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Temor y temblor

Ese es el título de una obra de Soren Kierkegaard, escritor y filósofo existencialista, en la que planteaba algunos dilemas morales que, desde la fe religiosa, se le presentan a Abraham. 

Forzada analogía construyo pues, salvando las distancias, con la naturaleza dilemática también de mis instintos primeros al ver la tierra abrirse, finalmente después de tanto enjambre, en la Cumbre Vieja de la isla de La Palma. 

Instinto y ganas de agarrar un avión y presentarme allí para hacer honor a las palabras de Robert Capa, “Si tus fotos no son lo suficientemente buenas, es que no te has acercado lo suficiente”. Pero pronto caducó ese instinto, tan rápido como pude advertir que al espectáculo de ver la tierra escupir fuego se le unía el drama de los que ante él nada podían salvar.

También me frenó el ver que a las pocas horas ya circulaban por medios de comunicación y redes sociales una cantidad infiltrable de fotografías del acontecimiento cuya digestión, ahora mismo que pergeño estas letras, todavía no acaba. Aunque reconociendo el estupendo trabajo de muchos compañeros que han conseguido potentísimas imágenes del monstruo, del fuego y del drama, de la dos caras que siguen sin resolver mi dilema, las dos caras de una moneda que aún sigue en el aire negro y cenizo que flota por toda la isla. 

Por eso, desde el mismo domingo que estalló, me paso horas mirando esas imágenes terriblemente hipnóticas del volcán que ofrece la Televisión Canaria durante las noches y trato de mirar más allá de lo que la cámara señala, pensando y buscando en ellas la fotografía que todavía no se hizo, las palabras que aún no se han dicho, la emoción que, sólo quienes lo perdieron todo bajo esa lengua de fuego, todavía falta por transmitir. 

Entre las muchos declaraciones que escuché de tantos damnificados se repite una de manera constante. En los pocos minutos que les daban para sacar las cosas de sus hogares, casi todos declaraban haber rescatado de la quema, entre la prisa y la angustia de no saber muy bien qué dejar y qué llevar, sus fotografías. En ellas habita la memoria de las familias. En ellas sobrevivirá el recuerdo inmaterial de lo que la tierra sepultaría minutos después. 

La fotografía se convierte así, una vez más, en el eslabón encontrado con lo que se da por perdido. Nada sustituye los recuerdos que encierran sus márgenes porque los más imborrables están en esas imágenes que colgaban de las paredes, descansaban en una cómoda o sobre las mesas de noche de esas casas que la lava se tragó. 

Mientras decido cuál será la foto por hacer el volcán sigue destruyendo todo a su paso y al mismo tiempo construye, también, un nuevo recuerdo, bajo ese cementerio de todas las fotos que no pudieron ser rescatadas. 

En la televisión le acercan un micrófono a una señora que, con la voz quebrada, dice algo que resume mejor que cualquier otra frase lo que ella y tanta gente siente: “La vida la he salvado pero mi vida ha desaparecido”, mientras aprieta fuerte contra su pecho un marco con una foto en blanco y negro. 

Esa es la paradoja, el blanco y negro de esa foto, el mismo blanco de las paredes que devora el mismo negro de la lava. 

Continúa el temblor. Agarrota el temor. 

¡Fuerza La Palma!