Subsistir con un carro de chatarra en Barcelona: el destino de muchos de los migrantes que llegan a Canarias

Un hombre camina por la calle buscando chatarra

Nayra Bajo de Vera

Barcelona —

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Arrastran por la ciudad de Barcelona carros llenos de chatarra desde tempranas horas de la mañana hasta las últimas luces del día. Llevan metales, cables, ventiladores, electrodomésticos y, en algunos casos, incluso bañeras. “Depende” es la palabra que más repiten: no saben exactamente por cuánto venderán los materiales que recolectan durante el día. Esos serán sus únicos ingresos. Especulan que un carro lleno podría venderse por unos 10 o 20 euros, que en un buen día pueden hacer algo más que eso. Otros días, apenas cuatro o cinco euros.

El dinero que saquen dependerá del precio en bolsa de cada material, siempre dejando margen para que los intermediarios que transportan, almacenan y transforman la chatarra obtengan beneficios. La mayoría de los chatarreros informales, que son el primer eslabón de la cadena, ni siquiera tiene NIE, permiso de trabajo, residencia o acceso a la Seguridad Social. Sin embargo, cumplen con una tarea fundamental de reciclaje. Desempeñan la parte más dura del proceso pero apenas rascan unos céntimos por el kilo de chatarra. En el otro bando, los contratos de recogida de residuos que se benefician de esta mano de obra tienen un valor millonario. 

Según la investigación Wastecare, de la Universidad de Barcelona, cada chatarrero recoge unos 118 kilos al día en la capital catalana. Teniendo en cuenta que en la ciudad hay unas 3.200 personas dedicadas a esta labor, mueven diariamente unas 380 toneladas de metal. Equivale a más de 100.000 toneladas anuales que son recicladas gracias un trabajo no reconocido. El 75% de los recicladores informales procede de países africanos, entre los que destaca Senegal, aunque también los hay de otros continentes. Su labor, que para ellos es una “estrategia de supervivencia” en una situación precaria y vulnerable, contribuye a mejorar la economía circular.  

Muchos recicladores llegaron por la ruta canaria, la más mortal

Mohamed es uno de ellos. A pesar de la lluvia, busca en unos contenedores con el carro en frente, donde acumula varias bolsas, barras de hierro, un microondas desvencijado y una televisión vieja. Lleva tres años viviendo en Barcelona, de los cuales pasó un mes durmiendo en la calle. Actualmente comparte piso con otros compatriotas y dedica el día a buscar chatarra para pagar el alquiler y otros gastos comunes. El resto lo envía a Senegal, donde aún viven su madre y su hermana. Mohamed solía ser pescador, pero cada vez le resultaba más complicado ganarse la vida debido a que los barcos de otros países se llevan la mayor parte del pescado. Por eso, buscando mejorar su situación, decidió marcharse. 

Aliou, de 52 años y con seis hijos en Senegal, también experimentó situaciones laborales duras tras casi cuarenta años dedicándose a trabajos distintos. El último que tuvo fue de comerciante. Tomó la decisión de migrar hace apenas unos meses, después de ver cómo, una y otra vez, le robaban todos los productos de su puesto. Como muchos otros migrantes, se encuentra en el limbo de los papeles: no puede trabajar sin documentación y no puede conseguir documentación sin trabajo

Mohamed, Aliou y también Demba, un joven mauritano de 23 años, son algunos de los muchos recicladores informales que llegaron a territorio español a través de la ruta canaria. Todos ellos, en momentos distintos, pasaron alrededor de seis días “muy duros” en una patera rumbo al archipiélago, siendo esta la travesía más mortífera del mundo

Los tres coinciden en los motivos que los llevaron a abandonar sus países: las malas políticas y el deseo de ayudar a sus familias. A ello, Demba añade una “situación de desigualdad y dificultad para conseguir empleo” en Mauritania. Un país donde, según un informe de Amnistía Internacional, aún persiste la esclavitud.

¿Dónde se vende la chatarra?

Historias parecidas se replican en los alrededores de los almacenes donde van a vender la chatarra. Algunos de los locales tienen letrero; otros, no. En ambos casos resulta difícil hablar con los dueños que, tal y como apuntan los recicladores, suelen ser españoles. Con quien sí se puede hablar es con la persona a cargo del almacén, normalmente un africano que lleva bastantes años en el país y que gestiona los pagos en efectivo. 

