Máximo fue el único que quedó al cargo del hotel cuando cerró. Con la alerta sanitaria y sin huéspedes que atender era imposible mantenerlo abierto. Por eso el gerente le pidió que se quedara viviendo esos tres meses en la habitación de servicio, que normalmente ocupaba el recepcionista de guardia. Su cometido no pasaba de hacer una limpieza mínima cada dos días y encender, alternadamente, las luces de algunas habitaciones que daban a las dos calles que ocupaban su fachada.
El hotel, bien situado, fue en su día un edificio austero de un barrio aún más austero que, producto de la gentrificación, se había convertido en los últimos años en el barrio de moda.
Los primeros días fueron raros. Acostumbrado al trajín normal del establecimiento y de la zona, Máximo, como el resto de la ciudad, estaba desubicado, tratando de adaptarse y reencontrarse en el silencio y la quietud de su burbuja. Subía y bajaba escaleras para hacer algo de ejercicio, abría y cerraba puertas con la llave maestra, ventilaba y veía televisión en distintas habitaciones, contaba las palomas, cada vez más numerosas, que colonizaban la cornisa del edificio de enfrente.
La tercera semana ya había fulminado el minibar de las cuatro suites, las únicas que quedaron sin limpiar antes del cierre.
Poco acostumbrado a tomar decisiones que no fueran órdenes, pasados seis jueves sin noticias del gerente ya era difícil mantener las disciplinas del principio. Dormía cada día en una habitación distinta (siempre dejándola recogida a la mañana siguiente), andaba siempre en albornoz y fumaba sin reparo en el lobby, a pesar de estar prohibido.
La tarde que abrió el armario de los objetos perdidos se desató la mayor tormenta de nieve que la ciudad había visto en décadas y, al mismo tiempo, comenzó a escuchar susurros que le hicieron pensar que se estaba volviendo loco. Abrir aquel armario fue como destapar la caja de Pandora. El murmullo era cada vez más fuerte y provenía de distintas plantas del edificio. A través de los conductos de ventilación escuchaba conversaciones nítidamente, voces masculinas y y femeninas, agudas y graves.
Recorrió todas las plantas y habitaciones creyendo haber dejado algún televisor encendido, pero todos estaban apagados. Cuando cerró la 743 un escalofrío recorrió su cuerpo de arriba a abajo. Escuchó nítidamente, al otro lado, a alguien decir: “Habrá que cargárselo, esto no puede salir de aquí” y salió a escape escaleras abajo. Quien sentenció tal cosa fue la pared maestra de la primera crujía, que mantenía el equilibrio de toda la fachada.
A su consigna respondieron los tabiques que separaban las cuatro suites. El hueco de las escaleras de servicio hizo el resto.
El cadáver de Máximo fue encontrado por el gerente al regresar al hotel tres semanas después del fin del estado de alarma. El inspector al cargo del caso discutía con el forense con cara de no acercarse, ni de lejos, a las causas de la muerte. “A este hombre le mató la soledad” dijo el agente.
“Si estas paredes hablaran”, sentenció en su informe.