López Ocaña, pistolero de los GAL: “Me arrepiento de haber matado al dirigente de Herri Batasuna Santi Brouard”
“Nadie tiene derecho de quitar la vida a nadie, y quien lo haga tiene que pagarlo”. Desde hace varios años Rafael López Ocaña (Carabanchel, 1953) le da vueltas a la necesidad de hablar, de explicarse a sí mismo, de decir la frase que abre este reportaje… Desde que salió de la cárcel de Logroño el 14 de marzo de 2001, es la primera vez que da la cara. López Ocaña pasó doce años en prisión como autor material del asesinato del dirigente de Herri Batasuna Santiago Brouard, por encargo de los GAL, el 20 de noviembre de 1984. Lo cometió junto a Luis Morcillo, a quien juzgaron y absolvieron en un segundo juicio en 2003, junto al comisario José Amedo y el teniente coronel Rafael Masa.
No pide perdón pero sí se arrepiente. Dice que pedir perdón sería “una falta de respeto, una insolencia”: “Cómo le voy a pedir perdón a una persona a la que he hecho eso, yo no lo perdonaría y entiendo que a mí tampoco hay que perdonarme. Si has empujado a alguien por la calle, pues sí, pero si has matado a alguien quién te va a perdonar… no hay perdón que valga”. “Lo peor que me puede haber pasado es haber hecho eso, y si hay una cosa que lamento de verdad es esa. Haber tenido que ver con la muerte de esa persona, no te lo quitas nunca”, asegura.
No es fácil entender cómo acabó siendo pistolero de los GAL. López Ocaña, el mayor de cinco hermanos, hijo de un impresor y una costurera, emigrantes manchegos, dejó el colegio a los 14 años para buscar trabajo. Lo encontró en Almacenes Celso García, donde su primer encargo fue llevarle un traje a Manolo Escobar. Meses después entró como botones en el Banco de Crédito e Inversiones, y con poco más de veinte años ya era interventor. Tras una temporada en una sucursal de Tenerife y por un desencuentro con la dirección, decide dejar el banco. Monta un negocio de venta de marisco y después un pub en la calle Galileo, el Dogos, un lugar de parada habitual para los moteros. En esa época todo empieza a torcerse por el consumo y el tráfico de drogas. Comienza a dedicarse a viajar a Amsterdam para transportar heroína hasta Madrid.
Si se hiciera una película sobre su vida habría que omitir algunos pasajes, por increíbles. En el GAL lo metió su hermano Miguel Ángel, que falleció de SIDA en prisión. “La peor persona que he conocido”, asegura. Su hermano había conocido en la cárcel de Carabanchel a Morcillo, un estafador que vendía coches, embutidos, joyas falsas y lo que fuera. Morcillo era compadre de Rafael Masa, por entonces comandante de la Guardia Civil, pero que llegó a teniente coronel y fue condenado por narcotráfico. Para López Ocaña, el contacto era Morcillo, para Morcillo era Masa, y para Masa, el director general de Seguridad del Estado Julián Sancristóbal.
“Siempre he sabido que era Sancristóbal quien estaba por encima de Masa, pero tampoco te puedes fiar de todo. Luis comentaba que era un rácano que le costaba soltar la pasta, pero nunca lo he visto en persona…” Con Masa sí se reunió una vez, aunque se puso una bolsa de El Corte Inglés en la cabeza para que no le reconociera. Nunca supo de Amedo ni de otros miembros de los GAL. Rafael iba con Morcillo a cobrar a la Dirección General de la Guardia Civil, en el Paseo de la Castellana. “Él entraba y yo esperaba fuera”.
¿Qué le llevó a integrarse en los GAL?: “En el momento que tomé esa decisión, estaba convencido de que era lo que había que hacer. Yo estaba en la calle de arriba cuando mataron a Carrero, pero no me afectó, y menos por Carrero. A mí me dolía que pusieran una bomba en una plaza y al que le toque, que se joda. Eso me jodía mucho, yo sentía rabia contra ETA, me cabreaba. Cuando el GAL hacía algo, todo el mundo lo celebraba, estaba convencido de que había que hacer algo, y Luis (Morcillo) ya se ocupó de hacer algo, me supo manejar, yo estaba perdido total, no sabía qué hacer con mi vida”. “De todas formas -continúa- es difícil de explicar, son muchas cosas. Lo primero es que estás perdido, tienes tu vida vacía, y eso te la llena, te concede importancia; si no estás perdido no te metes en algo así”.
