Sólo quiero llegar a casa y mirar una pared. Quedarme en blanco. Digerir lo vivido en silencio. Sin el tremor, sin el estruendo. Sin que la tierra tiemble bajo los pies. Sin que el drama y la angustia que este monstruo escupefuego ha provocado haga todavía más irrespirable el aire. Sin que el olor a azufre acampe en los ojos. Ni la ceniza. Sin que cada historia que escuché me quite el sueño, porque el insomnio en masa que se sufre en La Palma no sólo lo va a curar el tiempo.
Aunque tardé en hacerlo, miré al monstruo de frente, a las muchas caras que muestra, una diferente cada día. A su chimenea vertical por la que escala el humo negro que provocará nubarrones, igual de negros, que lloverán miseria sobre ese costado de la isla, antes tan verde. A su lengua de fuego rojo que enterró para siempre fanegas de vida y obras: las tardes bajo la pérgola mirando plataneras de José, el garaje de Imeldo donde guardaba su taxi, el parquito que Michel hizo con sus manos cuando nació Lucas, el corral con las gallinas de Raquel que ponían huevos azules, la tiendita de ropa de Ángeles donde, el día antes del volcán, armó el escaparate con todo lo nuevo que le había llegado…
El monstruo ha sepultado la vida misma y enterrado en vida a todos los mal llamados supervivientes, porque habrá que ver cómo se sobrevive al desarraigo. El del territorio y el de las emociones. ¿Cómo se realojan esos sentimientos de pertenencia? Esa telaraña relacional y emocional tejida durante generaciones es irreconstruible. Y no lo reparará ni la casa nueva ni la ayuda esperada y que ya está tardando. A pesar de esa ola inmensa de solidaridad que desde todo el archipiélago ha orillado en los pabellones y los corazones de los palmeros. Pero ¿será suficiente?… Ojalá.
El volcán hoy abre una nueva boca y con ella ensancha la grieta de incertidumbre. Revienta las tuberías por las que corría el torrente sanguíneo de su principal activo económico. Y en su camino al mar llueve sobre mojado y fluye sobre quemado.
Sólo queda esperar que escampe esta tormenta de fuego. Que la memoria colectiva sea prolija en la reconstrucción de este recuerdo… cuando la emoción lo permita. Y que el tiempo cicatrice las heridas del paisaje y el paisanaje.
Un día despertaremos de esta pesadilla, agitados, abofeteando luciérnagas.
Y cuando todo termine, será sólo el principio.
Y habrá que estar ahí.
Todos.
Con La Palma.