Karim, el responsable de uno de los almacenes, explica que trabajan con muchas empresas distintas, pero que el precio no es fijo. Lo que les paguen las empresas, que a su vez depende del valor en bolsa, determinará cuánto cobrará cada persona por el contenido de su carro. 

Los almacenes están oscuros, repletos de pilas de carros, metales y colchones. En ellos faenan hombres que pesan y colocan objetos dentro de los camiones. Se pueden ver carteles escritos a mano y pegados en la pared con una tabla de precios. Manejan grandes cantidades de metal, pero no todos los materiales que son recogidos pasan por espacios como estos. 

Bouba y Mamadou, dos gambianos que se encuentran por la zona, cuentan que en algunas ocasiones venden la chatarra a particulares que llenan su coche y van directamente a una empresa para vender al peso. Al eliminar un intermediario, el margen de beneficio es algo mayor. No obstante, para vender directamente a estas empresas es necesario alcanzar un mínimo de peso que solo es posible transportar cuando se dispone de un vehículo. Además, piden presentar un DNI. Por tanto, para los migrantes, el intermediario siempre es necesario. 

Hay otros objetos que, aunque no son chatarra, también pueden suponerles algún ingreso. Por fuera de uno de los almacenes espera Jacob, un hombre nacido en Marruecos que lleva en España desde los años 90, cuando su padre pudo recurrir a la reunificación familiar. Viene de vez en cuando junto a un compañero argelino para comprar lámparas, muñecos, cromos de fútbol y antigüedades en general. “A veces traen algo interesante y podemos venderlo en el mercado”, apunta Jacob. 

“Es una salida para la gente que no tiene otros recursos”

Aunque la mayoría de los chatarreros informales son migrantes, también los hay españoles. Se trata de personas sin recursos, como Manuel, que vive en la calle desde que se quedó sin su coche. Lleva casi 20 años dedicándose a la chatarra, cuando lo despidieron de una empresa de logística durante la crisis económica y no consiguió otro trabajo. 

Cuenta que antes era muy fácil llenar varios carros en un día porque poca gente se dedicaba a ello, pero cada vez hay más personas en situación vulnerable que recurren a la chatarra como medio de subsistencia. Sin embargo, apunta que, a diferencia de otros puntos de España, no existe un monopolio por parte de ciertos grupos, por lo que cualquier persona puede recoger y vender chatarra en Barcelona.

Explica que, incluso, hay cierta solidaridad: “Si eres el primero en llegar a una obra y pides chatarra, es posible que te la den”. Cuenta que, además, hay vecinas y vecinos que guardan materiales para entregárselos directamente a personas que conocen en el barrio. 

Así lo confirma el estudio Wastecare, según el cual un 66% de la ciudadanía encuestada asegura dejar objetos junto a contenedores con la intención de que sean recogidos por los chatarreros. “Es una salida para la gente que no tiene otros recursos, como yo”, reflexiona Manuel.

Después de casi dos décadas en este sector, Manuel ha notado que las guerras son un factor que influye mucho en la compraventa de metales, y que después de las crisis suele aumentar su demanda. “Yo lo he visto muchas veces”, resume. Ejemplo de ello es la gran inflación que experimentó el precio del aluminio, el cobre o el acero cuando comenzó la guerra en Ucrania, así como diversas materias primas.  

Esenciales y vulnerables

De acuerdo con el Gremi de Recuperació, el 30% de los metales recuperados en Catalunya son precisamente recogidos por chatarreros informales que no tienen garantías laborales ni ingresos económicos estables. Sin embargo, la ciudad remunera a las empresas contratadas por ese trabajo, beneficiándose de una mano de obra vulnerable cuya única opción es tomar o dejar el precio que se les ofrece.

La investigación Wastecare refleja cómo la mayor parte de la ciudadanía tiene una percepción positiva sobre las personas que recogen chatarra, en gran medida porque contribuyen a la sostenibilidad. Así, un 68% cree que deberían ser contratados por el ayuntamiento. Según los propios investigadores, formalizar su situación o darles facilidades para transportar la chatarra ayudaría no solo a los propios trabajadores, sino también a que hubiese una mayor capacidad de reciclaje.

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