El atentado de Brouard fue el primero y el último trabajo, aunque tuvo, junto a su hermano, el encargo de hacer vigilancia en el Sur de Francia, pero no salió bien. “Miguel Ángel no quería ir, no quería estar fuera de casa”. Lo que se sabe de la ejecución del atentado de Brouard es lo que pasó. Al menos lo principal. El propio Morcillo lo reconocía en una entrevista en El Mundo en el año 2013. El atentado lo cometieron el 20 de noviembre de 1984, pero pudo haber sido otro día. Habían ido hasta Bilbao en dos coches con sus respectivas familias. Al entrar en la consulta del doctor salió una enfermera, que fue la que identificó después a Rafael a pesar de que iban disfrazados con pelucas y bigotes postizos, y Morcillo disparó. Cuando Brouard ya estaba muerto, en el suelo, disparó él, aunque no sabe muy bien por qué: “Por una cuestión de coherencia, supongo, vas a hacer algo y lo haces, algo impulsivo, no me dio tiempo de pensarlo”.
Una de las cosas que no se saben es que hubo un primer intento frustrado en el que no participó Morcillo. Rafael había convencido a su cuñado Alberto Granados, que se dedicaba al trapicheo, para que lo acompañara. Compraron las armas, una pistola y un subfusil, que pagó Morcillo, a un amigo de Granados, Juan José Rodríguez Díaz, El Francés, el otro condenado por el atentado. Era la primera vez que Rafael veía un arma de verdad: “Lo que sí me decía Luis es que no había gente, a mí me tuvieron que explicar cómo funcionaba una pistola”. El caso es que a la primera no salió. A medio camino, en la carretera, un pájaro se estrelló en el parabrisas. “Se quedó enganchado y se me revolvió el cuerpo de ver el pájaro, y Alberto, al ver cómo reaccioné me dijo que diera la vuelta: tú no sabes a dónde vas”, cuenta. Eso fue una semana antes. Y se dieron la vuelta. “En Madrid le dije a Morcillo: yo no busco a nadie más, lo haces tú”. Así que fueron los dos. Lo que aún se pregunta es por qué se eligió a Brouard. “Me lo he preguntado tantas veces, lo sabrán ellos, por qué lo elegirían y quién, porque Luis no decidía nada…, yo no tenía ni idea de quién era, pero me contó que era un lazo de captación de gente joven para ETA”.
Después del atentado vino la decepción. No sabía lo que le iban a pagar pero le pagaron tres millones. Una cantidad que no coincide ni con los 2,5 millones que dice Morcillo que le dio ni con los 25 que asegura que se liberaron de los fondos reservados. “No me extrañaría que se quedaran el resto”, dice López Ocaña. “Ahí ya me acabé de asquear”. “Por dinero no lo hice, estaba equivocado pero convencido. Me había cansado de decir que había que hacerlo- asegura-, pero yo no era un sicario, como se publicó, ni un mercenario; gilipollas sí pero mercenario no”, dice.
No le habían prometido protección, pero no había pistas. “Investigaron, pero si lo piensas, no había ni un rastro…, aparecen dos personas de la nada y lo hacen”. Pero en verano del año siguiente pasó algo que lo cambió todo: la muerte de Granados. Lo mató su hermano Miguel Ángel, junto a su mujer, “con un rifle que llevaban envuelto en una manta, delante de mi hermana y con el bebé en la cuna”, dice Rafael, según la versión que le contó su propia hermana. Ya se habían amenazado varias veces, “chocaban, tenían un carácter muy fuerte”, cuenta. Ese mismo día los detienen e ingresan en prisión provisional. Poco después, según la versión de Rafael, Miguel Ángel decide asumir él sólo el crimen y promete al juez Carlos Bueren, entonces titular del Juzgado de Instrucción número 27 de Madrid contarle quién había matado a Brouard. “Le dijo que le podía contar quién había matado a Brouard, pero no lo hizo tan fácil: primero dio la pista de las armas, del vendedor, y después de una moto, que era una pista falsa”, dice. “Un día, desayunando en el Foster Hollywood de Quevedo -relata López Ocaña- veo un retrato robot, que era yo, y una foto de una moto, una Ducati 900 que yo le había vendido a mi hermano” y que se había utilizado en un atentado en el bar La Consolation, en San Juan de Luz, en julio de 1984. “Pagué y salí corriendo”. Morcillo escapó a Sudamérica y él se ocultó en un apartamento en Madrid. Pero ni siquiera se cursa una orden de busca y captura, tan sólo una orden de averiguación de paradero y a López Ocaña lo relacionan con el atentado casi tres años después, cuando fue detenido por otro motivo. En el juicio de Granados, su hermano Miguel Ángel es condenado a cuarenta años y su cuñada absuelta, mientras que el juez Carlos Bueren ya había tomado posesión del Juzgado central número 1 de la Audiencia Nacional.
