Todos me miran
Desde aquel viernes de hace veinte agostos vivía con esta presión. La sensación es parecida a cuando alguien tiene su pulgar y su índice apretándote el cuello o la nuca. A veces ese filin se trasladaba a la parte trasera de mis orejas. Y en ocasiones, también pude sentirla en los pómulos.
Por eso cada vez salía menos o lo hacía, siempre que podía, de noche o de madrugada, cuando la luz del día desaparecía y, con ella, esa tensión de sentirme observada todo el tiempo aflojaba.
Todos me miraban.
Incluso quienes, en la oscuridad de una sala de cine en sesión de noche, ocuparon butacas delante de la mía, siempre en la última fila… como si tuvieran ojos en la espalda.
Pero hoy, por fin, perdí la vergüenza de sentir que no soy quien se reflejaba en el espejo. Ese cristal en el que, ahora sí, me reconozco. La mujer que sobrevive en esta cárcel resiste a los designios de ese cromosoma rebelde y gracias a mi familia esas miradas ya no se alojan en mi cuello. Pasan de largo o, lo que es mejor, empezaron a importarme un carajo.
Ya están secas mis últimas lágrimas, que quedaron anoche, durmiendo para siempre en la almohada.
Ahora sí. Que me miren.
Que me miren hasta me vean.
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