencias muy poco. “La gente quiere estar con los demás pero también en otros lugares, conectada a todos los sitios donde quiere estar”, explica Sherry Turkle, psicóloga y profesora del MIT. Muchas veces la experiencia real pasa a un segundo plano, en favor de los aplausos a posteriori. Es decir, el aluvión de comentarios y emoticonos que probarán que, efectivamente, aquel fue un gran día. Siempre nos importó la opinión ajena pero en los tiempos de Facebook, el fenómeno se ha amplificado. “Uno de los aspectos más seductores de las redes sociales es saber lo que la gente piensa de ti. Las métricas de seguidores y respuestas ofrecen un índice siempre actualizado de los movimientos de la inestable divisa que es uno mismo”, expuso David Carr en un artículo de The New York Times. Además, ofrecen una versión mejorada de nosotros mismos porque está abierta a edición. Podemos presentarnos tal y como nos gustaría ser.
También es cierto que la redes sociales nos ofrecen la posibilidad de conectar con personas como nunca antes pero, ¿realmente las utilizamos para fortalecer nuestros lazos sociales o son más un refugio donde postergar responsabilidades, evadirnos y cotillear? Como cualquier herramienta, su buen o mal uso depende de nosotros. Por eso no se trata de erradicar los dispositivos pero sí de prestar más atención a la manera en que nos relacionamos con ellos. Si nos generan ansiedad, frustración, desánimo… es que algo falla. Si los usamos para tener contacto con la gente pero sin cambiar nunca el medio, significa que hemos reemplazado una actividad valiosa por otra de menor categoría. Como dijo David Carr en su Guía para usar smartphones: “No pienses que tuitear sobre tomar algo conmigo me concede importancia. Tomar algo conmigo lo hace”.
Porque es con el trato cercano, el del día a día, como llegamos realmente a entendernos. “Utilizamos las conversaciones entre nosotros para aprender a tener conversaciones con nosotros mismos”, expone Turkle. “Así, huir de la conversación pone en riesgo nuestra capacidad de autoreflexión”. Porque conocernos implica diálogo con los demás, pero sobre todo, diálogo interno y éste sólo puede suceder en los espacios en blanco. Aquellos donde sentimos el impulso irremediable de coger el móvil y rellenarlos con algo ajeno. Quizás haya llegado el momento de seguir el consejo que Turkle se atrevió a dar en su charla TED, en presencia de los fundadores de Twitter y Amazon: “Apaguen sus teléfonos y empiecen a vivir”.