El asesinato de Brouard nunca se consideró como un acto terrorista y a López Ocaña y a El Francés no los juzga la Audiencia Nacional, sino la Audiencia Provincial de Vizcaya. Por la instrucción pasaron varios jueces. “Inmaculada Jurado, una juez de Sevilla, hizo un auto en el que no me procesaba por falta de pruebas, y la destinaron a otro lugar -dice Rafael-. A nadie le ha interesado el caso, más allá de condenarme a mí, y yo estaba convencido de mi papel, pensaba que no debía traicionar, no estaba dispuesto a delatar a nadie y lo llevé hasta el final…”. La condena fue de 33 años. En 2003 hubo un segundo juicio por los mismos hechos, pero López Ocaña seguía negando su participación: “Les libré a todos. En el segundo juicio aún no me había enterado de la película”, asegura, pero después empieza “a ver las cosas”.
Entró en la cárcel de Basauri y salió de la de Logroño. En prisión dejó las drogas, trabajó en el economato, hizo de peluquero, hizo cursos de pintura, de diseño gráfico, aprobó el acceso a la Universidad y estudió el primer curso de Psicología. “En la cárcel de Basauri me decían que me refugiara porque los de ETA no querían verme, pero como yo decía que no tenía nada que ver con eso… Con alguno he hablado y a alguno le he cortado el pelo. Uno me regaló un cinturón, que lo había hecho él”, y todavía lo conserva.
Su decisión de hablar ahora no tiene que ver con el desarme sino más bien con un impulso interior. No está muy interesado en la situación actual de ETA y dice que a los terroristas no los ve tan malos como los veía antes: “También lo pasan mal y lo pagan caro, me he planteado que esa gente por qué hace eso, por qué se mueve; por corazón, por sentimientos, no por dinero, por sentimientos equivocados o no, no lo sé, pero hay que tener, no cojones, corazón, para meterte en una historia en que te juegas la vida”.
Después de salir de la cárcel se fue a vivir a un pueblo cerca del País Vasco, pero lo reconoce un exetarra y decide mudarse con su pareja al Levante. “Desde que salí, el trabajo de más altura que he tenido ha sido de camarero, fregando platos, o en una granja escuela de monitor… ganando nada y trabajando como un perro (…) Con mis antecedentes y la edad que tengo, a dónde voy a ir, estoy fuera de la sociedad y no puedo entrar”. Cobra los 426 euros para parados de larga duración y ha trabajado como voluntario durante cinco años conduciendo una ambulancia, “sin descansar un solo día”. Vive en una casa de piedra, “que tiene hasta grietas”, en medio del campo, con sus dos perros.
“Cuando conozco a alguien que me cae bien, llega el momento que hay que dar explicaciones, y eso me hace limitar las confianzas para no mentir, porque siempre sale el tema y siento malestar”. “He llegado a un punto que lo tengo todo tan asimilado, estoy intentado salvar lo mejor de mí, y quiero compensar todo el daño o mal que he hecho con el bien que pueda hacer en lo que me queda, para sentirme un poco equilibrado…” Y estos son sus planes de futuro: “En cuanto pueda, comprarme una furgoneta, largarme, vivir sin casa y dar vueltas sin parar mucho en ningún sitio, que hay mucho para recorrer…”.