Menores subsaharianos: un viaje en el espacio y el tiempo en pos de un sueño

Con apenas quince años se juegan la vida en un cayuco para llegar a España persiguiendo el sueño de trabajar y ayudar a sus familias, aunque en ese viaje en el espacio y el tiempo los menores subsaharianos pierden sus referencias culturales y emocionales, que deben ser restauradas por pedagogos y educadores que ejercen hasta de padres.

Son más de dos centenares los menores subsaharianos no acompañados que tras llegar a Canarias en una patera o un cayuco y ser declarados en desamparo se encuentran en centros de acogimiento en España. Unos 88 en Castilla y León, la autonomía más solidaria.

Uno de esos centros, el que tiene ACCEM en Segovia en coordinación con la Junta de Castilla y León, abre sus puertas a Efe para mostrar su hacer diario, la vida de diez muchachos que aprenden a leer y escribir, el idioma y un oficio, a la par que adquieren habilidades sociales para encontrar un trabajo, su máxima meta.

“Es un salto cultural brutal. Un viaje en el espacio y el tiempo. Un viaje al futuro, tanto por las nuevas costumbres como por el grado de desarrollo con el que se encuentran”, explica Fernando Martín, pedagogo y coordinador de ese centro de ACCEM, que funciona desde 2006 en Segovia, y de otro en la misma capital que llevan por encargo del Gobierno canario, que acudió a ellos a finales de 2007 atraído por el buen funcionamiento del anterior.

El perfil del muchacho de estos centros es el de un inmigrante, adolescente, que no sabe el idioma, en la mayoría de los casos con muy pocos años de escolarización y que a su llegada tiene que aprenderlo todo, desde la higiene cotidiana -vienen de Mali, Senegal, Gambia o Guinea Conakry, donde hay muy poca agua- hasta a alimentarse y pasar de comer lo que pueden a lo que deben.

Otro problema más complejo es sensibilizarlos hacia el estudio, ya que cinco horas en clase deben de ser para ellos una especie de castigo, a juicio de Martín, quien invita a pensar qué pasaría si a un español se le enviara a China y se le metiera en una clase durante ese tiempo, con la ventaja de que nosotros tenemos hábito educativo.

En estos momentos, una mañana entre semana, está en el centro un joven senegalés de 17 años. Cuenta, en su español recién estrenado, que llegó de Thies, la segunda capital más poblada de su país, hace unos dos años. Pasó siete días en un cayuco.

Ese es el otro viaje. Además del “choque cultural de libro que sufren”, con ansiedad, nerviosismo y estrés, los jóvenes se meten en un cayuco o una patera sin ser “conscientes de verdad de que se la han jugado”, observa Martín, aunque ahí está la experiencia traumática en forma de terrores nocturnos y miedos. Hablan con mucho respeto de la travesía, a veces con referencias a mitos o a las brujas del mar que aparecen tras los naufragios.

A 3.161 kilómetros de su hogar, con el que habla semanalmente, el joven senegalés recuerda como vio un día vio un barco y no se lo pensó. Debía ayudar a su familia. Su padre es patrón de barco y él pescador. Por eso “no tuvo tanto miedo”. Ya conocía el mar.

Cuando ven en las noticias de naufragios en las costas españolas tienen sentimientos muy dispares, que van desde el que se siente identificado, hasta el que lo pasa mal o al que le es indiferente.

La mayor parte de los 32 muchachos que han pasado desde 2006 por los dos centros han conseguido encontrar un trabajo o siguen estudiando -con especial insistencia en matemáticas y lengua-, sin que hasta la fecha ninguno haya sido extraditado.

Cuando cumplen 18 años se les puede prorrogar la estancia en los centros tres meses o se les deriva a pisos de preautonomía. Los jóvenes regularizan su documentación y buscan contactos con amigos y compatriotas, intensifican la búsqueda de trabajo y su formación.

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