Silvio Rodríguez (estrofa de la canción Domingo rojo)
Es la primera vez en esta serie de relatos que apago la radio y la silencio del todo, que prefiero no escuchar voces que llegan de lejos. Este domingo del final, del once de once el 29 de marzo de 2020, solo estoy para la dulzura de los instrumentos menos violentos. Opto por composiciones de jazz y por dos clásicos indiscutibles que esta vez suenan juntos: Miles Davis y John Coltrane. La elección nadie la podrá discutir, aunque hoy en día uno jamás esté seguro de que las decisiones más benignas no supongan un levantamiento escalofriante de críticas en eso que llaman redes sociales. Nunca se sabe. Fuerte desgracia.
Es domingo, pero no el Domingo rojo que canta Silvio Rodríguez, aunque sus parecidos tengan. Es un domingo de otro color, un domingo sin color, esto incluso mejor. Estoy aturrullado por el devenir de la coyuntura y, pese a tomarme bien las últimas noticias, las del encierro más amplio, para casi todos y lo más confinado posible hasta el 9 de abril próximo (Jueves Santo), no puedo negar que este día, el once de once, es de pura bajona.
Debe ser que no me sientan los finales o que a lo mejor no quiero terminar ya con esto. Lo real es que lo tengo que hacer y además lo voy a hacer. Todo lo que respira en algún momento deja de respirar en otro momento: condición de ser vivo. Por eso la invitación a convivir con las Historias de intramuros tiene los segundos contados. Se acabó lo que se daba. Así es y así tiene que ser. Todo lo que queda con la segunda cuarentena yo mismo lo haré más llevadero a partir de las aportaciones de otros. Lo lamento sobre todo por mis personajes, principalmente por ellos, que con este cerrojo también los mato, lo que no quiere decir, en ningún caso, que algún día me dé por hacerlos vivir de nuevo, por resucitarlos. Eso ya se verá, que soy una caja de sorpresas.
Es obvio que del maquinista de la pica-pica no sé si sabré algo más en algún momento. No le vi el careto y la última semana ni tuvo a bien despedirse del barrio. Tampoco sé si al final es de Duggi o si se confirma que vive en La Victoria y el hombre hace su vinito bueno para consumo familiar y de los amigos más próximos, “que siempre es poco”, imagino que solía contemplar. Esto es lo que más me gustaría que ocurriera, pero no tengo ni idea. No se hagan ilusiones, que de ese vino yo tampoco beberé.
Se puede decir que el supuesto victoriero de la máquina pica-pica metida en el lecho de barranco, de la que nadie sabe qué coño hace ahí, desapareció por completo con las primeras lluvias del año, las del fin de semana pasado. Ahí ya se despidió hasta más ver. Y luego se salió al completo de este universo con el apretón dado al confinamiento este sábado por Pedro Sánchez. Todo empezó siendo una cuarentena de 15 días que yo me atreví a definir como (la primera) cuarentena y esto ya va camino de la segunda y ojalá sea la última. Es lo que toca. Nada que objetar. Fue un placer, un gusto conocer de esa manera al maquinista de la pica-pica. ¡Hasta siempre querido desconocido!
A los encuevados no creo ni que los conozca el supuesto victoriero, aunque un par de días buenos estuvo al lado de ellos dando martillazos en el cauce del barranco. Tengo mis dudas sobre un posible contacto. Desde el undécimo ala sur nunca los vi aproximados, mucho menos juntos, y no fue por lo de la distancia social. Imagino que ni se conocieron. De hacerlo igual hubiesen llegado a las manos.
El supuesto victoriero se levantaba muy muy temprano para llegar a tiempo a la capital, aunque desde hacía algunas jornadas tanta prisa no tenía sentido alguno porque una gran virtud de la cuarentena había sido dejar sin coches, limpia casi al completo, la autopista del norte: sin tráfico, sin colas, sin ruidos, sin calenturas del piche… Pero él era hombre de costumbres, como ya se sabe. Solo lamentó aquello de no poder parar a echarse un cortado y de camino comprar cigarros. A los encuevados yo nunca los vi. Si les digo la verdad, tampoco sé si habitan en esas oquedades de la margen derecha del barranco, siempre identificada en el sentido en que se desparrama el agua, cada vez menos, por cierto. De los encuevados solo sé que tenían banderas con siete estrellas verdes por fuera de sus modestos resguardos, una telas que ondeaban con el viento catabático que se encendía a la vez que los atardeceres de la reclusión.
Los demás en ese fondo del barranco eran materia inerte: un acantilado como tantos miles en la isla, una masa de basalto crecido en disyunción prismática, y una piscina sin vida tras la huida de los huéspedes, un recinto lleno de agua fría, quieta, limpia por ahora y con mínimas olas, salvo en días de temporal. Eran y son hoy dos espacios desoladores, donde por no verse no se ve ni un alma en pena.
Algo alejada de esa parte de la cuenca de Santos y siempre en la posición más alta, con la mejor panorámica de la ciudad desde el centro urbano, está la querida señora del duodécimo en el edificio gemelo al mío. Yo en el undécimo y ella en el duodécimo, siempre más arriba, pero en mi punto de visión desde el ventanal oeste de la casa, donde teletrabajo a diario y no me canso de verla, siempre que sale, a lo que no se atreve todos los días y a todas horas, como ya bien he descrito.
A la del duodécimo nunca la he visto aplaudir en público, aunque sí dar vueltas y más vueltas a un perímetro dibujado en su nada desdeñable terraza-azotea. Creo que a la señora del duodécimo la conozco de verdad; sí, la conozco, pero jamás le diré que la transformé para convertirla en uno de mis personajes, en la intérprete casi principal de todas estas historias encadenadas. Debo reconocer que su incorporación al plantel de actores contribuyó a dar más fluidez a los relatos. Y no quiero decir con ello que me salvara la vida, que casi, pero no fue exactamente así. Pese a esta indudable aportación, mi preferido, y lo habrán notado, es el maquinista de la pica-pica. Si alguien tuviera que ser candidato a los Goya por esta hazaña sin duda es él: el supuesto victoriero con finquita y vino tinto del diez año tras año, sin equivocarse nunca en esa alquimia.
Con ese puñado piezas, he construido en once días y sin descanso estas narraciones, ideadas para olvidar el mal trago de estos nuevos tiempos y sobre todo para reír, soñar y salir del bloqueo mental. ¿Lo habré conseguido? También para yo bajar a la calle en busca de aliento: salir sin salir e incluso tener que salir para seguir viviendo dentro de esta batería de historias.
Lo dejo por ahora, que yo desde el principio lo concebí para once días de quince, que entonces no me quedaba más remedio, de la ya confirmada como primera cuarentena. Hice once porque reaccioné tarde. Ahora es imposible seguir con la segunda reclusión, que viene a ser la misma. No puedo más y sería traicionar lo que fue el principio de esta serie. Sé que a ustedes les hubiera gustado, y perdonen las flores, pero yo no puedo más. Esto entre nosotros: creo que me mata más el teletrabajo que dedicarme a las averiguaciones de si el maquinista de la pica-pica vino o no vino a trabajar… Ya lo entienden.
Sean felices y recuerden este domingo, el once de once o el 29 de marzo de 2020. Tienen la opción de hacerlo por tratarse del día en que se aprobó un segundo confinamiento, este más pulido, o por ser el del final de la primera cuarentena, aquella que llegamos a pensar que sería la única… Mira que somos primaveras. También pueden considerar que este domingo ha sido el de tirar la toalla a esta escritura de once días que tanta fuerza me ha dado en tan complejos y puñeteros tiempos.
No pierdan de vista al maquinista de la pica-pica ni a los otros personajes de estas historias entrecruzadas. Ellos sí que me han dado mejor vida, y conmigo espero que a todos ustedes. Encantados de haberlos conocidos. Salud y felicidad, y que el final de esta odisea sea más pronto que tarde.
Qué pena me da tener que acabar con esto. Ahora toca y será lo mejor. Besos llenos de esperanzas que viajan con las nubes, siempre mis preferidas.